Sopa de pollo para el alma
Sobre el amor
Llegará el día que,
tras haber dominado el espacio, los vientos, las mareas y la gravitación,
debamos dominar para Dios las energías del amor. Y ese día, por segunda vez en
la historia del mundo, habremos descubierto el fuego.
Teilhard de Chardin
El amor, la única fuerza creativa
Por dondequiera que
vayas, difunde el amor: ante todo en tu propia casa. Brinda amor a tus hijos, a
tu mujer o tu marido, al vecino de al lado... No dejes que nadie llegue jamás a
ti sin que al irse se sienta mejor y más feliz. Sé la expresión viviente de la
bondad de Dios; bondad en tu rostro, bondad en tus ojos, bondad en tu sonrisa,
bondad en tu cálido saludo.
Madre Teresa de
Calcuta
Un profesor universitario quiso que los alumnos de su
clase de sociología se adentrasen en los suburbios de Boston para conseguir las
historias de doscientos jóvenes. A los alumnos se les pidió que ofrecieran una
evaluación del futuro de cada entrevistado. En todos los casos los estudiantes
escribieron:
«Sin la menor probabilidad». Veinticinco años después,
otro profesor de sociología dio casualmente con el estudio anterior y encargó a
sus alumnos un seguimiento del proyecto, para ver qué había sucedido con
aquellos chicos. Con la excepción de veinte individuos, que se habían mudado o
habían muerto, los estudiantes descubrieron que 176 de los 180 restantes habían
alcanzado éxitos superiores a la media como abogados, médicos y hombres de
negocios.
El profesor se quedó atónito y decidió continuar el
estudio. Afortunadamente, todas aquellas personas vivían en la zona y fue
posible preguntarles a cada una cómo explicaban su éxito. En todos los casos,
la respuesta, muy sentida, fue: «Tuve una maestra».
La maestra aún vivía, y el profesor buscó a la todavía
despierta anciana para preguntarle de qué fórmula mágica se había valido para
salvar a aquellos chicos de la sordidez del suburbio y guiarlos hacia el éxito.
—En realidad es muy simple —fue su respuesta—. Yo los
amaba.
Eric Butterworth
Todo lo que recuerdo
Cuando mi padre hablaba conmigo, siempre iniciaba la
conversación preguntándome: «¿Ya te he dicho hoy cuánto te quiero?». Su
expresión de amor encontraba respuesta y, en sus últimos años, cuando su
vitalidad empezó a disminuir visiblemente, nuestra intimidad se hizo aún
mayor... si tal cosa era posible.
A los ochenta y dos años estaba preparado para morir,
y yo estaba dispuesto a dejarlo ir, para que su sufrimiento terminara. Nos
reíamos y llorábamos, nos tomábamos de las manos y nos confesábamos el uno al
otro nuestro amor, y ambos coincidíamos en que era el momento de partir.
—Papá, quiero que después de haberte ido me envíes una
señal de que estás bien —le decía yo, y él se reía ante el absurdo de aquellas
palabras; papá no creía en la reencarnación. Tampoco yo estaba seguro de que
esa posibilidad existiera, pero había tenido muchas experiencias que me
convencieron de que podía esperar alguna señal «desde el otro lado».
Entre mi padre y yo había una relación tan profunda
que, en el momento en que murió, yo sentí en mi pecho su ataque cardíaco. Y me
dolió profundamente que el hospital, en su estéril sabiduría, no me hubiera
permitido sostenerle la mano mientras se iba.
Día tras día rezaba pidiendo saber algo de él, pero
nada sucedía. Noche tras noche pedía soñar con él antes de quedarme dormido. Y,
sin embargo, pasaron cuatro largos meses sin que yo sintiera nada más que la
pena por haberlo perdido. Cinco años antes, mi madre había muerto del mal de
Alzheimer y, aunque yo tenía hijas ya mayores, me sentía como un niño perdido.
Un día, mientras estaba tendido en una camilla de
masaje, en una habitación oscura y tranquila, esperando mi turno, me invadió
una oleada de nostalgia por mi padre. Empecé a preguntarme si habría sido
demasiada exigencia pedirle una señal. Advertí que me encontraba en un estado
de extremada lucidez. Tuve una experiencia excepcionalmente clara, en la cual hubiera
sido capaz de sumar mentalmente largas columnas de cifras.
Quise asegurarme de estar despierto y no dormido, y
comprobé que estaba tan lejos como es posible de cualquier cosa que tuviera que
ver con el sueño.
Cada pensamiento que tenía era como una gota de agua
que perturbara un estanque inmóvil, y la paz de cada momento transcurrido me
maravillaba. Entonces pensé: «He estado intentando controlar los mensajes que
vienen desde el otro lado, pero ahora dejaré de hacerlo».
De pronto se me apareció el rostro de mi madre; su
rostro, tal como había sido antes de que la enfermedad de Alzheimer la
despojara de su mente, de su condición humana y de más de veinte kilos. El
magnífico cabello plateado enmarcaba su dulce rostro. Era tan real y estaba tan
próxima, que tuve la sensación de que si extendía la mano podría tocarla. Tenía
el mismo aspecto que doce años atrás, antes de que se iniciara su decadencia.
Hasta podía sentir la fragancia de Joy, su perfume favorito. Parecía que estuviera esperando
y no hablaba. Me pregunté cómo podía ser que yo estuviera pensando en mi padre
y ella apareciera ante mí; me sentí un poco culpable de no haber pedido también
su presencia.
—Oh, madre, lamento tanto que hayas tenido que sufrir
con aquella terrible enfermedad —expresé.
Ella inclinó ligeramente la cabeza, como para
reconocer lo que yo había dicho sobre su sufrimiento. Después sonrió, con una
hermosa sonrisa, y dijo muy claramente:
—Lo único que yo recuerdo es el amor.
Y desapareció.
Empecé a estremecerme, parecía que la habitación se
hubiera enfriado súbitamente, y en los huesos supe que el amor que damos y que
recibimos es lo único que importa y lo único que se recuerda. El sufrimiento
desaparece; el amor perdura.
Sus palabras son lo más importante que jamás he oído y
aquel momento ha quedado grabado para siempre en mi corazón.
Todavía no he visto ni he oído a mi padre, pero no me
cabe duda de que cualquier día, cuando menos lo espere, se me aparecerá para
preguntarme:
¿Ya te he dicho hoy cuánto te quiero?
Bobbie Probstein
La canción del corazón
Había una vez un hombre que se casó con la mujer de
sus sueños. Con su amor, ambos crearon una niñita, una pequeña radiante y
alegre, a quien el gran hombre amaba mucho.
Cuando ella era muy pequeña, él solía levantarla,
entonaba una melodía y bailaba con ella por la habitación, diciéndole:
—Te amo, mi niña.
La niñita fue creciendo, y el hombre la abrazaba y le decía:
—Te amo, mi niña.
Ella se enfurruñaba y decía:
—Ya no soy una niña.
Entonces el hombre se reía, diciendo:
—Para mí, tú siempre serás mi niña.
La niña, que ya no era una niña, se fue de casa para
descubrir el ancho mundo. A medida que se conocía mejor a sí misma, conocía
mejor al hombre.
Entendía que él era verdaderamente grande y fuerte,
porque ahora reconocía sus virtudes. Una de ellas era la capacidad para
expresar su amor a su familia.
No importaba dónde estuviera ella en el mundo; él la
llamaba para decirle: «Te amo, mi niña».
Llegó un día en que la niña, que ya no era una niña,
recibió una llamada telefónica. El gran hombre estaba enfermo. Le dijeron que
había tenido un ataque y estaba afásico. Ya no podía hablar y no estaban
seguros de que entendiera lo que se le decía. Ya no podía sonreír, ni reír, ni
andar, abrazar, bailar ni expresarle su amor a la niña, que ya no era una niña.
Entonces regresó al lado del gran hombre. Cuando entró
en la habitación y lo vio, le pareció pequeño y nada fuerte. Él la miró e
intentó hablar, pero no pudo.
La niñita hizo lo único que podía hacer. Se tendió en
la cama, junto al gran hombre. Las lágrimas brotaban de los ojos de ambos, y
ella abrazó sus hombros paralizados.
Con la cabeza apoyada en el pecho del enfermo, ella
pensó en muchas cosas. Se acordó de los momentos maravillosos que habían pasado
juntos y de cómo siempre se había sentido protegida y amada por el gran hombre.
Sentía dolor por la pérdida que habría de soportar, por las palabras de amor
que la habían reconfortado.
Y entonces oyó, en el pecho de él, el latido del
corazón. El corazón donde habían vivido siempre la música y las palabras. El
corazón seguía latiendo tercamente, despreocupado del daño que sufría el resto
del cuerpo. Y mientras ella descansaba, se produjo un momento mágico. Ella oyó
lo que necesitaba oír.
El corazón iba latiendo las palabras que la boca ya no
podía pronunciar...
Te amo, mi niña.
Te amo, mi niña.
Te amo, mi niña... Y se sintió consolada.
Patty Hansen
El auténtico amor
Moisés Mendelssohn, el abuelo del conocido compositor
alemán, estaba lejos de ser un hombre guapo. Además de ser bajo, tenía una
grotesca joroba.
Un día visitó a un comerciante de Hamburgo que tenía
una hija encantadora llamada Frumtje. Moisés se enamoró desesperadamente de
ella, pero a Frumtje le repugnaba su aspecto deforme.
Cuando llegó el momento de irse, Moisés reunió todo su
valor para subir las escaleras hasta la habitación de ella y tener una última
oportunidad de hablarle. Aunque ella era una visión de celestial belleza, a él
le causó profunda tristeza que se negara a mirarlo. Después de varios intentos
de entablar conversación, le preguntó tímidamente si ella creía que los
matrimonios se hacen en el cielo.
—Sí —respondió ella, sin dejar de mirar al suelo—. ¿Y
vos?
—Sí, también lo creo —fue la respuesta. Y continuó—:
Fijaos que en el cielo, en el momento del nacimiento de un niño, el Señor
anuncia con qué niña se ha de casar. Cuando yo nací, me mostraron a mi futura
esposa, pero el Señor añadió—: Pero tu mujer será jorobada. En ese mismo
momento, clamé: «Oh, señor, una mujer jorobada sería una tragedia. Os ruego que
me deis a mí la joroba y preservéis su belleza».
Entonces, Frumtje lo miró a los ojos y se sintió
conmovida por un profundo recuerdo. Le ofreció su mano a Mendelssohn y con el
tiempo llegó a ser su dedicada esposa.
Barry y Joyce Vissell
Sí
que importa quién eres
Una maestra
neoyorquina decidió homenajear a cada uno de sus alumnos del último curso de
bachillerato diciéndoles lo importantes que eran. Se valió de un procedimiento
ideado por Hélice Bridges de Del Mar, California, y fue llamando a la pizarra,
uno a uno, a todos los estudiantes. Primero fue diciendo a cada uno por qué él
(o ella) era importante tanto para la maestra como para la clase. Después les
fue dando una cinta azul que llevaba impreso, en letras doradas, el texto
siguiente: «Sí que importa quién soy».
Después decidió
investigar qué tipo de influencia tendría el hecho del reconocimiento sobre una
comunidad. Dio a cada uno de sus alumnos tres cintas más y les encargó que
difundieran en su medio esta ceremonia de reconocimiento. Luego debían hacer un
seguimiento de los resultados, ver quién reconocía los méritos de quién y, al
cabo de una semana, presentar un informe a la clase.
Uno de los chicos
de la clase fue a visitar a un joven ejecutivo, para reconocer la ayuda que
éste le había prestado en la planificación de su carrera.
Le dio una cinta
azul y se la prendió en la camisa. Después le entregó dos cintas más,
diciéndole:
—En clase estamos
realizando un proyecto de investigación sobre el reconocimiento y nos gustaría
que usted también encontrase a alguien merecedor de este honor, le diera una
cinta azul y otra para que esa persona, a su vez, pueda reconocer a una tercera
persona y así mantener en marcha esta ceremonia. Le ruego que después me
informe de lo que suceda.
El mismo día, el
joven ejecutivo fue a ver a su jefe que, en honor a la verdad, siempre se había
caracterizado por ser bastante gruñón y le dijo que lo admiraba profundamente
por su creatividad. El jefe pareció sorprendidísimo, más aún cuando su
colaborador le preguntó si aceptaría que le entregara la cinta azul y le
permitiría que se la prendiera.
—Bueno... sí, claro
—balbuceó el atónito jefe.
El joven ejecutivo
se la colocó en el pecho, sobre el corazón, y finalmente le dio la otra cinta,
preguntándole:
—¿Me haría usted el
favor de aceptar esa cinta y ofrecérsela a alguien que la merezca? El chico que
me las dio está haciendo un proyecto escolar y queremos que esta ceremonia de
reconocimiento continúe, para ver de qué manera afecta a la gente.
Esa noche, cuando
el jefe regresó a casa, llamó a su hijo de catorce años y, tras indicarle que
se sentara, le dijo:
—Hoy me pasó algo
de lo más increíble. Estaba en mi despacho cuando uno de los ejecutivos vino a
decirme que me admiraba y me dio una cinta azul por mi creatividad. ¡Imagínate,
piensa que soy un genio creativo! Después me puso en la solapa esta cinta azul
que dice «Sí que importa quién soy» y me dio otra pidiéndome que se la diera a
alguien que a mi juicio la merezca. Esta noche, mientras volvía a casa, me puse
a buscar a alguien cuyos méritos quisiera reconocer y me acordé de ti. Eres tú
quien se merece este reconocimiento.
»Mi vida es
realmente un acoso, y cuando vuelvo a casa no te presto mucha atención. A veces
te grito por no traer notas suficientemente buenas de la escuela, pero no sé
bien por qué, esta noche quería sentarme aquí contigo y... bueno, decirte
simplemente que me importas. Además de tu madre, tú eres la persona más
importante que hay en mi vida. ¡Eres un chico estupendo y te quiero muchísimo!
El sorprendido
muchacho empezó a sollozar, y no podía dejar de llorar. Le temblaba todo el
cuerpo. Levantó los ojos hacia su padre y le dijo, entre lágrimas:
—Papá, estaba
pensando en suicidarme esta noche, creyendo que tú no me querías, ¡pero ahora
ya no es necesario!
De
uno en uno
En una puesta de
sol, un amigo nuestro iba caminando por una desierta playa mexicana. Mientras
andaba empezó a ver que, en la distancia, otro hombre se acercaba. A medida que
avanzaba, advirtió que era un nativo y que iba inclinándose para recoger algo
que luego arrojaba al agua. Una y otra vez arrojaba con fuerza esas cosas al
océano.
Al aproximarse más,
nuestro amigo observó que el hombre estaba recogiendo estrellas de mar que la
marea había dejado en la playa y que, una por una, volvía a arrojar al agua.
Intrigado, el
paseante se aproximó al hombre para saludarlo:
—Buenas tardes,
amigo. Venía preguntándome qué es lo que hace.
—Estoy devolviendo
estrellas de mar al océano. Ahora la marea está baja y ha dejado sobre la playa
todas estas estrellas de mar. Si yo no las devuelvo al mar se morirán por falta
de oxígeno.
—Ya entiendo
—replicó mi amigo—, pero sobre esta playa debe de haber miles de estrellas de
mar. Son demasiadas, simplemente. Y lo más probable es que esto esté sucediendo
en centenares de playas a lo largo de esta costa. ¿No se da cuenta de que es
imposible que lo que usted puede hacer sea de verdad importante?
El nativo sonrió,
se inclinó a recoger otra estrella de mar y, mientras volvía a arrojarla al
mar, contestó:
—¡Para ésta si que
es importante!
El
regalo
Bennet Cerf relata
este conmovedor episodio sobre un autobús que iba dando tumbos por un camino
rural en el sur de los Estados Unidos.
En un asiento iba
un delgadísimo anciano con un ramo de flores frescas en la mano. Al otro lado
del pasillo viajaba una muchacha cuyos ojos se volvían una y otra vez hacia las
flores. Cuando le llegó el momento de descender, impulsivamente, el anciano
dejó caer las flores sobre la falda de la chica.
—Ya veo que te
gustan las flores —explicó—, y creo que a mi mujer le gustaría que las
tuvieras. Le diré que te las he dado.
La joven le
agradeció las flores y se quedó mirando al anciano que, tras bajarse del
autobús, cruzó el umbral de un pequeño cementerio.
Bennet Cerf
Un
hermano así
A Paul, un amigo
mío, su hermano le regaló un automóvil por Navidad. En
Nochebuena, cuando
Paul salía de su despacho, encontró un pilluelo de la calle dando vueltas
alrededor del brillante coche nuevo, admirándolo.
—¿Es éste su coche,
señor? —le preguntó. Paul asintió con la cabeza.
—Me lo regaló mi
hermano por Navidad —respondió. El chico se quedó atónito.
—¿Quiere decir que
su hermano se lo dio y a usted no le costó nada? Vaya, ojalá... —se
interrumpió, vacilante.
Por cierto, Paul
sabía ya lo que el chico iba a decir: que ojalá él tuviera un hermano así. Pero
lo que realmente dijo lo conmovió hasta lo más hondo.
—Ojalá yo pudiera
ser un hermano así —continuó.
Paul lo miró,
atónito, e impulsivamente añadió:
—¿Te gustaría dar
una vuelta en mi coche?
—Oh, sí. Me
encantaría.
Tras un corto
recorrido, el chico le preguntó:
—Señor, ¿le
importaría pasar frente a mi casa?
Paul esbozó una
sonrisa, pensando que sabía lo que deseaba el chico: que sus vecinos vieran que
él podía volver a casa en un gran automóvil. Pero otra vez se equivocaba.
—¿Puede detenerse
allí, donde están esos dos escalones? —preguntó el niño.
Subió los escalones
corriendo y casi en seguida Paul lo oyó regresar con lentitud. Venía trayendo
en brazos a su hermanito tullido. Lo sentó en el escalón inferior y,
abrazándolo fuertemente, le señaló el coche.
—¿Ves, Buddy, es
como yo te dije? Su hermano se lo regaló por Navidad y
a él no le costó ni
un céntimo. Algún día yo te regalaré a ti uno igual a éste... para que tú
puedas ir solo a ver todas las cosas bonitas que hay en los escaparates de
Navidad, las que yo he tratado de contarte cómo son.
Paul bajó del coche
y sentó al pequeño en el asiento inmediato al del conductor. Con los ojos
brillantes, el hermano mayor se instaló junto a él, y esa víspera de Navidad
los tres iniciaron un memorable paseo. Paul aprendió cuál había sido la
intención de Jesús al decir: «Más bendición es dar...».
Dan Clark
El
coraje
—Entonces, ¿tú
crees que soy valiente? —preguntó la muchacha.
—Claro que sí.
—Quizá lo sea, pero
es porque he recibido la inspiración de algunos maestros. Te hablaré de uno.
Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntaria en el hospital de Stanford,
conocí a una niña, Liza, que sufría una rara enfermedad muy grave. Al parecer,
su única posibilidad de recuperación era una transfusión de sangre de su
hermanito de cinco años, que había sobrevivido milagrosamente a la misma
enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El
médico le explicó la situación al niño y le preguntó si estaría dispuesto a
donar sangre a su hermana. Lo vi vacilar apenas un momento antes de hacer una
inspiración profunda y responder: «Sí, lo haré si es para salvar a Liza».
Mientras se
realizaba la transfusión, el niño permaneció en una cama junto a la de su
hermana, sonriendo, como todos los presentes, al ver cómo el color volvía a las
mejillas de Liza. Después, su rostro palideció y se esfumó su sonrisa. Levantó
los ojos hacia el médico y le preguntó con voz temblorosa: «¿Empezaré a morirme
ahora mismo?».
En su inocencia de
niño, había entendido mal al médico y pensaba que tenía que dar a su hermana
toda su sangre.
—Sí —añadió la
narradora, he aprendido a ser valiente porque he tenido maestros inspirados.
Ed, el hombretón Cuando
llegué a la ciudad para presentar un seminario sobre cómo dirigir una empresa
con autoridad, un pequeño grupo de personas me llevó a cenar para ponerme al
corriente de la gente a quien tendría que dirigirme al día siguiente.
El líder manifiesto
del grupo era Ed, un corpulento hombretón de voz profunda y retumbante, que
mientras cenábamos me informó de que era mediador de conflictos laborales en
una gigantesca organización internacional.
Su trabajo
consistía en infiltrarse en ciertas divisiones de la empresa o de empresas
subsidiarias para finalmente quitarle el empleo al ejecutivo responsable de
ellas.
—Joe —me dijo—,
realmente no veo el momento de que llegue mañana, porque a toda esa gente le
hace falta escuchar a un tipo recio como tú. Ahora se enterarán de que mi
estilo es el correcto.
Con una sonrisa
tosca, me guiñó un ojo. Me limité a sonreír. Yo sabía que el día siguiente
sería diferente de lo que él esperaba.
Al día siguiente se
quedó sentado, impávido durante todo el seminario, y cuando terminó se fue sin
decirme nada.
Tres años después
regresé a aquella ciudad a presentar otro seminario de administración para el
mismo grupo de personas. Ed, el hombretón, estaba otra vez allí. A eso de las
diez, de pronto, se levantó para preguntarme en voz muy alta:
—Joe, ¿puedo decir
algo a esta gente?
—Claro —le respondí
con una sonrisa forzada—. Cuando alguien es tan grande como tú, Ed, puede decir
lo que quiera.
El hombretón siguió
diciendo.
—Todos vosotros,
muchachos, me conocéis, y algunos sabéis lo que me pasa, pero ahora quiero
compartirlo con todos. Joe, creo que cuando haya terminado me lo agradecerás.
—Cuando te oí
sugerir que todos, para llegar a ser realmente duros, teníamos que aprender a
decirle a la gente más próxima que la amamos, pensé que eso era un montón de
tonterías sentimentales. No entendía qué demonios tenía que ver eso con el
hecho de ser duros. Tú habías dicho que la dureza era como el cuero y la
rigidez como el granito, que una mente dura es abierta elástica, disciplinada y
tenaz. Pero yo no entendía qué tenía que ver el amor con todo eso.
—Esa noche, sentado
en el salón frente a mi mujer, tus palabras me seguían zumbando en la cabeza.
¿Qué clase de coraje necesitaría para decirle a mi mujer que la amaba? ¿Acaso
eso no podía hacerlo cualquiera? Tú también habías dicho que eso había que
hacerlo a la luz del día, no en el dormitorio. Descubrí que me estaba aclarando
la garganta para empezar y que no acababa de decidirme. Mi mujer me miró, me
preguntó qué había dicho y yo le contesté que nada. Después, de pronto, me
levanté, atravesé la habitación, le aparté nerviosamente el periódico y le
dije: "Alice, te amo". Durante un momento me miró, atónita, y después
sus ojos se llenaron de lágrimas y me dijo, suavemente:
"Ed, yo
también te amo, pero ésta es la primera vez en veinticinco años que me lo has
dicho de esta manera"».
»Estuvimos un rato
hablando de cómo el amor, si es suficiente, puede disolver toda clase de
tensiones y de pronto yo decidí, en el entusiasmo del momento, llamar a mi hijo
mayor que vive en Nueva York. En realidad jamás hemos mantenido una buena
relación. Cuando se puso al teléfono le dije como en un estallido: "Hijo,
si piensas que estoy borracho lo entenderé, pero no es eso. Es sólo que se me
ocurrió llamarte para decirte cuánto te quiero"».
»Al otro lado se
produjo una pausa y después le oí decir en voz baja:
«"Papá, creo
que ya lo sabía, pero es estupendo oírlo. Y quiero que sepas que yo también te
quiero"». Estuvimos charlando un rato y después llamé a mi hijo menor a
San Francisco. Con él había tenido más intimidad. Le dije lo mismo que al otro
y con éste también mantuve una charla realmente hermosa, como nunca la habíamos
tenido.
«Esa noche,
mientras estaba acostado, pensando, me di cuenta de que todas las cosas que
usted había dicho ese día, es decir, los elementos básicos de una auténtica
administración, adquirían un significado nuevo, y que yo podía tener una pista
sobre la forma de aplicarlos si realmente entendía y practicaba un firme
concepto de amor.
»Empecé a leer
libros sobre el tema y, por cierto, Joe, hay mucha gente importante que tiene
cosas que decir, y me di cuenta de lo enormemente práctico que resultaría en mi
vida un concepto del amor entendido así, tanto en casa como en el trabajo.
»Tal como algunos
de los aquí presentes ya sabéis, cambié realmente mi manera de trabajar con la
gente. Empecé a escuchar más y de verdad. Aprendí lo que era tratar de conocer
las virtudes de la gente en vez de concentrarme en sus debilidades. Empecé a
descubrir el auténtico placer de ayudarles a aumentar la confianza en sí
mismos. Quizá lo más importante de todo fue que realmente empecé a entender que
una manera excelente de mostrar amor y respeto por los demás es esperar de
ellos que usen sus propias fuerzas para alcanzar los objetivos que juntos hemos
definido.
«Joe, ésta es mi
manera de darte las gracias. Y, dicho sea de paso, ¡hablemos de algo práctico!
Ahora soy vicepresidente ejecutivo de la compañía y me adjudican un liderazgo
fundamental. Pues bien, muchachos, ¡ahora escuchad a este tipo!»
Joe Batten
El
amor y el taxista
El otro día, en
Nueva York, cogí un taxi con un amigo. Cuando nos bajamos, mi amigo le dijo al
taxista:
—Le agradezco el viaje.
Es usted un conductor estupendo.
Durante un segundo,
el hombre se quedó atónito. Después reaccionó:
—Oiga, ¿me está
tomando el pelo o qué?
—Nada de eso, amigo
mío, no tengo intención de molestarlo. Admiro la tranquilidad con que se mueve
en medio de semejante tránsito.
—Ah —farfulló el
conductor, y siguió su recorrido.
—¿A qué venía eso?
—pregunté.
—Estoy tratando de
restaurar el amor en Nueva York —me respondió mi amigo—. Creo que es lo único
capaz de recuperar la ciudad.
—¿Cómo es posible
que un solo hombre salve Nueva York?
—No es cuestión de
un solo hombre. Creo que a ese taxista le he cambiado el día. Suponte que haga
veinte viajes. Pues será amable con esos veinte pasajeros porque alguien fue
amable con él. Ellos, a su vez, serán más cordiales con sus empleados,
servidores o colaboradores, e incluso con sus respectivas familias. En última
instancia, la buena disposición podría extenderse a un millar de personas por
lo menos. No está mal, ¿no te parece? —Pero tú confías en que ese taxista
transmita tu buena disposición a los demás.
—No estoy confiando
en nada —respondió mi amigo—. Me doy cuenta de que el sistema no es totalmente
seguro. Hoy puedo encontrarme con diez personas muy diferentes, si de entre
esos diez puedo hacer felices a tres, finalmente podré influir en forma
indirecta sobre las actitudes de tres mil más. —Teóricamente suena bien
—admití—, pero no estoy seguro de que en la práctica funcione.
—Si no funciona no
se pierde nada. No perdí ni un minuto en decirle a ese hombre que estaba haciendo
muy bien su trabajo. Ni le di una propina mayor ni una más pequeña. Y si mis
palabras cayeron en oídos sordos, ¿qué importa? Mañana habrá algún otro taxista
a quien pueda tratar de hacer feliz.
—Oye, tú estás un
poco chiflado —señalé.
—Tus palabras demuestran
lo cínico que te has vuelto. Este asunto lo tengo estudiado. Lo que al parecer
les falta a nuestros empleados de correos, aparte de dinero, por cierto, es que
nadie les dice lo bien que están haciendo su trabajo.
—Pero si no están
haciendo bien su trabajo.
—Si no están
haciendo bien su trabajo es porque sienten que a nadie le importa cómo lo
hacen. ¿Por qué no decirles una palabra que les anime?
En ese momento
pasábamos junto a un edificio en construcción, donde cinco obreros estaban
almorzando. Mi amigo se detuvo.
—Qué trabajo
estupendo habéis hecho —señaló—. Debe de ser algo muy difícil y peligroso. Los
hombres lo miraron con desconfianza.
—¿Cuándo estará
terminado?
—En junio —gruñó
uno de ellos.
—Ah. Pues
realmente, es impresionante. Debéis de estar muy orgullosos.
Seguimos caminando
y yo le señalé: —No he visto a nadie como tú desde que leí el Quijote.
—Cuando esos
hombres asimilen mis palabras se sentirán más felices y, de alguna manera, su
felicidad será un beneficio para la ciudad.
—Pero, ¡esa no es
una tarea para que la hagas tú solo! —protesté yo—. Al fin y al cabo, no eres
más que un hombre.
—Lo más importante
es no descorazonarse. Intentar que la gente de la ciudad vuelva a ser feliz no
es tarea fácil, pero si puedo enrolar a más gente en mi campaña...
—Acabas de guiñarle
el ojo a una mujer feísima —le señalé.
—Ya lo sé —me
respondió—. Piensa que si es maestra de escuela hoy sus alumnos tendrán un día
fantástico.
Art Buchwald
Un simple gesto
Todo el mundo puede
ser grande... porque cualquiera puede servir. Para eso no necesitas tener un
título universitario. No necesitas hacer que sujeto y verbo concuerden. Lo único
que necesitas es un corazón pleno de gracia, un alma nacida del amor.
Martin Luther King
Mark volvía
caminando de la escuela cuando advirtió que el muchacho que caminaba delante de
él había tropezado y se le habían caído todos los libros que llevaba, además de
dos jerséis, un bate de béisbol, un guante y un pequeño magnetófono. Mark se
arrodilló para ayudarle a recoger los objetos desparramados y, como iban por el
mismo camino, le ayudó a llevar parte de la carga. Mientras caminaban, supo que
el chico se llamaba Bill, que le encantaban los vídeo-juegos, el béisbol y la
historia, que tenía muchos problemas con las demás asignaturas y que acababa de
romper con su novia.
Primero llegaron a
casa de Bill, donde invitaron a Mark a que entrara a tomar un refresco y a ver
la televisión un rato. La tarde pasó agradablemente, entre algunas risas y algo
de charla intrascendente, luego Mark se fue a su casa. Los dos chicos siguieron
viéndose en la escuela, almorzaron juntos un par de veces y, finalmente, ambos
terminaron la primaria. Casualmente fueron a la misma escuela secundaria, donde
siguieron teniendo breves contactos durante años. Finalmente, llegado el tan
esperado último año, tres semanas antes del día que finalizaban los cursos,
Bill le preguntó a Mark si podían conversar un rato. Le recordó aquel día, años
atrás, en que se habían conocido, y le preguntó:
—¿Nunca te
extrañaste de que ese día volviera a casa tan cargado de cosas?
Había vaciado mi
armario porque no quería cargar a nadie con ese desorden. Había ido guardando
algunas pastillas para dormir de mi madre y volvía a casa con intención de
suicidarme. Pero después de haber pasado un rato contigo, charlando y
riéndonos, me di cuenta de que si me hubiera matado habría perdido aquellos
momentos y muchos otros que podían haberles seguido.
Entonces, Mark, ya
ves que aquel día, cuando me recogiste los libros, hiciste mucho más... Me
salvaste la vida.
John W. Schlatter
La
sonrisa
Sonreíos los unos a
los otros; sonríe a tu mujer, sonríe a tu marido; sonreíd a vuestros hijos,
sonreíos sin que os importe a quién, y eso os ayudará a que crezca vuestro amor
por el otro.
Madre Teresa de
Calcuta
Muchos
norteamericanos conocen bien El principito, un libro
maravilloso escrito por Antoine de Saint-Exupéry. Es un libro que, sin dejar de
ser un cuento para niños, es también un recurso maravilloso para estimular el
pensamiento en los adultos. Muchos menos son los que tienen conocimiento de
otros escritos, novelas y cuentos del autor.
Saint-Exupéry era
un piloto de caza que luchó contra los nazis y murió en acción. Antes de la
segunda guerra mundial, luchó contra los fascistas en la guerra civil española.
A partir de aquella experiencia escribió un cuento fascinante con el título de La
sonrisa (Le sourire). Éste es el relato que quisiera compartir con vosotros ahora.
Aunque no está claro si la intención del autor era escribir un texto autobiográfico
o de ficción, yo prefiero creer en la primera posibilidad.
Cuenta el autor
que, capturado por el enemigo, lo confinaron en una celda.
Por las miradas
desdeñosas y el rudo tratamiento que recibió de sus carceleros, estaba seguro
de que al día siguiente lo ejecutarían. A partir de aquí contaré la historia
tal como la recuerdo, con mis propias palabras.
«Estaba seguro de
que me matarían, y me fui poniendo tremendamente inquieto y nervioso. Repasé
mis bolsillos en busca de algún cigarrillo que pudiera haber quedado en ellos
pese al registro y encontré uno que, con manos temblorosas, apenas pude
llevarme a los labios. Pero no tenía fósforos; eso sí se lo habían llevado.
»Por entre los
barrotes miré a mi carcelero, que evitaba mantener contacto conmigo. Después de
todo, nadie intenta mirar a los ojos a una cosa, a un cadáver. Decidí
preguntarle:
»—¿Tiene fuego, por
favor?
»Me miró, se
encogió de hombros y se acercó a encenderme el cigarrillo.
»Mientras se
acercaba para encender el fósforo, sin intención alguna, nuestros ojos se
cruzaron. En ese momento, sin saber por qué, le sonreí. Quizá fuera por
nerviosismo, tal vez porque cuando dos personas están muy cerca una de otra es
muy difícil no sonreír. En todo caso, le sonreí. En ese instante fue como si se
encendiera una chispa en nuestros corazones, en nuestras almas: éramos humanos.
Sé que aunque él no lo quería, mi sonrisa pasó a través de los barrotes y
provocó otra sonrisa en sus labios. Me encendió el cigarrillo y se quedó cerca,
mirándome directamente a los ojos, sin dejar de sonreír.
»También yo seguí
sonriéndole; ahora ya lo veía como a una persona, no como a un simple
carcelero. Pareció como si el hecho de que me mirara hubiera cobrado también
una nueva dimensión.
»—¿Tienes hijos?
—me preguntó.
»—Si, mira.
»Saqué la cañera y
busqué las fotos de mi familia. Él también sacó las fotos de sus hijos y empezó
a hablar de los planes y las esperanzas que ellos le inspiraban. A mí se me
llenaron los ojos de lágrimas. Le dije que temía no volver a ver nunca a mi familia,
no poder llegar a verlos crecer. A él también se le humedecieron los ojos.
»De pronto, sin
decir nada más, abrió la puerta y sin añadir palabra me guió hacia la salida.
Ya fuera de la cárcel, silenciosamente y por callejas apartadas, me condujo
fuera de la ciudad. Allí, ya casi en el límite, me dejó en libertad y, sin una
palabra más, regresó.
»Aquella sonrisa me
había salvado la vida.
Sí, la sonrisa...
el contacto espontáneo, natural, no afectado entre las personas. Éste es un
episodio que cuento en mi trabajo porque me gustaría que la gente pensara en
que, debajo de todas las capas defensivas que construimos para protegernos,
para proteger nuestra dignidad, nuestros títulos, nuestros grados, nuestro
estatus y nuestra necesidad de que nos vean de tal o cual manera... por debajo
de todo eso, sigue estando, auténtico y esencial, lo que somos. No me asusta
llamarlo alma. Realmente, creo que si esa parte de ti y esa parte de mí pudieran
reconocerse la una a la otra, no seríamos enemigos. No podríamos sentir odio ni
envidia ni miedo. Con tristeza llego a la conclusión de que todos esos estratos
que tan cuidadosamente vamos construyendo a lo largo de toda la vida, nos
distancian de los demás y nos aíslan de cualquier auténtico contacto con ellos.
El relato de Saint-Exupéry nos habla de ese momento mágico en que dos almas se
reconocen.
No he tenido más
que unos pocos momentos como aquél. Enamorarse es un ejemplo y también observar
a un bebé. ¿Por qué sonreímos cuando vemos un bebé? Quizá sea porque vemos a
alguien que aún no tiene todas esas barreras defensivas, alguien que, bien lo
sabemos, cuando nos sonríe lo hace de forma totalmente auténtica y sin engaños.
Y el alma de bebé que seguimos llevando dentro sonríe con melancólico
agradecimiento.
Amy Graham
Tras haber volado
toda la noche desde Washington, D. C, estaba cansado cuando llegué a mi
iglesia, la Mile High Church, en Denver, donde después de oficiar tres
servicios, tendría que dirigir un taller sobre la conciencia de la prosperidad.
Al entrar en la iglesia, el doctor Fred Vogt me preguntó si tenía noticias de
la existencia de la Fundación Pide un Deseo.
Le respondí que sí.
—Bueno —continuó—,
a Amy Graham le han diagnosticado una leucemia terminal. Apenas le dan tres
días de vida. Su último deseo es estar presente en sus servicios.
Quedé realmente
impactado. Sentí una combinación de júbilo, respeto y duda. No lo podía creer.
Pensaba que los chicos y chicas a punto de morir querrían que los llevaran a
Disneylandia o conocer a Sylvester Stallone, o a
Arnold
Schwarzenegger. ¿Cómo iban a querer pasarse sus últimos días escuchando a Mark
Victor Hansen? ¿Por qué una cría a quien no le quedaban más que unos pocos días
de vida iba a querer que le endilgaran un discurso sobre motivaciones? De
pronto, una voz interrumpió mis pensamientos.
—Aquí está Amy
—anunció Vogt mientras ponía la frágil mano de Amy en la mía. Ante mí estaba
una muchacha de diecisiete años con un turbante de brillantes colores rojo y
naranja que le ocultaba la cabeza, calva a causa de los tratamientos de
quimioterapia recibidos. El frágil cuerpo, debilitado, apenas se sostenía.
—Mis dos objetivos
—me dijo— eran terminar la escuela secundaria y escuchar su sermón. Los médicos
no creían que pudiera cumplir ninguno.
Pensaban que las
fuerzas no me alcanzarían. Me dejaron otra vez en manos de mis padres... Aquí
están, se los presento.
Los ojos se me
llenaron de lágrimas; sentí que me ahogaba, que me faltaba el equilibrio.
Estaba totalmente conmovido. Me aclaré la garganta, sonreí y dije: —Tú y tus padres
sois nuestros invitados. Os agradezco que hayáis querido venir.
Nos abrazamos, nos
secamos los ojos y nos separamos.
He estado presente
en muchos seminarios de curación en los Estados
Unidos, Canadá,
Malasia, Nueva Zelanda y Australia. He observado el trabajo de los mejores
sanadores y he estudiado, investigado, evaluado y cuestionado qué era lo que
funcionaba, por qué y cómo.
Aquel domingo por
la tarde dirigí un seminario en el que participaron Amy y sus padres. El
público abarrotaba la sala: más de un millar de personas ávidas de aprender, de
crecer, de ser cada vez más humanas. Humildemente, les pregunté si querían
aprender un procedimiento de curación que podría servirles para toda la vida.
Desde el escenario, parecía que todas las manos se hubieran levantado. El
sentimiento era unánime: querían aprender.
Enseñé al público a
frotarse enérgicamente las manos, a separarlas a una distancia de cinco o seis
centímetros y sentir la energía curativa. Después los dividí en parejas, para
que todos pudieran sentir la energía curativa que emanaba de cada uno de ellos
y fluía hacia el otro.
—Si necesitáis una
curación —les dije—, aceptadla aquí y ahora.
El público se
dispuso en forma alineada; el sentimiento era estático. Les expliqué que todos
tenemos energía curativa y potencial de curación. Al cinco por ciento de las
personas les brota de las manos con una intensidad de curación tan intensa que
podrían hacer de ella una profesión.
—Esta mañana —les
conté—, me presentaron a Amy Graham, una joven de diecisiete años cuyo último
deseo era concurrir a este seminario. Quiero traerla aquí y pediros a todos que
dejéis fluir hacia ella la energía de vuestra fuerza vital. Quizá podamos
ayudarla. Ella no me lo ha pedido, pero yo os lo estoy pidiendo espontáneamente
porque siento que es lo correcto.
—¡Sí, sí, sí!
—clamó el público.
El padre de Amy la
ayudó a subir al escenario. La niña tenía un aspecto de suma fragilidad, por la
quimioterapia, el reposo en cama y una falta absoluta de ejercicio físico. (Los
médicos no le habían permitido caminar durante las dos semanas previas al
seminario.)
Pedí al grupo que
se calentara las manos para enviarle su energía, después de lo cual, todos de
pie, le tributaron una cálida y conmovedora ovación.
Dos semanas más
tarde, Amy me telefoneó para decirme que su médico le había dado el alta, tras
una curación total. Dos años después volvió a llamar, esta vez para contarme
que se había casado.
He aprendido a no
subestimar jamás el poder de curación que todos tenemos. Siempre está ahí,
esperando a que lo usemos para el mayor bien común. Lo único que tenemos que
hacer es recordarlo.
Un
cuento para el día de San Valentín
Larry y Jo Ann eran
un matrimonio corriente. Vivían en una casa cualquiera, en una calle como
todas. Como cualquier otro matrimonio común, luchaban para llegar a fin de mes
y para dar a sus hijos todo lo necesario.
También eran como
todos en otro sentido: se peleaban. Gran parte de sus charlas se referían a lo
que no iba bien en su matrimonio y a cuál de los dos era el culpable.
Hasta que un día
sucedió algo extraordinario.
—Fíjate Jo Ann,
tengo una cómoda mágica, increíble. Cada vez que abro algún cajón está lleno de
calcetines o de ropa interior —dijo Larry—. Quiero agradecerte que los hayas
estado llenando durante todos estos años. Jo Ann se lo quedó mirando por encima
de las gafas.
—¿Qué es lo que
quieres, Larry?
—Nada. Sólo que
sepas que te doy las gracias por estos cajones mágicos.
Como aquella no era
la primera vez que Larry le salía con algo raro, Jo Ann olvidó el incidente
hasta pasados algunos días.
—Jo Ann, gracias
por haber anotado tan correctamente los números en el libro de gastos este mes.
Las dieciséis anotaciones son correctas: es todo un récord. Sin poder dar
crédito a sus oídos, Jo Ann levantó los ojos del calcetín que estaba zurciendo.
—Larry, si siempre
te estás quejando de que anoto mal los números, ¿por qué ahora no lo haces?
—Porque sí. Sólo
quería que supieras que me doy cuenta del esfuerzo que estás haciendo.
Jo Ann sacudió la
cabeza y siguió con sus remiendos. Para sus adentros, masculló: —¿Qué le estará
pasando?
Sin embargo, al día
siguiente, cuando Jo Ann hizo un cheque en la tienda, se fijó para asegurarse
de que había anotado bien el número del cheque.
—¿Por qué de pronto
les estoy dando importancia a estos estúpidos números? —se preguntó.
Trató de no hacer
caso del incidente, pero el extraño comportamiento de Larry se intensificó.
—Jo Ann, la cena ha
sido estupenda —le dijo una noche—. Te agradezco el esfuerzo. Vaya, si calculo
que en los últimos quince años habrás preparado más de catorce mil comidas para
mí y para los niños...
Otra vez fue: —Jo
Ann, la casa parece un espejo. Debes de haber trabajado muchísimo para que
tenga tan buen aspecto.
Y hasta: —Jo Ann,
te agradezco que seas como eres. Realmente, me da mucho placer tu compañía.
Jo Ann estaba
empezando a preocuparse. Se preguntaba qué se había hecho de los sarcasmos y de
las críticas.
Sus temores de que
a su marido le estaba pasando algo raro se vieron confirmados por la queja de
Shelly, su hija de dieciséis años, que le comentó: —Mamá, papá se ha vuelto
loco. Acaba de decirme que estaba guapa con todo este maquillaje y esta ropa de
estar por casa. No es propio de él. ¿Qué es lo que le pasa?
Fuera lo que fuere
lo que le pasara, Larry no cambiaba. Casi todos los días seguía haciendo algún
comentario positivo.
Pasadas varias
semanas, Jo Ann se fue acostumbrando al extraño comportamiento de su marido, e
incluso alguna vez se lo recompensó, a regañadientes, con un escueto «Gracias».
Se sentía orgullosa de ir manteniéndose a la altura de las circunstancias,
hasta que un día sucedió algo tan raro que la desorientó por completo:
—Como quiero que te
tomes un descanso —anunció Larry—, voy a fregar yo los platos, así que hazme el
favor de dejar esa sartén y sal de la cocina.
Después de una
larguísima pausa Jo Ann contestó:
—Gracias, Larry.
¡Te lo agradezco muchísimo!
Ahora el paso de Jo
Ann era un poco más ligero, su confianza en sí misma iba en aumento e incluso,
alguna vez, canturreaba por lo bajo. Además, parecía que ya no tenía tantos
ataques de melancolía. «Me gusta bastante la nueva forma de comportarse de
Larry», pensaba para sus adentros.
Aquí se acabaría el
cuento, de no ser porque un día sucedió otro acontecimiento de lo más
extraordinario. Esta vez, quien habló fue Jo Ann:
—Larry —dijo—,
quiero agradecerte que durante todos estos años hayas ido a trabajar para que a
nosotros no nos falte nada. Y creo que nunca te he expresado todo mi
agradecimiento.
Larry jamás ha
revelado las razones de su espectacular cambio de comportamiento, por más que
Jo Ann se ha esforzado en obtener de él una respuesta, de modo que éste seguirá
siendo, probablemente, uno de los misterios de la vida. Pero es un misterio con
el que me encanta convivir.
Porque, ya veis...
yo soy Jo Ann.
Jo Ann Larsen
Desert News
Carpe diem!
Alguien que destaca
como un ejemplo resplandeciente de valor al expresarse es John Keating, el
profesor dotado de un mágico poder de transformación que interpreta Robín
Williams en El club de los poetas muertos. En esta magistral
película, Keating toma un grupo de estudiantes inhibidos, tensos y espiritualmente
impotentes de un rígido internado y les inspira el deseo y la capacidad de
hacer de sus vidas algo extraordinario.
Tal como Keating
les muestra, estos jóvenes han perdido de vista sus propios sueños y
ambiciones. Están viviendo de forma automática los programas y las expectativas
que les han trazado sus padres. Su proyecto es llegar a ser médicos, abogados y
banqueros porque eso es lo que sus padres les han dicho que deben hacer. Pero
esos resecos personajes apenas han dedicado un momento a pensar qué es lo que
su corazón le pide a cada uno de ellos que exprese.
Una de las primeras
escenas de la película muestra cómo Keating lleva a los chicos al vestíbulo de
la escuela donde, en una vitrina llena de trofeos, se exhibe la colección de
fotos de las clases que se han ido graduando en años anteriores.
—Mirad estas fotos,
muchachos —les dice—. Los jóvenes a quienes contempláis tenían en los ojos el
mismo fuego que vosotros. Planeaban tomar el mundo por asalto y hacer de sus
vidas algo magnífico. Eso fue hace setenta años. Ahora están todos haciendo
crecer las margaritas. ¿Cuántos de ellos llegaron realmente a vivir sus sueños?
¿Hicieron lo que se habían propuesto lograr?
Entonces Keating,
mezclándose con el grupo de alumnos, en un susurro, les insta: —Carpe
diem! ¡Aprovechad el presente! Al principio, a los estudiantes los
desorienta ese extraño maestro, pero no tardan en empezar a captar la
importancia de sus palabras. Llegan a respetar y reverenciar a Keating, que les
ha ofrecido una visión nueva... o les ha devuelto su visión original.
Todos vamos por el
mundo con una especie de tarjeta de cumpleaños que nos gustaría entregar... con
una u otra expresión personal de júbilo, de creatividad o de vitalidad que
llevamos oculta bajo la camisa.
Un personaje de la
película, Knox Overstreet, se enamora locamente de una chica fantástica. Sólo
hay un problema: ella es la pareja de un atleta famoso.
Knox, entusiasmado
al máximo con esa hermosa criatura, no está lo bastante seguro de sí mismo como
para abordarla. Pero recuerda el consejo de Keating: «¡Aprovechad el presente!»
y se da cuenta de que no puede seguir soñando: si quiere ganársela algo tendrá
que hacer al respecto. Y lo hace. Audaz y poéticamente le declara sus
sentimientos más tiernos. En el proceso, ella lo rechaza, su novio le da un
puñetazo en la nariz y Knox se enfrenta a los golpes aunque acaba vencido. Como
no está dispuesto a renunciar a su sueño, va en pos de lo que su corazón desea.
En última instancia, ella siente la autenticidad de su sentimiento y le abre su
corazón. Aunque Knox no es especialmente guapo, ni muy popular, el poder y la
sinceridad de su intención terminan por conquistarla. Él ha conseguido
convertir su propia vida en algo extraordinario.
Yo también he
tenido ocasión de practicar el consejo de Keating «¡aprovechad el presente!».
Me quedé embobado por una chica monísima que conocí en una tienda de animales.
Era menor que yo y tenía un estilo de vida muy diferente al mío, tampoco
teníamos muchos temas en común, pero sentía que nada de aquello importaba. Yo
disfrutaba estando con ella y me parecía que ella también sentía lo mismo.
Supe que se acercaba
su cumpleaños y decidí invitarla a salir. Estaba a punto de llamarla y me quedé
mirando el teléfono durante casi media hora.
Después marqué el
número y colgué antes de que empezara a sonar. Entre la emoción de la
expectativa y el miedo al rechazo, me sentía como un adolescente. Una voz desde
el infierno insistía en decirme que yo no le gustaría y que por mi parte era
tener mucha cara invitarla a salir. Pero me sentía tan entusiasmado ante la
posibilidad de estar con ella que no me dejé vencer por el miedo y, finalmente,
me animé a llamarla. Me agradeció la invitación, pero me dijo que ya tenía una
cita.
Me quedé hecho
polvo. La misma voz que me había dicho que no la llamara me aconsejó también
que abandonara antes de sentirme más avergonzado. Pero yo estaba empeñado en
ver qué alcance tenía aquella atracción. Dentro de mí había más cosas que
querían cobrar vida. Tenía que expresar los sentimientos que me inspiraba
aquella mujer.
Compré una bonita
tarjeta de cumpleaños en la que escribí una breve nota poética. Me dirigí a la
tienda de animales donde ella trabajaba. Al aproximarme a la puerta, la misma
voz inquietante me advirtió: «Y si no le gustas, ¿qué? Si te rechaza, ¿qué?».
Como me sentía vulnerable, guardé la tarjeta bajo la camisa.
Decidí que si ella
me mostraba algún signo de afecto, se la daría; si se mostraba indiferente, la
dejaría escondida. Así no correría riesgos y me evitaría un rechazo que podría
avergonzarme.
Conversamos un rato
sin que yo recibiera de ella ningún signo, ni en un sentido ni en otro y, como
me sentía incómodo, inicié la retirada. Pero cuando me aproximaba a la puerta,
escuché otra voz, que me hablaba en un susurro y que se parecía bastante a la
de Mr. Keating. «Recuerda a Knox Overstreet... Carpe Diem» Me vi
enfrentado ante la necesidad de expresar mis sentimientos por un lado y la
resistencia a afrontar la inseguridad que me producía sincerarme por otro.
¿Cómo puedo andar por ahí diciendo a los demás que den vida a sus aspiraciones,
cuando yo no estoy viviendo las mías? Además, ¿qué era lo peor que podía
suceder? Cualquier mujer estaría encantada de recibir una felicitación en su
cumpleaños, y además, poética. Decidí aprovechar el día. Mientras tomaba la
decisión sentí que una oleada de audacia corría por mis venas: mi intención era
poderosa.
Me sentí mucho más
satisfecho y en paz conmigo mismo de lo que me había sentido en mucho tiempo...
Tenía que aprender a abrir el corazón y a brindar amor sin pedir nada a cambio.
Saqué la tarjeta de
donde la tenía escondida, me di la vuelta, fui hasta el mostrador y se la di.
Mientras se la entregaba me sentí increíblemente vivo y emocionado... y además,
tenía miedo. (Fritz Perls decía que el miedo es «una excitación sin aliento».)
Pero lo hice. Y, ¿sabéis una cosa? A ella no le impresionó especialmente. Me
dio las gracias e hizo a un lado la tarjeta, sin siquiera abrirla. Se me cayó
el alma a los pies. Me sentía decepcionado y rechazado. No obtener respuesta
alguna era peor que un rechazo inequívoco.
Tras un «adiós» de
cortesía, salí de la tienda y entonces sucedió algo sorprendente. Empecé a
sentirme eufórico. Desde mí interior brotó una oleada de satisfacción que me
inundó por completo. Había expresado mis sentimientos ¡y me sentía muy bien!
Había cruzado la frontera del miedo hasta salir a la pista de baile. Sí, había
estado un poco torpe, pero lo había hecho. («Hazlo temblando si es necesario
—decía Emmet Fox—, ¡pero hazlo!») Había puesto en juego mi corazón sin pedir
garantía por los resultados. No ofrecí para, a mi vez, recibir algo. Le hice
ver mis sentimientos sin esperar una respuesta determinada.
La dinámica que se
requiere para que una relación funcione es la siguiente: sigue poniendo tu amor
ahí fuera.
Al interiorizarse,
mi euforia se transformó en cálida beatitud. Me sentí más satisfecho y en paz
conmigo mismo de lo que me había sentido en mucho tiempo. Me di cuenta del
sentido de todo lo ocurrido: yo necesitaba aprender a abrir mi corazón y a dar
amor sin esperar ni pedir nada a cambio. El sentido de aquella experiencia no era
crear una relación con aquella mujer, sino profundizar mi relación conmigo
mismo. Y lo había hecho. Keating se habría sentido orgulloso. Pero lo más
importante era que yo me sentía orgulloso.
Desde entonces no
he visto mucho a aquella chica, pero esa experiencia ha cambiado mi vida.
Mediante aquella simple interacción vi claramente cuál es la dinámica necesaria
para que cualquier relación (y quizá el mundo entero) funcione: No dejes nunca
de mostrar tu amor.
Creemos que cuando
no recibimos amor, eso nos duele, pero lo que nos duele no es eso. El dolor nos
acomete cuando no ofrecemos amor. Hemos nacido para amar. Se podría decir que
somos máquinas de amor creadas por Dios. Cuando mejor funcionamos es cuando
estamos dando amor. El mundo nos ha llevado a creer que nuestro bienestar
depende de que los demás nos amen, pero este es el tipo de pensamiento puesto
patas arriba que tantos problemas nos ha causado. La verdad es que nuestro
bienestar depende de que ofrezcamos amor: no de lo que nos devuelven a nosotros,
¡sino de lo que nosotros ofrecemos!
Alan Cohen
Te
conozco, ¡tú eres igual que yo!
Stan Dale es uno de
nuestros amigos más íntimos. Stan dirige un seminario sobre el amor y las
relaciones, con el título «Sexualidad, amor e intimidad». Hace varios
años, en su interés por llegar a saber cómo era realmente la gente en la Unión
Soviética, se fue allí a pasar dos semanas en compañía de otras veintinueve
personas. Cuando narró sus experiencias en la hoja informativa que él mismo
publica, una de las anécdotas nos afectó en lo más profundo.
Mientras andaba por
un parque en la ciudad industrial de Jarkov, vi a un anciano veterano ruso de
la segunda guerra mundial. Es fácil identificarlos por las medallas y cintas
que todavía exhiben orgullosamente en sus camisas y chaquetas. No lo hacen por
exhibicionismo, es la forma que tienen en su país de homenajear a quienes les
ayudaron a salvar Rusia, por más que los nazis mataran a veinte millones de
rusos. Me acerqué a aquel anciano que estaba allí sentado con su mujer y le
dije: «Droozhba, emin (amistad y paz). El hombre me miró con
incredulidad, tomó la insignia que habíamos hecho para aquel viaje y que decía
«amistad» en ruso y mostraba los mapas de los Estados Unidos y de la Unión
Soviética, sostenidos por dos manos amistosas, y me preguntó:
—¿Amerikanski?
—Da,
amerikanski —le respondí—. Droozhba, emir.
Me cogió ambas
manos como si fuéramos hermanos que no se habían visto desde hacía tiempo, y
volvió a repetir: «¡Amerikanski!», pero esta vez había reconocimiento y afecto
en su voz.
Durante algunos
minutos él y su mujer me hablaron en ruso, como si yo pudiera entenderlos, y yo
les hablé en inglés como si creyera que él me entendía. Y ¿sabéis qué? Ninguno
de los dos entendió una palabra, pero es indudable que nos comprendimos. Nos
abrazamos, nos reímos y lloramos, repitiendo todo el tiempo «Droozhba,
emir, amerikanski. «Te amo, estoy orgulloso de estar en tu país, nosotros no
queremos la guerra. ¡Te amo!"
Pasados unos cinco
minutos, nos dijimos adiós y los siete que formábamos nuestro pequeño grupo
seguimos andando. Quince minutos después, cuando estábamos ya a considerable
distancia, el mismo viejo veterano nos alcanzó. Se me acercó, se quitó la
medalla de la Orden de Lenin (probablemente su posesión más preciada) y me la
prendió en la solapa. Después me besó en los labios y me dio uno de los abrazos
más cálidos y afectuosos que jamás he recibido. Y los dos lloramos, nos miramos
a los ojos durante un tiempo larguísimo y nos despedimos con un «Dossvedanya»
(adiós). El relato anterior es un símbolo de todo nuestro viaje de «Diplomacia ciudadana»
a la Unión Soviética. Cada día encontrábamos cientos de personas en todos los
lugares posibles e imposibles. Ni los rusos ni nosotros volveremos jamás a ser
los mismos. Ahora hay cientos de escolares de las tres escuelas que visitamos
que ya no estarán tan dispuestos a pensar que los norteamericanos son gente que
quiere «nukearlo» (destruirlos con armas nucleares). Hemos bailado,
cantado y jugado con niños de todas las edades, y hemos intercambiado besos,
abrazos y regalos. Ellos nos dieron flores, pastas y dulces, insignias,
dibujos, muñecas... y, lo más importante, nos abrieron su corazón y su mente. En
más de una ocasión nos invitaron a presenciar sus bodas y a ningún miembro de
su familia biológica podrían haberlo aceptado, saludado y agasajado de forma
más cálida y afectuosa que a nosotros. Intercambiamos abrazos y besos, bailamos
y bebimos champán, cerveza y vodka con los novios, con los abuelos y con el
resto de la familia.
En Kursk fuimos
recibidos por siete familias rusas que se ofrecieron a agasajarnos con una
maravillosa cena y con su afable conversación. Cuatro horas más tarde, ninguno
de nosotros quería irse. Ahora, todos los de nuestro grupo tenemos una nueva
familia en Rusia.
La noche siguiente
nosotros agasajamos a «nuestra familia» en el hotel. La banda tocó casi hasta
medianoche y... ¿qué os imagináis? Una vez más, comimos, bebimos, charlamos,
bailamos y lloramos cuando llegó la hora de despedirnos. Y bailamos cada canción
como si fuéramos amantes apasionados... porque eso éramos, exactamente.
Podría seguir
hablando eternamente de nuestras experiencias y, sin embargo, no habría manera
de transmitiros exactamente cómo nos sentíamos.
¿Cómo os sentiríais
vosotros, al llegar a vuestro hotel en Moscú, si os estuviera esperando un
mensaje telefónico de la oficina de Míhail Gorbachov, diciendo que lamenta no
poder veros ese fin de semana porque no está en la ciudad, pero que en cambio
ha dispuesto, para todo vuestro grupo, una reunión de dos horas, una mesa
redonda con una media docena de miembros del Comité Central? Y con ellos
mantuvimos una conversación sumamente franca sobre mil cosas, incluso sobre
sexualidad.
¿Cómo os sentiríais
si más de una docena de ancianas, con sus babushkas [pañolones]
anudadas bajo el mentón, bajaran de sus viviendas para abrazaros y besaros?
¿Qué sentiríais cuando vuestras guías, Tania y Natasha, os dijeran dijeran a
todo el grupo) que no habían visto jamás a nadie como vosotros? Y cuando nos
fuimos, todos, los treinta, lloramos porque nos habíamos enamorado de aquellas
mujeres fabulosas, y ellas de nosotros. ¿Cómo os sentiríais? Probablemente,
igual que nosotros.
Está claro que cada
uno tuvo su propia experiencia, pero es indudable que en el total hay algo que
destaca especialmente: la única forma en que vamos a asegurar la paz sobre este
planeta es adoptar como «nuestra familia» al mundo entero. Vamos a tener que
abrazarlos y besarlos, y bailar y jugar con ellos. Tendremos que sentarnos a
hablar, pasearemos y jugaremos juntos. Porque, cuando lo hagamos, descubriremos
que es verdad que existe la belleza en cada uno de nosotros, que todos nos
complementamos los unos con los otros y que todos empobreceríamos si no nos
tuviéramos mutuamente. Entonces el dicho «Te conozco porque tú eres como yo»
tendría un significado más profundo: «¡Ésta es «mi familia», y con ellos estaré
pase lo que pase!».
La
más dulce de las necesidades
Por lo menos una
vez al día nuestro viejo gato negro se acerca a alguno de nosotros de una
manera que todos hemos llegado a reconocer como especial. No significa que
quiera que le den de comer ni que lo dejen salir, ni nada por el estilo. Lo que
necesita es algo muy diferente.
Si tiene un regazo
a mano, se sube a él de un salto; si no, lo más probable es que se quede ahí,
con aire nostálgico, hasta que vea que hay uno preparado. Una vez acomodado en
él, empieza a ronronear antes incluso de que uno le acaricie el lomo, le rasque
bajo el mentón y le diga una y otra vez que es un gato estupendo. Después, con
su «motor» acelerado al máximo, se acomoda hasta encontrar la posición que le
gusta y se instala. De vez en cuando, su ronroneo se descontrola y se convierte
en ronquido; entonces te mira con los ojos abiertos de adoración y te dedica
ese prolongado ir cerrando los ojos que es la muestra final de la confianza de
un gato. Al cabo de un rato, poquito a poco, se va quedando quieto. Si siente
que todo va bien, puede ser que se quede en el regazo para echarse una cómoda siestecita.
Pero es igualmente probable que vuelva a bajar de un salto y se vaya a atender
sus cosas. Sea como fuere, la razón la tiene él.
—Blackie quiere
que lo «ronroneen» —dice simplemente nuestra hija.
En casa no es el
único que tiene esa necesidad: yo la comparto y mi mujer también. Sabemos que
no es una necesidad exclusiva de ningún grupo de edad, pero aun así, como yo no
sólo soy padre, sino además profesor, la asocio especialmente con los chicos,
con su necesidad rápida e impulsiva de un abrazo, de un regazo acogedor, de una
mano amiga, de una manta cálida, no porque nada les falte, no porque sea
necesario, sino simplemente porque ellos son así.
Hay un montón de
cosas que me gustaría hacer por todos los niños y, si sólo pudiera hacer una,
sería ésta: asegurar a cada niño que, esté donde esté, tendrá por lo menos un
buen ronroneo cada día.
Porque los niños,
como los gatos, necesitan su tiempo de ronroneo.
Bopsy
La joven madre
miraba fijamente a su hijo, que estaba muriéndose de leucemia. Por más que
tuviera el corazón lleno de tristeza, también tenía un intenso sentimiento de
determinación. Como cualquier padre o madre, quería que su hijo creciera y
pudiera cumplir todos sus sueños, pero eso ya no sería posible: la leucemia lo
impediría. Sin embargo, ella seguía queriendo que se cumplieran los sueños de
su hijo.
Cogió la mano del
pequeño y le preguntó: —Bopsy, ¿has pensado alguna vez qué querrías ser cuando
crecieras? ¿Has soñado con lo que te gustaría hacer en la vida? —Mami, yo
siempre quería ser bombero cuando creciera.
Ella le sonrió y
dijo: —Vamos a ver si podemos conseguir que tu deseo se realice.
Ese mismo día, más
tarde, se fue al cuartel local de los bomberos de su pueblo, Phoenix, en
Arizona. Allí habló con Bob, un bombero que tenía el corazón tan grande como
todo el pueblo. Le explicó cuál era el último deseo de su hijo y le preguntó si
sería posible que el pequeño diera una vuelta a la manzana en uno de los
camiones de bomberos.
—Vamos —dijo Bob—,
podemos hacer algo mucho mejor. Si usted tiene listo al niño el miércoles
próximo a las siete de la mañana, lo nombraremos bombero honorario durante todo
el día. Puede venir al cuartel de bomberos, comer con nosotros y acompañarnos
cada vez que salgamos. Y si usted nos da sus medidas, le encargaremos un
verdadero uniforme de bombero, con un sombrero de verdad, no de juguete, con el
emblema de los Bomberos de Phoenix, un impermeable amarillo como el que
nosotros usamos y botas de goma. Como todo eso se fabrica aquí, en Phoenix, lo
tendremos muy pronto. Tres días después el bombero Bob fue a buscar a Bopsy, le
puso su uniforme de bombero y lo acompañó al camión, que los esperaba con todo
su equipo. Bopsy, sentado al fondo del camión, ayudó a conducirlo de nuevo al cuartel.
Se sentía en el cielo.
Ese día, en Phoenix,
hubo tres alarmas de incendio, y Bopsy salió con los bomberos las tres veces.
Fue en los diferentes vehículos, en el del equipo médico e incluso en el coche
del jefe de bomberos. Además, le grabaron un vídeo para el noticiero local.
El hecho de haber
visto realizarse su sueño, unido a todo el amor y la atención que le
prodigaron, conmovió tan profundamente a Bopsy que vivió tres veces más de lo
que ningún médico hubiera creído posible. Una noche, todas sus constantes
vitales empezaron a deteriorarse de forma alarmante y la jefa de enfermeras,
que defendía la idea de que nadie debe morir solo, empezó a llamar a todos los
miembros de la familia para que acudieran al hospital. Después, al recordar el
día que Bopsy había pasado como bombero, llamó al jefe para preguntarle si
sería posible enviar al hospital un bombero de uniforme para que acompañara a
Bopsy en sus últimos momentos.
—Podemos hacer algo
mejor —respondió el jefe—. ¿Quiere usted hacerme un favor? Cuando oiga las
sirenas y vea los destellos de las luces, anuncie por el sistema de altavoces
que no hay un incendio; es sólo que el personal del departamento de bomberos
viene a ver por última vez a uno de sus miembros más valiosos. Y no olvide
abrir la ventana de la habitación de Bopsy. Gracias.
Cinco minutos
después, un camión llegó al hospital, extendió la escalera hasta la ventana de
Bopsy, en la tercera planta, y por ella treparon los dieciséis bomberos. Con el
permiso de su madre, todos fueron abrazándolo y diciéndole, uno tras otro,
cuánto lo querían.
Con su último
aliento, Bopsy preguntó, levantando los ojos hacia el jefe de bomberos:
—Jefe, ¿ahora ya
soy un bombero de verdad?
—Claro que lo eres,
Bopsy —le confirmó el jefe.
Al oír aquellas
palabras, Bopsy sonrió y cerró los ojos.
Se
venden cachorros
El propietario de
una tienda estaba colgando sobre la puerta un cartel que anunciaba: «Venta de
cachorros». Ese tipo de anuncios tienen la virtud de llamar la atención de los
niños y no tardó en aparecer un niñito bajo el cartel.
—¿A cuánto vende
usted los cachorros? —preguntó.
—Entre treinta y
cincuenta dólares —respondió el dueño de la tienda.
El pequeño rebuscó
en sus bolsillos y sacó algunas monedas.
—Sólo tengo dos
dólares y treinta y siete centavos —anunció—. ¿Puedo verlos, por favor?
El dueño sonrió,
emitió un silbido y de la perrera salió Lady, que se
acercó corriendo por el pasillo de la tienda seguida por cinco minúsculas
bolitas de pelo. Uno de los cachorros seguía a los demás con dificultades.
Inmediatamente, el
niño se fijó en el perrito lisiado que cojeaba y preguntó:
—¿Qué le pasa a ese
perrito?
El dueño de la
tienda le explicó que el veterinario, al examinarlo, había descubierto que al
cachorrito le faltaba la fosa de articulación de la cadera.
—Pues ése es el
cachorrito que quiero comprar —exclamó el niño, entusiasmado.
—No creo que
quieras comprarlo —objetó el dueño de la tienda—, pero si realmente lo quieres,
te lo regalo.
El chiquillo se
ofendió mucho; miró a los ojos al dueño de la tienda, apuntándole con un dedo,
y declaró:
—No quiero que me
lo regale. Ese perrito vale tanto como cualquiera y le pagaré a usted lo que
valga. Es más, ahora le daré todo lo que tengo y le iré pagando cincuenta
centavos cada mes hasta completar su precio.
—En realidad, no
creo que quieras comprar el perrito —replicó el hombre—. Nunca podrá correr y
saltar y jugar contigo como los demás cachorritos.
Al oír estas
palabras, el chiquillo se inclinó para levantarse la pernera del pantalón,
mostrando una pierna gravemente deformada que se apoyaba en una ortopedia.
Levantó los ojos hacia el propietario de la tienda y respondió en voz baja:
—Bueno, yo tampoco
soy muy buen corredor y el cachorro necesitará a alguien que lo entienda.
Dan Clark
Aprende
a amarte a ti mismo
Oliver Wendell
Holmes concurrió una vez a una reunión en la cual él era el más bajo de los
presentes.
—Doctor Holmes
—bromeó un amigo—, yo diría que se siente usted pequeño entre unos hombrones como
nosotros.
—Pues sí—respondió
Holmes—, me siento como una moneda de un dólar entre un montón de peniques.
El
buda de oro
Y ahora, he aquí mi
secreto, un secreto muy simple: sólo con el corazón podemos ver como es debido;
lo esencial es invisible para nuestros ojos.
Antoine de
Saint-Exupéry En el otoño de 1988 a mi mujer, Georgia, y a mí nos invitaron a
dar una charla sobre autoestima y desarrollo óptimo en una conferencia en Hong
Kong. Como nunca habíamos estado en el Lejano Oriente, decidimos hacer además
un viaje a Tailandia.
Cuando llegamos a
Bangkok, se nos ocurrió hacer un tour que recorría los templos budistas más
famosos de la ciudad. En compañía de nuestro intérprete y chófer, Georgia y yo
visitamos ese día numerosos templos budistas, pero al cabo de un rato todos
empezaron a mezclarse en nuestro recuerdo.
Sin embargo, entre
ellos hubo uno que nos dejó una impresión indeleble en la mente y en el
corazón. Se le conoce como el Templo del Buda de Oro y en realidad es muy
pequeño, probablemente no mida más que tres por tres metros; pero al entrar nos
quedamos impresionados por la presencia de un buda de oro macizo de algo más de
tres metros de altura. Pesa más de dos toneladas y media, y está valorado en
aproximadamente ¡ciento noventa y seis millones de dólares! Era realmente un
espectáculo impresionante ver ese buda de oro macizo, imponente pese a la bondad
que transmitía su calma sonrisa. Mientras nos sumergíamos en las actividades
normales de quien visita lugares hasta entonces sólo conocidos por referencia
(es decir, sacar fotografías de la estatua, entre expresiones de admiración),
me acerqué a un expositor de cristal que contenía un gran trozo de arcilla, de
unos veinte centímetros de espesor por treinta de ancho. Junto a la urna de
cristal había una página mecanografiada que narraba la historia de aquella
magnífica obra de arte. En 1957 un grupo de monjes de un monasterio tuvo que
trasladar un buda de arcilla desde su templo a un nuevo emplazamiento. El
monasterio debía cambiar de sitio para dejar paso a la construcción de una
carretera que atravesaba Bangkok. Cuando la grúa empezó a levantar el gigantesco
ídolo, su peso era tan tremendo que empezó a resquebrajarse, y para colmo
empezó a llover. El superior de los monjes, preocupado por el daño que podía
sufrir el sagrado buda, decidió bajar la estatua al suelo y cubrirla con una
recia lona que la protegiera de la lluvia.
Más tarde, él mismo
fue a verificar cómo estaba el buda e introdujo una linterna bajo la lona para
ver si la imagen seguía estando seca. Cuando la luz dio sobre una de las
grietas de la estatua, observó que algo resplandecía en su interior y eso le
llamó la atención. Al mirar más atentamente el destello de luz, se preguntó si
no podría haber algo debajo de la arcilla. Fue en busca de un martillo y empezó
a retirar la arcilla. Al ir desprendiéndose ésta el resplandor se fue haciendo
cada vez mayor. Se necesitaron muchas horas de trabajo para que el monje se
encontrase frente al extraordinario buda de oro macizo.
Los historiadores
creen que, varios siglos antes de que el superior descubriese el buda, el
ejército birmano estuvo a punto de invadir Tailandia, que entonces se llamaba
Siam. Los monjes, al darse cuenta de que su país no tardaría en ser atacado,
cubrieron de arcilla su precioso buda de oro para que no terminara formando
parte del botín de los birmanos. Los invasores pasaron a cuchillo a todos los
monjes y el secreto del buda de oro se mantuvo bien guardado hasta aquel
memorable día de 1957. Mientras volvíamos a los Estados Unidos en un avión,
empecé a pensar que todos estamos, como el buda, cubiertos por una dura capa
creada por el miedo y que, sin embargo, encerrado en cada uno de nosotros hay
un «Buda de oro» o un «Cristo de oro» o una «esencia áurea» que es nuestro
verdadero ser. En alguna época de la vida, quizás entre los dos y los nueve
años, empezamos a cubrir nuestra «esencia áurea», nuestro ser natural. Y, de
manera muy parecida a lo que hizo el monje con el martillo, la tarea a que
ahora nos enfrentamos es la de volver a descubrir nuestra auténtica esencia.
Jack Canfield
Empieza
por ti mismo
Las siguientes
palabras están inscritas en la tumba de un obispo (1100 d.c.) en la cripta de
la abadía de Westminster:
Cuando yo era joven
y libre y mi imaginación no conocía límites, soñaba con cambiar el mundo. A
medida que me fui haciendo mayor y más prudente, descubrí que el mundo no
cambiaría, de modo que acorté un poco la visión y decidí cambiar solamente mi
país.
Pero eso también
parecía inamovible. Al llegar a mi madurez, en un último y desesperado intento,
decidí avenirme a cambiar solamente a mi familia, a los seres que tenía más
próximos, pero ¡ay!, tampoco ellos quisieron saber nada del asunto.
Y ahora que me
encuentro en mi lecho de muerte, de pronto me doy cuenta: «Sólo con que hubiera
empezado por cambiar yo mismo», con mi solo ejemplo habría cambiado a mi
familia. Y entonces, movido por la inspiración y el estímulo que ellos me
ofrecían, habría sido capaz de mejorar mi país y quién sabe si incluso no
hubiera podido cambiar el mundo.
Anónimo
¡Nada
más que la verdad!
David Casstevens,
del periódico Dallas Morning News, cuenta un episodio referente a Frank
Szymanski, estudiante de la Universidad de Notre Dame allá por los años
cuarenta, a quien habían llamado como testigo en un proceso civil en el South
Bend.
—Este año, ¿está
usted en el equipo de fútbol del Notre Dame?
—Sí, Señoría.
—¿En qué posición?
—Centro, Señoría.
—Y ¿qué tal centro
es?
Szymanski se
removió en su asiento, pero respondió con voz firme:
—Señor, soy el
mejor centro que jamás haya tenido el equipo de Notre Dame.
El entrenador Frank
Leahy, que se encontraba en la sala del tribunal, se quedó sorprendido:
Szymanski había sido siempre modesto y nada fanfarrón, de manera que, terminada
la sesión del tribunal, Leahy hizo un aparte con él para preguntarle por qué se
había expresado de esa manera. Szymanski se ruborizó.
—Me supo muy mal
hacerlo, entrenador —fue su respuesta—, pero es que, después de todo, estaba
bajo juramento.
Dallas Morning News
Cubriendo
todas las bases
A un niñito que
andaba hablando solo mientras caminaba por el patio de su casa, tocado con su gorra
de béisbol y jugueteando con la pelota y el bate, se le oyó decir
orgullosamente:
—Soy el mejor
jugador de béisbol del mundo.
Después arrojó la
pelota al aire, intentó darle con el bate y erró. Impávido, recogió la pelota,
la lanzó al aire y se reafirmó diciendo:
—¡Soy el mejor
jugador que hay!
Repitió el intento
de asestar un golpe a la pelota y, tras volver a fallar, se detuvo un momento a
examinar minuciosamente el bate y la bola. Luego, arrojó una vez más la pelota
al aire y dijo:
—Soy el mejor jugador
de béisbol que jamás haya habido.
Volvió a asestar el
golpe con el bate y una vez más erró a la pelota.
—¡Uau! —exclamó—:
¡Vaya lanzador!
Fuente
desconocida
Un niñito estaba
dibujando algo y su maestra le dijo:
—Qué cosa más
interesante. Cuéntame qué es.
—Es una imagen de
Dios.
—Pero nadie sabe
qué aspecto tiene Dios.
—Pues cuando yo
termine lo sabrán.
Mi
declaración de autoestima
Con ser lo que soy
ya es suficiente; sólo hace falta que lo sea abiertamente.
Cari Rogers Escribí
las palabras que siguen en respuesta a la pregunta de una niña de quince años:
«¿Cómo puedo prepararme para tener una vida satisfactoria?».
Yo soy yo.
En el mundo entero
no hay nadie que sea exactamente como yo. Hay personas que tienen cosas que se
me parecen, pero nadie llega a ser exactamente como yo. Por lo tanto, todo lo
que sale de mí es auténticamente mío porque sólo yo lo elegí.
Soy dueña de todo
lo que me constituye: mi cuerpo y todo lo que mi cuerpo hace, mi mente y con
ella todos mis pensamientos e ideas, mis ojos y también las imágenes de todo lo
que ellos ven, mis sentimientos, sean los que fueren (enfado, júbilo,
frustración, amor, desilusión, entusiasmo); mi boca y todas las palabras que de
ella salen (corteses, dulces o ásperas, correctas o incorrectas), mi voz, áspera
o suave, y todas mis acciones, ya se dirijan a otros o a mí misma. Soy dueña de
mis propias fantasías, de mis sueños, mis esperanzas y mis miedos.
Son míos todos mis
triunfos y mis éxitos, mis fallos y mis errores.
Como soy dueña de
todo lo que hay en mí, puedo relacionarme íntimamente conmigo misma. Al
hacerlo, puedo amarme y ser amiga de todo lo que hay en mí. Entonces puedo
trabajar toda yo, sin reserva, para mi mejor interés.
Sé que en mí hay
aspectos que no entiendo, y otros que no conozco, pero mientras me acepte y me
quiera puedo, con ánimo valiente y esperanzado, buscar las soluciones a los
enigmas y las maneras de saber más cosas de mí misma.
Todo lo que miro y
digo, cualquier cosa que exprese y haga, y todo aquello que piense y sienta en
un momento dado, soy yo. Todo esto es auténtico y representa dónde estoy en ese
momento del tiempo.
Cuando más adelante
evoque qué aspecto tenía y cómo hablaba, lo que decía y lo que hacía, cómo
pensaba y sentía, algunas partes pueden parecerme fuera de lugar. Puedo
descartar lo que no me viene bien y conservar lo que me parezca adecuado, e
inventarme algo nuevo que reemplace a lo que haya descartado.
Puedo ver, oír,
sentir, decir y hacer. Tengo los recursos para sobrevivir, para estar próxima a
los demás, para ser productiva, para encontrar sentido y orden en el mundo de
las personas y las cosas que existen fuera de mí.
Soy mi propia
dueña, y por lo tanto puedo hacerme a mí misma. Soy yo, y estoy bien tal como
soy.
Virginia Satir
La
indigente
Solía dormir en la
oficina de Correos de la calle Cinco. Yo alcanzaba a olería antes de dar la
vuelta a la esquina y llegar a donde ella dormía, junto a los teléfonos
públicos. Olía a la orina que se le escurría por entre las sucias capas de ropa
y a las caries de su boca casi desdentada. Si no dormía, entonces pasaba el tiempo
mascullando incoherencias.
A las seis de la
tarde cierran la oficina de Correos para mantener fuera a los vagabundos, ella
se enrosca en la acera, hablando consigo misma, moviendo la boca como si
tuviera las mandíbulas desencajadas, atenuados sus olores por la suave brisa.
Una vez, el día de
Acción de Gracias, nos sobró tanta comida que yo la envolví, me disculpé un
momento y conduje el coche en dirección a la calle
Cinco.
La noche era
gélida. Las hojas giraban en remolinos por las calles y apenas había alguien en
la calle, aunque sólo unos pocos de aquellos desamparados estaban abrigados y
cómodos en algún hogar o asilo; pero yo sabía que la encontraría.
Estaba vestida como
siempre: las cálidas capas de lana ocultaban el viejo cuerpo encorvado. Sus
manos huesudas sujetaban un «precioso» carro de la compra. Estaba acuclillada
contra una verja de alambre, frente al parque infantil, al lado de la oficina
de Correos. «¿Por qué no habrá escogido algún lugar más protegido del viento?»
pensé, dando por supuesto que estaba tan chiflada que ni siquiera tenía el
sentido común necesario para acurrucarse en algún portal.
Aproximé al
bordillo mi reluciente coche, bajé el cristal de la ventanilla y le dije: —Madre...
tal vez quisiera...
Se quedó azorada
ante la palabra «madre». Pero es que era... es... de una manera que no puedo
entender bien.
—Madre —volví a
empezar—, le he traído un poco de comida. ¿Le gustaría un poco de pavo relleno
y pastel de manzana?
Al oírme, la
anciana me miró y me dijo muy claramente, con nitidez, mientras los dos dientes
de abajo, flojos, se le movían mientras hablaba:
—Oh, muchísimas
gracias, pero en este momento estoy llena. ¿Por qué no le llevas eso a alguien
que realmente lo necesite?
Sus palabras eran
claras, sus modales refinados. Después me dio por despedida y volvió a hundir
la cabeza entre los harapos.
Bobbie Probstein
Las
reglas para ser humano
1. Recibirás
un cuerpo
Puede ser que te
guste o que lo odies, pero será tuyo durante todo el tiempo que pases aquí.
2. Aprenderás
lecciones
Estás anotado a
tiempo completo en una escuela informal que se llama vida. Cada día que pases
en ella tendrás oportunidad de aprender lecciones. Puede ser que las lecciones
te gusten como que te parezca que no vienen al caso o que son estúpidas.
3. No hay
errores, sólo lecciones
El crecimiento es
un proceso de ensayo y error: la experimentación. Los experimentos fallidos son
parte del proceso en igual medida que los que, en última instancia, funcionan.
4. Una
lección se repite hasta que está aprendida
Cada lección se te
presentará en diversas formas hasta que la hayas aprendido. Cuando eso suceda
podrás pasar a la lección siguiente.
5. El
aprendizaje no tiene fin
No hay en la vida
ninguna parte que no contenga lecciones. Si estás vivo, aún te quedan lecciones
que aprender.
6. «Allí»
no es mejor que «aquí» Cuando tu «allí» se ha convertido en un
«aquí», simplemente habrás obtenido otro «allí» que te parecerá nuevamente
mejor que «aquí».
7. Los demás
no son más que espejos que te reflejan
No puedes amar ni
odiar nada de otra persona a menos que refleje algo que tú amas u odias en ti
mismo.
8. Lo que
hagas de tu vida es cosa tuya
Tienes todas las
herramientas y recursos que necesitas, lo que hagas con ellos es cosa tuya. La
elección es tuya.
9. Tus
respuestas están dentro de ti
Las respuestas a
las cuestiones de la vida están dentro de ti. Sólo tienes que mirar, escuchar y
confiar.
10. Te
olvidarás de todo esto
11. Puedes
recordarlo siempre que quieras
Anónimo
Los niños aprenden lo que viven
Si los
niños conviven con las críticas, aprenden a condenar.
Si los
niños conviven con la hostilidad, aprenden a pelear.
Si los
niños conviven con el miedo, aprenden a ser cobardes.
Si los
niños conviven con la compasión, aprenden a compadecerse de sí mismos.
Si los
niños conviven con el ridículo, aprenden a ser tímidos.
Si los
niños conviven con los celos, aprenden lo que es la envidia.
Si los
niños conviven con la vergüenza, aprenden a sentirse culpables.
Si los
niños conviven con la tolerancia, aprenden a ser pacientes.
Si los
niños conviven con el estímulo, aprenden a estar seguros de sí.
Si los
niños conviven con el elogio, aprenden a apreciar.
Si los
niños conviven con la aprobación, aprenden a gustarse a sí mismos.
Sí los
niños conviven con la aceptación, aprenden a encontrar amor en el mundo.
Si los
niños conviven con el reconocimiento, aprenden a tener un objetivo.
Si los
niños conviven con la generosidad, aprenden a ser generosos.
Si los
niños conviven con la sinceridad y el equilibrio, aprenden lo que son la verdad
y la justicia.
Si los
niños conviven con la seguridad, aprenden a tener fe en sí mismos y en quienes
los rodean.
Si los
niños conviven con la amistad, aprenden que el mundo es un bello lugar donde
vivir.
Si los
niños conviven con la serenidad, aprenden a tener paz mental.
¿Con qué
están conviviendo tus hijos?
Dorothy
L. Nolte
Por qué escogí que mi padre fuera mi papá
Crecí en
una hermosa y extensa granja en Iowa, criada por padres de esos a quienes con
frecuencia se describe como la «sal de la tierra y la columna vertebral de la
comunidad». Eran todas las cosas que sabemos que definen a los buenos padres:
tiernos, entregados a la tarea de educar a sus hijos transmitiéndoles confianza
y seguridad en ellos mismos. Esperaban que hiciéramos nuestras tareas de la
mañana y de la tarde, que llegáramos a la escuela puntualmente, que sacáramos
buenas notas y fuéramos personas honradas.
Somos
seis hermanos. ¡Seis! Nunca pensé que tuviéramos que ser tantos, pero está
claro que a mí nadie me consultó. Para colmo de males, el destino me dejó caer
en pleno corazón de Norteamérica, en un clima que no podía ser más inhóspito y
frío. Como todos los niños, también yo creía que se había producido una gran
confusión universal y que conmigo se habían equivocado de familia... y además,
con toda seguridad, de estado. Me enfermaba tener que enfrentarme con los
elementos. Los inviernos en Iowa son tan gélidos, tan helados, que hay que
hacer turnos para salir durante la noche a asegurarse de que las vacas y las ovejas
no se hayan quedado en un lugar donde puedan morir congeladas. A los animales
recién nacidos había que llevarlos al establo y, a veces, ocuparse de hacerlos
entrar en calor para que no se nos murieran. ¡Así de fríos son los inviernos en
Iowa!
Mi papá,
un hombre increíblemente guapo, fuerte, carismático y enérgico, estaba siempre
en acción. Mis hermanos y hermanas, como yo, sentíamos ante él un gran respeto.
Lo honrábamos y le profesábamos la mayor estima. Ahora entiendo el porqué. En
su vida no había incongruencias. Era un hombre honrado y de elevadísimos
principios. El trabajo de la granja, que él mismo había escogido, era su
pasión; y él, el mejor de los granjeros. Se encontraba en su elemento criando y
ocupándose del ganado. Se sentía unido a la tierra y se enorgullecía de plantar
y recoger las cosechas. Se negaba a cazar fuera de temporada, por más que
ciervos, faisanes, codornices y otros animales silvestres abundaran
pródigamente en nuestras tierras. Se negaba a incorporar abonos artificiales al
suelo o a alimentar a los animales con otra cosa que no fuera forraje y grano.
Nos enseñaba por qué actuaba de esa manera y por qué nosotros debíamos abrazar
los mismos ideales. Hoy puedo darme cuenta de lo escrupuloso que era, porque
todo aquello sucedía a mediados de los años cincuenta, antes de que se soñara
siquiera con un compromiso universal tendente a la preservación del equilibrio
ambiental en toda la tierra.
Papá era
también un hombre muy impaciente, pero no en mitad de la noche, cuando estaba
haciendo el recuento de los animales durante su última ronda nocturna. La
relación que surgió entre nosotros a partir de todas aquellas situaciones
compartidas fue simplemente inolvidable, y constituyó en mi vida una influencia
compulsiva, tanto fue lo que llegué a saber de él. Con frecuencia oigo comentar
a hombres y mujeres el poco tiempo que solían pasar con su padre. De hecho,
todavía hoy, al estar con un grupo de hombres, uno siente que siguen buscando a
tientas un padre a quien nunca conocieron. Yo sí conocí al mío.
Por
entonces tenía la sensación de ser, secretamente, su hija favorita, aunque es
muy posible que cada uno de los seis hermanos haya sentido lo mismo. Ahora
bien, aquello tenía su lado bueno y su lado malo. El lado malo fue que papá me
eligió a mí para que lo acompañara en aquellos controles de los establos, de
noche y de madrugada, pese a que yo detestaba tener que levantarme y dejar la
cama calentita para salir al aire helado de la madrugada.
Pero en
aquellas ocasiones era cuando papá se mostraba mejor y más cariñoso.
Era
enormemente comprensivo, paciente, tierno y, además, sabía escuchar. Su voz era
suave y cuando lo veía sonreír entendía la pasión que mi madre sentía por él.
Fue
durante aquella época cuando para mí se constituyó en el maestro modelo,
concentrado siempre en los porqués, en las razones para seguir adelante.
Hablaba interminablemente durante la hora u hora y cuarto que duraba nuestro
paseo nocturno: de sus experiencias en la guerra, de los porqués de la guerra
en que él había servido, dentro y fuera de la región, de la gente, de los
efectos de la guerra y de sus secuelas. Una y otra vez volvía sobre el relato y
a mí, en la escuela, la asignatura de historia se me hacía tanto más interesante
y familiar.
Papá nos
hablaba de lo que había sacado de positivo en sus viajes y de por qué era tan
importante salir a ver mundo. Me inculcó la necesidad y el amor a los viajes.
Cuando tuve treinta años, yo ya había visitado, fuera por trabajo o por placer,
cerca de treinta países.
Él me
hablaba de la necesidad y el amor del aprendizaje, y del porqué una educación
formal es importante, e insistía también en la diferencia entre inteligencia y
sabiduría. Deseaba ardientemente que yo no me limitara a terminar la escuela
secundaria.
—Tú
puedes hacerlo —me repetía—. Eres una Burres. Eres inteligente, tienes buena
cabeza, y recuérdalo, eres una Burres.
No había
manera de que pudiera decepcionarle. Tenía confianza de sobra para acometer
cualquier carrera. Finalmente me doctoré, primero en filosofía y luego obtuve
un segundo doctorado. Aunque el primero era para papá y el segundo para mí,
hubo decididamente un sentimiento de curiosidad y de búsqueda que me facilitó
la consecución de ambos.
Él me
hablaba de normas y de valores, del desarrollo del carácter y de lo que esto
significa en el curso de una vida. Yo escribo y enseño sobre un tema similar.
Él hablaba de cómo tomar y evaluar decisiones, de saber cuándo hay que acabar
con las pérdidas e irse y cuándo es preciso aferrarse a las decisiones tomadas,
incluso frente a la adversidad. Hablaba de conceptos como ser y llegar a ser, y
no solamente de tener y conseguir, y yo sigo usando esa frase. Nunca traiciones
a tu corazón, decía. Hablaba de instintos viscerales y de cómo diferenciarlos
para no venderse emocionalmente; también de cómo evitar que los demás le
engañen a uno.
—Escucha
siempre a tus instintos —decía—, y no olvides nunca que todas las respuestas
que puedas necesitar están dentro de ti. Tómate tiempo para la soledad y el
silencio. Mantente en silencio hasta que llegues a encontrar las respuestas
dentro de ti y entonces escúchalas. Encuentra algo que te guste hacer y lleva
una vida que lo demuestre. Tus objetivos deben provenir de tus valores y
entonces tu trabajo irradiará el deseo de tu corazón. Esto te apartará de todas
las distracciones tontas, que sólo servirán para hacerte perder el tiempo
—Y la vida
no es más que tiempo—, para perder de vista cuánto puedes crecer en los años
que te sean dados. Preocúpate de la gente —me decía, y respeta siempre a la madre tierra. No importa dónde vivas,
asegúrate de tener una visión plena de los árboles, el cielo y la tierra.
Mi
padre. Cuando reflexiono sobre la forma en que amaba y valoraba a sus hijos,
siento verdadera pena por los jóvenes que nunca conocerán de esta manera a sus
padres ni sentirán jamás el poder del carácter, la ética, el empuje y la
sensibilidad, todo ello reunido en una sola persona... como a mí me pasa, ya que
mi padre era el vivo modelo de lo que predicaba. Yo sabía que él creía en mí y
que quería que yo misma reconociera mi propio valor.
El
mensaje de papá tenía sentido para mí porque jamás vi conflicto alguno con la
forma en que él vivía su vida. Había pensado en su vida y la vivió día a día.
Con el tiempo, fue comprando varias granjas (y hoy sigue siendo tan activo como
entonces). Se casó y durante toda la vida amó a la misma mujer. Mi madre y él,
que llevan ya cincuenta años juntos, siguen comportándose como dos enamorados
inseparables. Son los mayores amantes que he conocido jamás. De igual manera
amaba a su familia. Yo lo consideraba excesivamente posesivo y sobreprotector
con sus hijos, pero ahora que soy madre puedo entender esas necesidades y
verlas tal como son. Aunque él pensara que podía salvarnos del sarampión, y
casi lo consiguió, se negó vehementemente a perdernos a causa de vicios
destructivos. También entiendo ahora la firmeza de su determinación para
conseguir que fuéramos adultos atentos y responsables. Hasta el día de hoy,
cinco de sus hijos residen a pocos kilómetros de él, y han optado por una
versión de su estilo de vida. Son todos cónyuges y padres dedicados y la
profesión que han elegido es la agricultura. Son, sin lugar a dudas, la espina
dorsal de su comunidad. Hay algo peculiar en todo esto y sospecho que se debe a
que me llevara a mí como acompañante en aquellas rondas de medianoche. Yo me
orienté en una dirección diferente de la que tomaron mis otros cinco hermanos.
Empecé mi carrera como educadora, asesora y profesora universitaria, terminé
escribiendo varios libros para padres e hijos, con el fin de compartir lo que
ya desde los primeros años había aprendido sobre la importancia del desarrollo
de la autoestima. Los mensajes que escribí para mi hija son, aunque un poco
modificados, los mismos valores que aprendí de mi padre, atemperados, como es
natural, por mis propias experiencias vitales. Y siguen pasando a las nuevas
generaciones.
También
debería contaros algo de mi hija, una sana muchacha de casi un metro ochenta,
que todos los años se matricula en tres deportes, a quien le preocupa la
diferencia entre un sobresaliente y un notable, y que quedó finalista en la
lucha por el título Miss California Teen. Pero no son sus dones y logros externos
los que hacen que me recuerde a mis padres. La gente siempre me dice que mi
hija está dotada de una gran bondad, una espiritualidad y un fuego interior muy
especial y profundo, que irradian manifiestamente de ella. La esencia de mis
padres se ha encarnado en su nieta.
La
actitud de amor por sus hijos y el hecho de haber sido padres dedicados ha
tenido también un efecto sumamente enriquecedor y estimulante sobre la vida de
mis padres. Mientras escribo esto mi padre está en la clínica Mayo de Rochester,
sometiéndose a un chequeo que, según dicen los médicos, llevará entre seis y
ocho días. Estamos en diciembre y, dado el rigor del invierno, tomó una
habitación en un hotel próximo a la clínica a la que acude como paciente externo.
A causa de sus obligaciones domésticas, mi madre sólo pudo acompañarlo durante
los primeros días, de modo que la víspera de Navidad ya no estuvieron juntos.
La
Nochebuena telefoneé a papá a Rochester para desearle una feliz Navidad. Por su
voz, me pareció deprimido y desanimado. Al llamar a mi madre, que estaba en
Iowa, también la encontré triste y malhumorada.
—Es la
primera vez en la vida que tu padre y yo no pasamos juntos estas fiestas —se
lamentó—, y sin él ni siquiera siento que hoy sea Navidad.
Yo tenía
catorce invitados a cenar, dispuestos a pasar una velada festiva.
Volví a
la cocina, pero como no podía sacarme de la cabeza el problema de mis padres,
llamé por teléfono a mi hermana mayor, quien a su vez llamó a mis hermanos. Una
vez decidido que no era bueno que nuestros padres estuvieran separados en Nochebuena
y que mi hermano menor iría con el coche a Rochester para traer a mi padre, sin
decírselo a mi madre, lo llamé para comunicarle nuestros planes.
—Oh, no
—protestó—, es demasiado peligroso salir una noche como ésta.
Mi
hermano llegó a Rochester y me telefoneó desde la habitación del hotel para
decirme que papá no quería venir.
—Tienes
que decírselo tú, Bobbie. Eres la única a quien hará caso.
—Ve,
papá. Adelante —le dije con suavidad, y aceptó.
Tim y
papá salieron para Iowa. Los demás hijos fuimos llevando la pista de todo el
viaje, con información del tiempo incluida, hablando con ellos por el teléfono
del coche de mi hermano. En ese punto ya habían llegado mis invitados y todos
participaron de la aventura. Cada vez que sonaba el teléfono, conectaba el
altavoz para que todos pudieran oír las últimas noticias. Acababan de dar las
nueve cuando sonó el teléfono; era papá que llamaba desde el coche.
—Bobbie,
¿cómo puedo llegar a casa sin llevarle un regalo a tu madre? ¡En casi cincuenta
años, sería la primera vez que llegaría a casa en Navidad sin su perfume
favorito!
Todos
mis invitados estaban participando del viaje. Llamamos a mi hermana para que
nos diera los nombres de los centros comerciales más próximos donde pudieran
detenerse para comprar el único regalo que mi padre podía concebir hacerle a
mamá: la misma marca de perfume que ha venido obsequiándole cada Navidad
durante todos estos años.
A las
9:52 de esa noche mi hermano y mi padre salieron de un pequeño centro comercial
en Minnesota y siguieron viaje a casa. A las 11:50 entraban con el coche en la
granja. Mi padre, como un escolar muerto de risa, se ocultó tras un ángulo de
la casa para que mamá no lo descubriera.
—Mamá,
hoy he ido a visitar a papá y me ha dicho que te traiga esto para lavar —dijo
mi hermano mientras entregaba las maletas a mi madre.
—Oh
—suspiró ella con tristeza—, lo echo tanto de menos que en realidad podría
ponerme a hacerlo ahora.
—No
tendrás tiempo para hacerlo esta noche —dijo mi padre, saliendo de su
escondite.
Después
de que mi hermano me llamara para relatarme esta conmovedora escena, telefoneé
a mi madre.
—¡Feliz
Navidad, mamá!
—Ay,
niños... —intentó decir ella con voz quebrada, tratando de contener las
lágrimas, pero no pudo continuar. Mis invitados prorrumpieron en hurras. Aunque
yo estuviera a tres mil kilómetros de ellos, ésa fue una de las Navidades más
especiales que he compartido con mis padres. Y por cierto que hasta el día de
hoy mis padres no han estado jamás separados en Nochebuena.
Tal es
la fuerza de los hijos que aman y honran a sus padres y, por cierto, del maravilloso
matrimonio hecho de amor y entrega que mis padres comparten.
—Los
buenos padres —me comentó una vez Jonás Salk—, dan raíces y alas a sus hijos.
Raíces para saber dónde está su hogar, y alas para volar lejos de él y ejercitar
lo que ellos les han enseñado.
Si el
legado de los padres es que los hijos alcancen la capacidad de llevar una vida
con sentido, contar con un nido seguro y ser bienvenidos a él, entonces creo
que yo he escogido bien a mis padres. Fue en esta última Navidad cuando mejor
entendí por qué era necesario que estas dos personas fueran mis padres. Aunque
las alas que ellos me dieron me han llevado por todo el mundo, para finalmente
terminar en la hermosa California, las raíces que de ellos recibí serán,
siempre, un cimiento de inconmovible solidez.
Bettie
B. Youngs
La escuela de los animales
Una vez,
hace muchísimo tiempo, los animales decidieron que debían hacer algo heroico
para enfrentarse con los problemas de «un mundo nuevo», de modo que organizaron
una escuela.
Adoptaron
un programa de actividades compuesto de atletismo, escalada, natación y vuelo.
Para facilitar la administración del programa, todos los animales se apuntaron
en todas las actividades.
El pato
era excelente en natación, e incluso mejor que su instructor, pero en cuanto al
vuelo, sus notas apenas le permitieron pasar y en atletismo era un desastre.
Como era tan lento corriendo, tuvo que quedarse después de clase, e incluso
dejó de nadar para practicar a conciencia. Esta situación se mantuvo hasta que
se le desgastaron muchísimo las membranas de las patas y terminó
nadando
con una velocidad discreta. Pero como en la escuela su nivel era
aceptable
a nadie le preocupó el asunto, salvo al pato.
El
conejo empezó siendo el primero de la clase en atletismo, pero sufrió un
colapso
nervioso porque tanta natación lo había dejado agotado.
La
ardilla era una escaladora excelente hasta que se frustró en la clase de
vuelo
libre, donde su instructor le hizo empezar remontándose desde el suelo,
en vez
de descender desde las copas de los árboles. Además, sufrió una
contractura
muscular por exceso de ejercicio que se tradujo en notas bajísimas
tanto en
escalada como en atletismo.
El
águila, alumna problemática por excelencia, fue severamente castigada.
En la
clase de escalada venció a todos los demás llegando primera a la cima del árbol,
pero insistió en llegar allí a su manera.
Al
finalizar el año, una anguila anormal capaz de nadar asombrosamente bien y
además de correr, trepar y volar un poco, obtuvo el promedio más alto y le
encargaron el discurso de despedida.
Los
perros salvajes no quisieron ir a la escuela y dejaron de pagar impuestos
porque la administración no quiso incluir en el programa de estudios actividades
como excavar y hacer madrigueras. Pusieron a estudiar a sus cachorros con un
tejón y más adelante se unieron a las marmotas y las ardillas de tierra para
iniciar una selectísima escuela privada.
¿Tiene
alguna moraleja esta fábula?
George
H. Reavis
Afectado
Mi hija
se encuentra inmersa en la turbulencia de los dieciséis años.
Recientemente,
tras unos días en que no se sentía bien, supo que su mejor amiga no tardaría en
mudarse. Además, en la escuela no le iba tan bien como ella había esperado, ni
como lo habíamos esperado su madre y yo. Hecha un ovillo en la cama, desprendía
tristeza a través del montón de mantas con que se cubría, en busca de consuelo.
Por más que yo quisiera acercarme a ella, para rescatarla de todas las
desdichas que se habían adueñado de su joven espíritu, e incluso dándome cuenta
de lo mucho que me importaba y de cuánto deseaba ayudarle, sabía también lo
aconsejable que era proceder con cautela.
En mi
condición de terapeuta familiar, y principalmente gracias al testimonio de
clientes a quienes un abuso sexual ha destrozado la vida, estoy al tanto del
riesgo implícito en las expresiones de intimidad entre padres e hijas cuando
son inadecuadas. Además tengo conciencia de la facilidad con que es posible
sexualizar el afecto y la proximidad, especialmente en el caso de hombres para
quienes el dominio emocional es territorio extranjero y confunden cualquier
expresión de afecto con una invitación sexual.
Era tan
fácil tenerla en brazos y consolarla cuando tenía dos o tres años, e incluso
siete; pero ahora tenía la impresión de que su cuerpo, nuestra sociedad y mi
condición masculina conspiraban contra mi deseo de consolar a mi hija, y me
preguntaba cómo podía hacerlo sin dejar de respetar las necesarias fronteras entre
un padre y una hija adolescente. Zanjé la cuestión ofreciéndole unas fricciones
en la espalda, que ella aceptó.
Suavemente
empecé a masajear su espalda huesuda y sus hombros tensos, mientras me
disculpaba por mi reciente ausencia. Le expliqué que acababa de participar en
las finales del campeonato internacional de masajes de espalda, donde me había
clasificado en cuarto lugar. Le aseguré que es difícil superar los masajes que
puede dar un padre preocupado, especialmente si además de estar preocupado
tiene una alta puntuación mundial en esa especialidad. Y le fui contando
detalles de la competición y de los demás participantes mientras, a base de
dedos y manos, procuraba relajar sus músculos contraídos y aflojar las tensiones
que trababan su joven vida.
Le hablé
del arrugado viejecillo asiático que había quedado en tercer lugar, antes de
mí, en la serie de pruebas. Tras haber estudiado acupuntura y digitopuntura
durante toda la vida, podía concentrar su energía en los dedos, gracias a lo
cual elevaba los masajes de espalda a la categoría de arte.
—Pulsaba
y presionaba con la precisión de un prestidigitador —expliqué, mientras le
hacía a mi hija una demostración de lo que había aprendido de aquel anciano. En
respuesta, ella gimió, aunque yo no estaba seguro de si lo hacía contestando a
mi discurso o a mi técnica de digitopuntura. Después le hablé de la mujer que
se había clasificado segunda. Era turca y desde su infancia había practicado el
arte de la danza del vientre, de manera que podía imprimir a los músculos un
movimiento particularmente ondulante y fluido. Al masajear una espalda sus
dedos despertaban en los músculos fatigados y en el cuerpo debilitado la
necesidad urgente de vibrar, de estremecerse y danzar.
—Dejaba
que los dedos caminaran para que los músculos los siguieran — expliqué mientras
le hacía la demostración.
—Fantástico
—fue apenas un murmullo que emergía débilmente de un rostro sepultado en la
almohada. ¿Se referiría a mis palabras o a mi toque
profesional?
Después
me limité a frotarle la espalda, y los dos nos quedamos en silencio.
Pasado
un momento, me preguntó:
—Entonces,
¿quién quedó en primer lugar?
—Eso sí
que no te lo creerás —respondí—. ¡Un bebé!
Y le
expliqué cómo el tacto blando de un infante al explorar un mundo de
la piel
y las sensaciones, no se puede comparar con ningún otro tacto en el
mundo.
Más suave que la suavidad misma. Impredecible, tierno en su
exploración.
Unas manos diminutas que decían más de lo que jamás serán
capaces
de expresar las palabras. De la pertenencia, de la confianza, del amor
inocente.
Y entonces, tierna y suavemente, la toqué como había aprendido del
bebé. En
ese momento recordé vívidamente su propia infancia... lo que era
tenerla
en brazos, mecerla, observar cómo se iba aventurando, a tientas, en su
propio
mundo.
Y me di
cuenta de que, en realidad, era ella la niña, el bebé que me había
enseñado
el tacto de un niño.
Tras un
rato más de fricción lenta, suave, silenciosa, le dije que me sentía
muy
contento por haber aprendido tanto de los expertos mundiales en masajes
de
espalda. Le expliqué cómo me había convertido en un masajista de espalda
aún
mejor gracias a una hija de dieciséis años que, dolorosamente, iba
asumiendo
su edad adulta. En silencio ofrecí una plegaria de agradecimiento
porque
una vida así hubiera sido confiada a mis manos, por haber recibido la
bendición
y el milagro de tocarla.
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
83
Victor
Nelson
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
84
_
Te quiero,
hijo
Éstos
son mis pensamientos mientras conduzco y llevo a mi hijo a la escuela:
Buenos
días, hijo. Estás muy guapo con tu equipo de boy-scout, no tan gordo
como tu
viejo cuando él era el boy-scout. No creo haber llevado nunca el pelo
tan
largo hasta que entré en la universidad, pero seguro que, de todas maneras,
te
reconocería: un poquito desaliñado cerca de las orejas, arrastrando los pies,
con las
rodilleras arrugadas... Nos vamos acostumbrando el uno al otro...
Ahora
que tienes ocho años me doy cuenta de que ya no te veo tanto como
antes.
El Día de la Hispanidad saliste de casa a las nueve de la mañana. A la
hora de
almorzar te vi durante cuarenta y dos segundos, y reapareciste a las
cinco
para merendar. Te echo de menos, pero sé que hay asuntos serios que te
tienen
ocupado. Seguramente tan serios como las cosas que van haciendo por el
camino
los demás viajeros, quizá incluso más importantes.
Tú
tienes que crecer y madurar, eso es más importante que preocuparme
por la
bolsa, preparar opciones de compra o pasar la vida discutiendo con los
empleados.
Tienes que aprender qué eres y qué no eres capaz de hacer... y,
además,
aprender a vivir con tus particularidades. Tienes que llegar a conocer a
la gente
y saber cómo se comportan cuando no están satisfechos consigo
mismos...
como los aprendices de matón que se instalan en el parking de
bicicletas
para fastidiar a los más pequeños. También tendrás que aprender a
fingir
que los insultos no te importan. Te importarán siempre, pero aprenderás
a
disimularlo para que la próxima vez no te digan cosas peores. Lo único que
espero
es que te acuerdes de cómo se siente uno en ese caso... por si alguna vez
tú te
decides a hostigar a algún niño más pequeño.
¿Cuándo
fue la última vez que te dije que estaba orgulloso de ti? Sospecho
que, si
no puedo recordarlo, tengo que ponerme al día en la tarea. Recuerdo la
última
vez que te grité —fue para advertirte que llegarías tarde a la escuela si
no te
dabas prisa—, pero en resumidas cuentas, como solía decir Nixon, no has
recibido
de mí tantas palmadas afectuosas como alaridos. Para que tomes nota,
en caso
que leas esto, estoy orgulloso de ti. Me gusta especialmente tu
independencia,
la manera que tienes de cuidarte sin ayuda, aunque a mí a veces
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
85
me dé un
poco de miedo. Nunca has sido un llorón y eso te convierte en un
chico
muy especial, según mis normas.
¿Por qué
será que a los padres nos cuesta tanto darnos cuenta de que un
niño de
ocho años necesita tantos abrazos como uno de cuatro? Si yo mismo no
me
controlo, pronto estaré cogiéndote del brazo y diciéndote: «¿Qué te cuentas,
chaval?»,
en vez de abrazarte y decirte cuánto te quiero. La vida es demasiado
corta
para andar disimulando el afecto. ¿Por qué a los niños de ocho años os
cuesta
tanto daros cuenta de que quienes tenemos treinta y seis necesitamos
tantos
abrazos como un chiquillo de cuatro?
No sé si
me acordé de decirte que estoy orgulloso de que vuelvas a comerte
el
almuerzo que te prepara tu madre, después de haber pasado una semana
comiendo
esos indigeribles bocadillos de salchicha de la cantina de la escuela.
Me
alegro de que valores y respetes tu cuerpo.
Ojalá el
trayecto no fuera tan corto... quería hablarte de lo que pasó
anoche...
cuando tu hermano menor ya dormía y dejamos que te quedaras
levantado
para ver el partido de béisbol de los Yankees. Ésos son momentos
muy
especiales y no hay manera de planearlos por anticipado. Cada vez que
proyectamos
hacer algo juntos, no sale tan bien ni es tan interesante o tan
afectuoso.
Durante unos pocos minutos, demasiado cortos, fue como si ya
fueras
un adulto y estuviéramos sentados charlando, pero sin ninguna pregunta
de ésas
de cómo te va en la escuela. Yo ya había verificado tus deberes de
matemáticas
de la única forma que puedo... con una calculadora. Tú eres mucho
mejor
que yo con los números. Estuvimos hablando del partido y tú sabías más
que yo
de los jugadores, así que estuve aprendiendo de ti. Y cuando los
Yankees
ganaron, los dos estábamos encantados.
Bueno,
ahí está el guardia urbano. Probablemente vivirá más que todos
nosotros.
Ojalá no tuvieras que ir hoy a la escuela. Hay tantas cosas que quisiera
decirte...
Sales
del coche tan rápidamente. Yo quisiera saborear el momento, pero tú
ya has
divisado a un par de amigos tuyos.
Lo único
que quería decirte es que te quiero...
Victor
B. Miller
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
86
_
Lo que
eres es tan importante como lo que haces
La clase
de persona que eres habla en voz tan alta que no me deja oír lo que dices.
Ralph
Waldo Emerson
Era una
soleada tarde de sábado en Oklahoma y Bobby Lewis, mi amigo y un
padre
orgulloso, llevó a sus dos niños a jugar al minigolf. Se dirigió a la taquilla
y
preguntó al empleado cuánto costaba la entrada.
—Tres
dólares para usted y lo mismo para cada niño mayor de seis años.
Hasta
los seis tienen entrada libre. ¿Qué edad tienen? —respondió el muchacho.
—El
abogado tiene tres y el médico, siete —contestó Bobby—, o sea que le
debo a
usted seis dólares.
—Oiga,
señor —le dijo el muchacho de la taquilla—, ¿le ha tocado la lotería
o qué?
Podría haberse ahorrado tres dólares sólo con decirme que el mayor
tiene
seis. Yo no me hubiera dado cuenta de la diferencia.
—Es probable
que usted no se hubiera dado cuenta —asintió Bobby—, pero
los
niños sí.
Como
decía Ralph Waldo Emerson, «la clase de persona que eres habla en
voz tan
alta que no me deja oír lo que dices». En tiempos tan difíciles como
éstos,
en los que la ética es más importante que nunca, asegúrate de que estás
dando un
buen ejemplo a todos los que trabajan y viven contigo.
Patricia
Fripp
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
87
_
La
perfecta familia norteamericana
Son las
diez y media de la mañana de un sábado perfecto y nosotros somos, por
el
momento, la perfecta familia norteamericana. Mi mujer ha llevado a nuestro
hijo de
seis años a su primera lección de piano y el de catorce todavía no se ha
despertado.
El menor, de cuatro, está en la otra habitación, mirando cómo unos
diminutos
seres antropomórficos se arrojan unos a otros desde unos
acantilados.
Yo, sentado ante la mesa de la cocina, estoy leyendo el periódico.
Aaron
Malachi, mi hijo de cuatro años, al parecer está tan aburrido de las
matanzas
de los dibujos animados como del considerable poder personal que
significa
ser él quien tiene el mando a distancia, por lo que decide invadir mi
tranquilidad.
—Tengo
hambre —anuncia.
—¿Quieres
más cereales?
—No.
—¿Y un
yogur?
—No.
—¿Te
preparo un huevo?
—No.
¿Puedo tomar un poco de helado?
—No.
Por lo
que yo sé, el helado puede ser mucho más nutritivo que los cereales
procesados
o los huevos saturados de antibióticos, pero de acuerdo con mis
valores
culturales, no está bien tomar helados un sábado a las once menos
cuarto
de la mañana.
Silencio,
hasta que... pasados unos cuatro segundos:
—Papi,
¿todavía nos queda mucho por vivir, verdad?
—Sí,
Aaron, nos queda muchísimo por vivir.
—¿A mí y
a ti y a mamá?
—Sí.
—¿Y a
Isaac?
—Sí.
—¿Y a
Ben?
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
88
—Sí, a
ti, a mí, a mamá, a Isaac y a Ben.
—Nos
queda mucho por vivir, hasta que toda la gente se muera.
—¿Qué
quieres decir?
—Hasta
que toda la gente se muera y vuelvan los dinosaurios.
Aaron se
instala sobre la mesa, con las piernas cruzadas como un Buda, en
el
centro mismo de mi periódico.
—¿A qué
te refieres, Aaron, al decir «hasta que toda la gente se muera»?
—Tú
dijiste que todo el mundo se muere. Cuando todo el mundo se muera,
entonces
volverán los dinosaurios. Los hombres de las cavernas vivían en
cuevas,
en las cuevas de los dinosaurios. Entonces los dinosaurios volvieron y
los
aplastaron.
Descubro
que para Aaron la vida ya es una economía limitada, un recurso
que
tiene un comienzo y un final. Él se ve, y nos ve, en algún punto o lugar de
esa
trayectoria, una trayectoria que termina en la incertidumbre y la pérdida.
Y yo me
veo frente a una decisión ética. ¿Ahora, qué debo hacer? ¿Intento
hablarle
de Dios, de salvación, de eternidad? ¿O le suelto algún discurso del
estilo
de «Tu cuerpo no es más que una envoltura, y después de morir todos
volveremos
a encontramos y reunimos para siempre en espíritu»? ¿O debo
dejarlo
con su incertidumbre y su angustia porque pienso que eso es la
realidad?
¿Debo intentar hacer de él un existencialista angustiado o procurar
que se
sienta mejor?
No lo
sé. Me quedo mirando fijamente el periódico. Los Celtics llevan una
larga
racha de partidos perdidos. Larry Bird está furioso con alguien, pero no
puedo
ver con quién porque un pie de Aaron no me deja. No estoy seguro, pero
mi
sensibilidad de clase media, neurótica y adictiva, me está diciendo que éste
es un
momento muy importante, el momento en el que Aaron está
configurando
su manera de construirse un mundo. O tal vez no sea más que mi
sensibilidad
de clase media, neurótica y adictiva, lo que me hace pensar así. Si
la vida
y la muerte no son más que delirio, ¿por qué he de preocuparme yo de
cómo las
entiende alguien más?
Sobre la
mesa, Aaron juega con un «muñeco militar» que levanta los brazos
y se
balancea sobre unas piernas temblorosas. Era con Kevin McHale con quien
estaba
enfadado Larry Bird. No, no era con él, sino con Jerry Stitching. Pero
Jerry
Stitching ya no juega con los Celtics. ¿Qué habrá sucedido con Jerry
Stitching?
Todo se muere, todo llega a su fin. Jerry Stitching estará jugando en
Sacramento
o en Orlando, quizá haya desaparecido.
Yo no
debería tomarme a la ligera la forma en que Aaron entiende la vida y
la
muerte, porque quiero que tenga un sólido sentido de la existencia, una
sensación
de la permanencia de las cosas. Es evidente el buen trabajo que
hicieron
conmigo las monjas y los curas. Era la angustia total o la beatitud. El
cielo y
el infierno no estaban conectados por un servicio de larga distancia. O
estabas
en el equipo de Dios o estabas en la sopa, y la sopa estaba caliente,
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
89
quemaba.
Yo no quiero que Aaron se queme, pero quiero que sea fuerte. La
angustia
neurótica, pero inevitable, puede venir después.
¿Es
posible eso? ¿Es posible sentir que Dios, el espíritu, el karma, Yahvé, es
decir,
Jehová, o lo que sea, es trascendente, sin por eso traumatizar a una
persona,
sin inculcarle esa idea a golpes? ¿Podemos romper, ontológicamente
hablando,
los huevos para hacer la tortilla? ¿O su frágil sensibilidad quedaría
aniquilada
por un acto semejante?
Al
percibir un ligero incremento en la agitación sobre la mesa, me doy
cuenta
de que Aaron se está hartando de su muñeco. Con una actitud dramática
que
considero digna del momento, me aclaro la garganta y, con tono
profesional,
le digo:
—Aaron,
la muerte es algo que algunas personas creen que...
—Papá
—me interrumpe él—, ¿podríamos jugar a un vídeo-juego? No es
muy
violento —me explica, gesticulando con las manos—. No es de esos de
matar.
Los personajes se desmayan, nada más.
—Sí
—respondo con cierto alivio—, juguemos, pero primero tenemos que
hacer
otra cosa.
—¿Qué?
—Aaron se detiene y vuelve desde donde está, a medio camino de
la
puerta.
—Vamos a
tomar un poco de helado.
Otro
sábado perfecto para una familia perfecta. Por ahora.
Michael
Murphy
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
90
_
¡Entonces,
dilo!
Si
fueras a morirte pronto y no pudieras hacer más que una sola llamada
telefónica, ¿a
quién
llamarías y qué le diñas? Entonces, ¿qué estás esperando?
Stephen
Levine
Una
noche, tras haber terminado uno de los cientos de libros para padres y
madres
que he leído, me sentía un poco culpable porque el libro describía
algunas
estrategias de conducta que yo no usaba desde hacía tiempo. La
principal
era hablar con tu hijo y, al hacerlo, usar ese par de palabras mágicas
que son
«Te quiero». En el libro se insistía, una y otra vez, en que los niños
necesitan
saber que sus padres los aman, inequívoca e incondicionalmente.
Subí
entonces al dormitorio de mi hijo y llamé a la puerta. Mientras
golpeaba,
lo único que se podía oír era su batería. Seguro que estaba, pero no
me
respondía. Entonces abrí la puerta y ahí estaba, lo encontré, con los
auriculares
puestos, escuchando una cinta y tocando la batería. Tras haber
conseguido
que advirtiera mi presencia, le pregunté si disponía de un
momento.
—Claro
que sí, papá —me dijo—. Para ti, siempre.
Nos
sentamos y, pasados unos quince minutos de charla insustancial y
vacilante,
lo miré y le dije:
—Tim,
realmente me encanta tu forma de tocar la batería.
—Oh,
gracias, papá —respondió—. De veras te lo agradezco.
Me fui,
diciéndole que ya nos veríamos y, mientras bajaba la escalera, me di
cuenta
de que había subido para darle un mensaje que finalmente no le había
transmitido.
Sentía que era realmente importante volver arriba y tener otra
oportunidad
de decirle ese par de palabras mágicas.
Volví a
subir las escaleras, llamé a Ja puerta y la abrí.
—¿Tienes
un segundo, Tim?
—Claro,
papá. Siempre tengo un segundo para ti. ¿Qué necesitas?
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
91
—Hijo,
la primera vez que subí para compartir un mensaje contigo, me
salió algo
muy diferente, que en realidad no era lo que te quería decir. Tim,
¿recuerdas
que tuve muchos problemas para enseñarte a conducir? Te escribía
tres
palabras y te deslizaba el papel debajo de la almohada, con la esperanza de
que
aquello fuera una solución. He cumplido mi papel de padre y expresado el
amor que
siento por mi hijo. —Finalmente, tras algunos rodeos y tonterías más,
lo miré
y le dije:
—Lo que
quería que supieras es que te queremos.
Me miró
y me dijo:
—Oh,
gracias, papá. ¿Te refieres a mamá y a ti?
—Sí, a
los dos, pero es que no lo expresamos bastante.
—Gracias,
esto significa mucho para mí. Sé que me queréis.
Me di la
vuelta y salí, pero mientras bajaba la escalera empecé a pensar:
«Resulta
increíble... Ya he subido dos veces... sé cuál es el mensaje y, sin
embargo,
lo que le digo es otra cosa».
Decidí
volver a subir inmediatamente para explicarle exactamente cómo me
sentía.
Quería que lo oyera directamente de mí, ¡y no me importa que mida un
metro
ochenta! Volví a subir y llamé a la puerta:
—¡Espera
un momento! ¡No me digas quién eres! ¿Es posible que seas tú,
papá?
—¿Cómo
lo sabes? —pregunté, y él me respondió:
—Porque
te conozco desde que eres padre, papá.
—Hijo,
¿tienes un segundo? —le pregunté entonces.
—Tú
sabes que sí, de modo que entra. Me imagino que no me dijiste lo que
querías
decirme.
—¿Cómo
lo sabes? —me asombré.
—Te
conozco desde que me ponías los pañales.
—Bueno,
pues es eso, Tim, lo que me he estado guardando. Sólo quería
expresarte
lo especial que eres para nuestra familia. No se trata de lo que hagas,
ni de lo
que hayas hecho, como todas las cosas que haces con el grupo de niños
con los
que trabajas en el centro. Es por lo que eres tú como persona. Te quiero
y quería
que supieras que te quiero, y no sé por qué me privo de decirte algo
tan
importante.
Me miró
y me dijo:
—Vamos,
papá, ya sé que es así, y realmente es muy importante oírtelo
decir.
Te agradezco mucho tus palabras y la intención con que las dices —y
mientras
yo me iba ya hacia la puerta, me preguntó si todavía tenía un segundo.
Yo
empecé a pensar «Oh, no. ¿Qué será lo que quiere decirme ahora?», pero
le dije:
—Claro
que sí. Tú sabes que siempre estoy dispuesto a oírte.
No sé de
dónde sacan los chicos estas cosas... seguro que no puede ser de
sus
padres, pero me dijo:
—Papá,
sólo quería hacerte una pregunta.
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
92
—¿De qué
se trata? —pregunté, y él me miró y dijo:
—¿Has
estado yendo a algún grupo de reflexión o algo parecido?
Aunque
lo que yo estaba pensando era: «Oh, Dios, como cualquier chico de
dieciocho
ya me ha alcanzado», admití:
—No,
pero he estado leyendo un libro que decía lo importante que es que
uno les
diga a sus hijos lo que realmente siente por ellos.
—Te
agradezco que lo hayas hecho. Ya tendremos tiempo de seguir con el
tema.
Creo que
lo que me enseñó Tim esa noche es, fundamentalmente, que la
única
manera que tienes de entender el verdadero significado y propósito del
amor es
estar dispuesto a pagar el precio. Tienes que animarte a salir ahí fuera y
a correr
el riesgo de compartirlo.
Gene
Bedley
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
93
_
4
Sobre el
aprendizaje
Aprender
es descubrir
lo que
ya sabes.
Hacer es
demostrar
que ya
lo sabes.
Enseñar
es recordar
a los
demás que lo saben
tan bien
como tú.
Todos
somos aprendices,
hacedores,
maestros.
Richard
Bach
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
94
Receta
para construirme un futuro
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Ahora sí
me gusto
Una vez
que veas que la imagen de sí mismo que tiene un niño comienza a mejorar,
verás
logros significativos en diversos dominios, pero lo que es aún más importante,
verás un
niño que está empezando a disfrutar más de la vida.
Wayne
Dyer
Tuve una
nítida sensación de alivio cuando empecé a darme cuenta de que un
niño o
un joven necesita algo más que estudiar una asignatura. Yo conozco a
fondo
las matemáticas, creo que las enseño bien y antes solía pensar que eso era
lo único
que se necesitaba. Ahora no enseño matemáticas; enseño a los niños.
Acepto
el hecho de que hay niños con quienes mi éxito no puede ser más que
parcial.
He llegado a aceptar que no tengo que conocer todas las respuestas,
hasta el
punto de que ahora tengo más respuestas que cuando intentaba parecer
un
experto.
El chico
que me hizo entender esto fue Eddie. Un día le pregunté por qué
pensaba
que le iba mucho mejor en la escuela que el año anterior y su respuesta
dio
significado a toda mi nueva orientación.
—Porque ahora,
cuando estoy con usted, me gusto —dijo.
Un
maestro, citado por Everett Shostrom en
Man, the
manipulator
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Todas
las cosas buenas
Estaba
en la clase de tercer grado que tenía en la Saint Mary School de Morris,
Minnesota.
Aunque quería a la totalidad de mis treinta y cuatro estudiantes,
Mark
Eklund era uno entre un millón. De apariencia muy pulcra, tenía esa
actitud
del que es feliz dentro de su piel que añadía un rasgo delicioso incluso a
sus
ocasionales diabluras.
Además,
Mark parloteaba incesantemente a pesar de que, una y otra vez,
intenté
recordarle que en la escuela no era aceptable hablar sin permiso. Pero lo
que más
me impresionaba era la sinceridad con que me respondía cada vez que
tenía
que corregir su mal comportamiento:
—¡Gracias
por señalármelo, hermana!
Al
principio, yo me quedaba sin saber qué hacer, pero no tardé mucho en
acostumbrarme
a oír varias veces al día su disculpa.
Una
mañana se me acabó la paciencia, hasta el punto de que, cuando Mark
se pasó
una vez más, cometí un error digno de una maestra novata. Lo miré y le
dije:
—¡Si
dices una palabra más, te cerraré la boca con cinta adhesiva!
No
habían pasado diez segundos cuando Chuck, otro de mis alumnos,
exclamó:
—Mark está
hablando de nuevo.
Yo no
había pedido a ninguno de los niños que me ayudara a vigilar a
Mark,
pero como había anunciado ante toda la clase cuál iba a ser el castigo,
ahora
debía cumplirlo.
Recuerdo
la escena como si hubiera sucedido hoy. Fui hasta mi escritorio,
abrí el
cajón y saqué un rollo de cinta adhesiva. Sin decir palabra, me acerqué a
Mark,
corté dos trozos de cinta y con ellos le crucé la boca con una gran X, tras
lo cual
volví al frente de la clase.
En un
momento en que eché un vistazo a Mark para ver qué hacía, me
guiñó un
ojo y mi enfado se desmoronó. Empecé a reírme y, entre los aplausos
y hurras
de toda la clase, fui otra vez hasta el asiento de Mark, le quité la cinta
adhesiva
y me encogí de hombros.
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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—Gracias
por corregirme, hermana —fue lo primero que me dijo.
A
finales de año me pidieron que enseñara matemáticas a la primera clase
de
secundaria. Los años pasaron volando y, antes de que me diera cuenta, Mark
volvía a
estar en mi clase. Estaba más guapo que nunca y tan cortés como
siempre.
Como tenía que escuchar atentamente mi clase no charlaba tanto como
antaño.
Un
viernes parecía que las cosas no iban muy bien. Habíamos pasado toda
la
semana insistiendo sobre un concepto nuevo y difícil, y yo sentía que los
alumnos
estaban cada vez más frustrados e impacientes. Tenía que modificar la
situación
antes de que se me escapara de las manos, de modo que les pedí que
cada uno
enumerase los nombres de sus compañeros presentes en dos hojas de
papel,
dejando un espacio entre cada nombre y el siguiente. Después les dije
que
pensaran qué era lo más agradable que podían decir de cada uno de sus
compañeros
y lo escribieran.
Para
terminar la tarea necesitaron el resto de la clase, pero cada uno me fue
entregando
su hoja de papel mientras iban saliendo. Chuck sonreía y Mark me
dijo:
—Gracias
por enseñarme, hermana. Que pase un buen fin de semana.
Ese
sábado anoté el nombre de cada uno de los chicos en una hoja aparte y
en ella
fui enumerando lo que los demás habían dicho al referirse a él. El lunes
le di a
cada uno su lista. Algunas llegaban a ocupar dos páginas. No tardó
mucho en
estar toda la clase sonriendo, y oí comentar en susurros—.
—¿De
veras?
—Jamás
me imaginé que yo le importara tanto a nadie!
—¡No
sabía que yo le gustara de esa manera a alguien!
Nadie
volvió nunca a mencionar aquellos papeles en clase y tampoco supe
sí mis
alumnos hablaron del tema después de clase o con sus padres, pero eso
no tenía
importancia. El ejercicio había cumplido su propósito. Los chicos
estaban
de nuevo contentos consigo mismos y con los demás.
Aquel
grupo de muchachos prosiguió su vida. Varios años después,
regresaba
de unas vacaciones y mis padres me esperaban en el aeropuerto.
Mientras
íbamos a casa en el coche, mi madre me hizo las preguntas habituales
sobre el
viaje: qué tiempo había tenido, cómo lo había pasado en general.
Después
se produjo una pausa en la conversación. Mi madre miró a mi padre
de
soslayo y preguntó simplemente:
—¿Papá?
Él se
aclaró la garganta.
—Anoche
llamaron los Eklund —comenzó.
—¿De
veras? —me alegré—. Hace varios años que no tengo noticias de
ellos.
Me gustaría saber cómo está Mark.
Papá me
respondió en voz baja:
—Han
matado a Mark en Vietnam. El funeral es mañana y a sus padres les
gustaría
que asistieras.
Jack
Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Hasta el
día de hoy todavía puedo señalar con total exactitud el punto de la
autopista
I-494, donde mí padre me comunicó la muerte de Mark.
Yo jamás
había visto hasta entonces a un militar en su ataúd. Mark parecía
tan
apuesto, tan maduro. Lo único que pude pensar en aquel momento fue:
Mark,
daría toda la cinta adhesiva del mundo porque pudieras hablarme.
En la
iglesia, repleta con todos los amigos de Mark, no cabía un alfiler. La
hermana
de Chuck cantó «El himno de combate de la República». ¿Por qué
tenía
que llover el día del funeral? Fue muy difícil todo, junto a la tumba
abierta.
El pastor recitó las plegarias habituales y el corneta tocó silencio.
Yo fui
la última en bendecir el ataúd y, mientras estaba junto a él, uno de
los
soldados que habían cargado el féretro se me acercó a preguntarme si había
sido yo
la profesora de matemáticas de Mark. Todavía con los ojos fijos en el
féretro,
dije que sí con la cabeza.
—Mark
hablaba mucho de usted —me dijo.
Después
del funeral la mayoría de los ex condiscípulos de Mark se
encaminaron
a la granja de Chuck, donde se serviría un almuerzo. Allí estaban
el padre
y la madre de Mark, esperándome, evidentemente.
—Queremos
enseñarle algo —me dijo el padre, sacándose una cartera del
bolsillo—.
Lo llevaba Mark cuando lo mataron y pensamos que tal vez usted lo
reconocería.
Abrió la
cartera y sacó cuidadosamente dos ajados trozos de papel, hojas de
agenda
que parecían haber sido pegadas con cinta adhesiva después de
haberlas
doblado y desdoblado muchas veces. No necesité mirarlas para saber
que eran
las páginas donde yo había copiado todas las cosas buenas que cada
uno de
los compañeros de clase de Mark había dicho de él.
—Le agradecemos
muchísimo que lo hiciera —me dijo la madre—. Ya
puede
usted ver con qué amor lo atesoraba Mark.
Los
condiscípulos de Mark empezaron a reunirse a nuestro alrededor.
—Yo
todavía tengo mi lista en casa —expresó Chuck con una sonrisa más
bien
tímida—. Está en el cajón superior del escritorio.
—John me
pidió que pusiera la suya en nuestro álbum de bodas —dijo su
mujer.
Marilyn dijo que también ella conservaba la suya dentro de su diario.
Después,
Vicky, otra compañera de clase, rebuscó en el bolso, sacó su
billetera
y mostró a todo el grupo su lista, vieja y estragada, diciendo, sin
pestañear
siquiera:
—Yo la
llevo continuamente conmigo y creo que todos la hemos guardado.
Ése fue
el momento en que finalmente me senté y me eché a llorar. Lloraba
por Mark
y por todos los amigos que jamás volverían a verlo.
Helen P. Mrosla