domingo, 15 de enero de 2017

DICIEMBRE 2016 PENSANDO



EL CAMINO MAS LARGO
En la vida no es la forma de vivir que hace la diferencia es como aceptas vivir tu vida, al lado de quienes te hacen feliz con quien puedes hablar horas solo también debes aprender a escuchar más, dedicar tu tiempo a las cosas que te gustan y a la que les gustan a los demás.
Aprender a tolerar a los demás aunque no sean como tu vivir intensamente porque sabes que algún día todo se va acabar para ti porque los demás siguen aquí y tú te iras, solo trata de dejar cosas buenas para que te recuerden.
Sentirte diferente.


Algo para no olvidar
  • ·         Amar sin medida.
  • ·         No esperar nada de los demás solo dar.
  • ·         Dejarte llevar por las palpitaciones de tu corazón.
  • ·         Soñar más despierta que dormida.

QUIEN CREE EN UN TE AMO
Quizás sea real sentir algo más que dolor algo más que sentir cada día de nuestras vidas, si alguien te enseña a respirar por su piel a depender de su olor a soñar en sus sueños si aprendes amar junto a alguien pero jamás sintió nada por ti y jamás dijo que te amaba ni yo también porque podemos creer el amor existe en realidad.
Que nos hace soñar con el amor todos los días de nuestras vidas y nadie te comprende, nadie sabe quién eres en realidad, nadie en el mundo excepto tú mismo sabes lo que ocultas tú mismo sabes que sientes y como lo sientes, que hay dentro de ti, quien eres hoy en realidad.
Si alguien alguna vez alguien supiera quien eres y te lo dijese te enamorarías sin pensarlo dos veces te casarías y harías lo que esa persona te pidiera para que un día cualquiera se fuera con todo lo que tenías para no volver jamás entonces como creer en el amor, aun así te vuelves a enamorar vuelves a creer que alguien está destinado para ti para amarte para volver a soñar.
Quien cree que alguien te amo y aun estas a solas con tus propios pensamientos buscando las razones o los motivos porque sigo sola en la vida, si alguien me amo de verdad será por mi causa que ya no hay nadie más, ser el imán de las lágrimas por alguna razón nadie te comprende porque no aceptas al mundo tal cual es nadie te aceptaría.
2912216 IDI


ERRORES
No debes ayudar a nadie que no aporte nada en tu vida, resulta que son sanguijuelas que no son felices tampoco desean tu felicidad solo acaban con tu paz mientras fingen que quizás puedan hacerte felices algún día sabiendo que jamás será cierto.

UNA TURBULENCIA EN MI MENTE EN MIS ERRORES Y EN MI PASADO
Las preguntas que las personas normales se hacen y sienten, buscando como olvidar cualquier error y no aprender de ellos, eso me paso en todo este año donde estaba buscando de alguna manera u otra olvido quien soy en realidad y lo que deseo ser.
Simplemente quisiera comprender el porqué de mi desaliento, la búsqueda frenética del amor del sentimiento puro que nace es dentro de cada uno de nosotros mientras esperas que algún día alguien lo comprenda, si no lo aceptas tu nadie lo va a ver.
Nadie vendrá a darte la felicidad que necesitas, si deseas ser feliz lo serás, si deseas ser infeliz lo serás esa es la vida.
Y de pronto la vida te igual, las personas, los sentimientos, las verdades o las mentiras, tu y yo y la vida sin ti, sin nadie hasta sin mí, la lluvia que lava la calle pero no un corazón roto, mi corazón depresivamente vacío que nada lo llena aún me pregunto si Dios puede ocuparlo un poco más.
Encontré tantas razones para ser feliz que olvide que deje de soñar hace mucho, de creer en la felicidad, en Dios quizás no sé qué paso en mi camino o si era mi camino en realidad, porque olvide todo lo que deseaba.
Olvide el tiempo, olvide vivir, olvide soñar, olvide creer…
28-122016

BUSCAR AMOR Y ESPERAR
Mientras la vida pasa segundo a segundo, los personajes de mi vida dejaron de ser un sueño hace tanto que ya no recuerdo cuando ame en realidad y el porqué de tantos olvidos y tantos abandonos.
Yo quise amar en realidad buscar un sabor exacto no es delito, no ser lo que los demás esperan tampoco lo es, simplemente un poco de compañía un poco de fe para amar sin hacerle daño a nadie.

QUIZÁS
Alguna noche más como esta nos encontremos en tanto frío que nos abracemos y no nos separemos nunca más.

Quizás un día de estos donde nadie nos conozca nos enamoremos de nuevo y volvamos a ser quienes éramos alguna vez.
Después de envejecer

La lluvia más perfecta 5-01-2017


El sabor a desaliento que refresca las ventanas de aquel balcón lleno de flores en mis mejores sueños y anhelos, dormía y siempre me despertaba aquel olor a jazmín de mi hermosa infancia jugando a ser grande deseando no crecer jamás.
Regresaría tan solo un instante a ver a mi padre y a mi abuelo abrazarlos y regresar corriendo en esta misma lluvia que cae ahora, le pediría a mi padre su bendición y le diría que jamás lo olvidare.
La vida cambia poco a poco alguna vez eres feliz otras no lo eres, esperar mientras cae la lluvia, el frio congela mi mente nuevamente los recuerdos caen como las gotas de lluvia, hasta cuándo podría vivir así de esta manera tan silenciosa y me mente abierta a los deseos.
La lluvia limpia los viejos tejados y las calles sucias ojala así limpiara mi alma de tanto vacío y tanta soledad amarga, a veces digo tantas veces lo mismo que quisiera comprender porque soy tan cruel conmigo misma y no con los demás.



APRENDER AMARTE A TI PARA DESPUÉS AMAR





TE AMARA ETERNAMENTE

Te buscaré en mis sueños
te pensaré en todos mis días hasta el día en que te olvide
te plantaré en mi vientre y luego me iré
te recordaré siempre.




Cómo encontrar la paz interior


La paz interior es ese sentimiento que muchas personas anhelan y que pocas realmente lo viven. La realidad es que en el mundo tan acelerado que vivimos cultivar la paz interior puede marcar una gran diferencia a la hora de vivir felices o no. Por eso en este este artículo te voy a enseñar cómo encontrar la paz interior.
Lo primero que tienes que saber es que encontrar y cultivar la paz interior depende absolutamente de ti. Y es un proceso que se construye día a día de la mano del silencio. Curiosamente hay muchas personas que le cuesta estar en silencio, que se les dificulta pasar un rato a solas con ellos mismos o que se les hace imposible disfrutar de un poco tranquilidad.
Muchos son los que se levantan cada mañana y en la primera sensación de silencio inmediatamente ponen la radio, y otros que pasan con la televisión encendida todo el día, parece que le huyen del silencio, pero ¿por qué?
Básicamente sucede por miedo a lo que pueden escuchar de su ser interior, por miedo de enfrentarse a esa realidad que tanto intentan ocultar o por las emociones negativas que albergan en su interior y que les perturban en su vida, como lo es, la ira o el rencor.

La Paz Interior Significa Que Estás Libre De Basura Mental Y Emocional.
Cuando lo cierto es que estar en silencio es algo maravilloso, porque es una gran oportunidad de darnos cuenta de lo que realmente alberga en nuestro interior, es una gran ocasión para evaluar lo que estamos haciendo con nuestras vidas y de si el rumbo que está tomando es el que queremos o no.
El silencio además de ayudarte a cultivar la paz interior, también te ayuda a:
·         Conectarnos con nosotros mismos.
·         Encontrar soluciones a nuestros problemas.
·         Escuchar respuestas y guía.
·         Estar más relajados y concentrados.
·         Vivir en el presente.
·         Sobre todo limpiar toda esa basura mental y emocional que alberga en nuestro interior, para dar paso a sentimientos y emociones que nos ayuden a sentirnos y vivir mejor.
·         Entonces la solución para encontrar la paz interior está en cultivar el silencio, y para ello tienes que poner en practica este sencillo pero eficaz ejercicio, que consiste en…

Paso #1: Saca tiempo para ti.
Para ello busca un lugar tranquilo, en el que tengas la seguridad de que nadie te molestará. Si quieres puedes avisar a las personas que vivan contigo que durante 10 minutos necesitas estar sola y que por favor respeten ese tiempo que es para ti.
Paso #2: Relájate.
Siéntate en una postura cómoda, de forma que puedas alcanzar un estado de relajación fácilmente. Inspira lento pero profundamente, hasta que el oxígeno llene cada rincón de tu cuerpo. Haz una pausa, y espira de la misma manera diez veces más. Mantén ese estado durante al menos un par de minutos.
Paso #3: Reflexiona y Escucha
Luego dirige tu atención a tu interior. Reflexiona sobre tu vida, hazte preguntas y luego concentra tu atención en escuchar, sin analizar ni juzgar; únicamente concéntrate en escuchar, no pienses en lo que hiciste ayer, no pienses en lo que harás mañana, sólo escucha tu voz interior en ese momento.
Si sientes que te empiezas a perturbar vuelve a empezar el paso dos.
Durante toda la práctica mantén la respiración profunda, haz el ejercicio hasta sentir la calma, y así poco a poco cultivarás la paz interior.
Mediante este ejercicio aprenderás a regular conscientemente tu respiración, te ayudará a practicar la concentración, y sobre todo harás del silencio tu aliado, ésta es la clave para encontrar tu paz interior.

Por: Yasnely Gómez - autoayudapractica.com



¿Como elegir tu pareja para toda la vida?


Phronesis 18 diciembre, 2013 ArtículosPareja y sexualidad
1- Elige a alguien como si fueras ciego. Cierra los ojos y observa qué puedes sentir de esa persona, de su gentileza, su lealtad, su comprensión, su devoción, su habilidad para ocuparse de ti, su habilidad para cuidar de sí mismo como un ser independiente. En nuestra cultura nos basamos mucho en lo que vemos con nuestros ojos externos. Pero cuando miramos al objeto de nuestro amor, es mucho más importante lo que vemos con los ojos cerrados.
2- Elige a alguien que tenga la habilidad de aprender. Si hay algo que verdaderamente hace diferencia entre un amante para toda la vida y uno fugaz, es una persona que tenga la habilidad de aprender. Dice el refrán “el ignorante es poco tolerante”. Aquellos que no pueden aprender cosas nuevas, ver las cosas a la luz de lo nuevo, ser curiosos acerca del mundo y de cómo funcionan las cosas o las personas, a menudo se cierran y dicen. “No, esto tiene que ser así, de este modo” y para una relación de toda la vida es mejor estar con alguien que se abra y se cierre aprendiendo y evolucionando.
3- Elige a alguien que quiera ser como tú, fuerte y sensible a la vez. Para no confundir el significado de estas palabras, no relacionarlas con la rigidez y la fragilidad. La fuerza en el sentido en que es fuerte un árbol: pueden soplar fuertes vientos pero se sostendrá porque es flexible y se moverá para adelante y para atrás con el viento. Y en cuando a la sensibilidad, estoy hablando de ver, estar alerta a las cosas que están alrededor de uno. Algunas personas pueden necesitar una pequeña ayuda en esto, pero a menudo en algún en algún lugar profundo en su mente, o en su corazón, ya están despiertos y alerta a todas estas cosas, si bien no saben cómo articularlas. Y es por eso que el número 2 es tan importante: la habilidad para aprender. Puedes tener todas las posibilidades, todas las potencialidades del mundo para ser amable, amoroso, devoto, bueno y el mejor amante conocido del género humano pero si no puedes aprender a desarrollar ese potencial. ¡Entonces no sirve de nada!
4- Elige a alguien que cuando lo hieras, sienta dolor y te lo muestre. Y viceversa… elige a alguien que cuando te hiera, vea tu dolor y lo registre. Esto es muy importante. Hay muchos modos en que la gente muestra el dolor. A veces reclamando es una de las cosas que hacen las personas más extrovertidas. Reclaman, se vuelven locos… pero es su propia expresión de dolor. Lo peor es cuando le haces a tu compañero algo que no es amable, o que es impensado y él no muestra reacción. Como si no se permitiera a sí mismo mostrarse verdaderamente humano en tu presencia. Pasamos por muchas relaciones o unas cuantas, antes de encontrar a alguien con quien querríamos pasar nuestra vida. Sentimos las heridas en tantas relaciones que empezaban con grandes esperanzas pero que terminaban con fallas y accidentes. Por otro lado, te vas a encontrar con otro que no está intacto, que también está herido de algún modo. Como resultado de esto es que la habilidad de tu compañero de mostrar su dolor es tan importante como su habilidad para percibir tu dolor. ¡Es muy importante! Porque por naturaleza de las relaciones hay momentos de tensión en que presionamos o hicimos algo que lastimó al otro y esto no puede ser evitado completamente, pero no debe ser la misma herida una y otra vez. La gente tiene que aprender cada vez. Puede que alguien haya acumulado enojo y sufrimiento, heridas de los amantes anteriores, y haya adquirido así la habilidad de herir al nuevo amante y hasta ser desbordado por el deseo de herirlo. Entonces debe ser capaz de parar, de detenerse cuando ve el dolor en la otra persona.
5- Elige a una persona que tenga una vida interior. Trabajando, dibujando, escribiendo, a través de la meditación, la religión, algo que ame. Elige a una persona que esté en viaje y te vea como a un compañero de camino, un compañero de viaje. La habilidad para estar completamente con el otro y al mismo tiempo enteramente separado es muy importante. Las relaciones son cíclicas y hay momentos para estar muy cerca el uno del otro y otros momentos para apartarse.
6- Elige a alguien que tenga pasiones similares a las tuyas en la vida. Una relación construye una memoria. Estas memorias, lo compartido, son el “pegamento” lo que une la relación. Por el placer que es recordar buenos tiempos juntos, pero también los tiempos duros. Si no hay nada que verdaderamente disfruten juntos, es muy difícil pasar estos tiempos con el otro. Aun cuando cada uno pueda ser muy distinto del otro y hacer cosas muy diferentes, tiene que haber algo, algo tan simple como descansar juntos en la bañera o secarse juntos el pelo al sol, o dar vuelta a la manzana cada noche, o cualquier cosa de estas muy simple… sé que estarás pensando, cepillarse juntos los dientes a la mañana… Si, poco más que esto.
7- Elige a alguien que tenga valores similares. En cuanto a tener hijos, al nacimiento de los niños, la familia, roles de hombres y mujeres y las ideas acerca del dinero y la religión. Tal vez todas estas cosas juntas son el ideal y no las puedas encontrar todas sobre todo al principio de la relación, pero puedes tener esto en cuenta. Elegir a alguien que tenga valores similares tiene que ver con disminuir las fricciones en la relación y estas cosas deben sintonizarse si ha verdadero compromiso. Esta sintonía debe darse también en un nivel pragmático y cuando se da en estos niveles prácticos en más fácil que pueda darse en otros niveles más sutiles.
8- Elige a alguien compasivo, a alguien que sea capaz de escuchar, a alguien que te dé tiempo. Particularmente si eres una persona impulsiva, al tener un compañero que no sea tan impulsivo como tú, eventualmente hallarás cierta lentitud que será buena para ti. También alguien que sea un poco lento, al estar con un compañero que sea bien distinto se acelerará un poco. Y podrán después de un tiempo hallar un ritmo propio de la relación. A veces las personas tienen que estar ocho o nueve años hasta tener este ritmo completamente desarrollado. Lleva tiempo construir un milagro… no un milagro porque estén juntos sino por la fuerza que hay en el centro de una relación por la profunda guía del amor.
9- Elige a alguien que se pueda reír de sí mismo. Poder hacer un chiste y reír de la situación y de sí mismo es muy importante. Pero supongamos que no tienes un compañero muy chistoso, elige a alguien que pueda parar una discusión y aprender a reírse de la situación (vuelve al punto 2, alguien que tenga habilidad para aprender)
10- Elige a alguien a quien puedas tolerarle las fallas y características. En los momentos de tensión y cansancio, las cosas que más te atraerían de un compañero, las cosas más encantadoras, serían las que después te volvería loca… Así que no pienses que podrías vivir con alguien que tiene cosas que realmente molesta a las otras personas y que para ti no son importantes porque él o ella las está haciendo y él o ella es tu amante. Hay algunas cosas que son intolerables en cualquier relación sea el matrimonio o las sociedades y los negocios. Tales como el alcoholismo, el abuso sexual, el juego, las actividades criminales, Una persona que no dice la verdad, una persona que no te puede mirar a la cara, una persona por la que no podrías dar fe, una persona que puede hacer cualquier cosa por tapar sus errores. Todo eso sería construir una relación en un terreno inseguro.
11- Ser amigos y no-solo amantes. Y no es solo que digas “si yo sé lo que eso significa, significa que me guste y que lo ame” Significa más que eso y un modo de juzgarlo es pensar. ¿Harías por tu pareja lo que estás dispuesta a hacer por tu mejor amigo? ¿Estás dispuesta a escucharlo, estás dispuesta a hablar de las cosas de las que él tiene ganas de hablar, a prestar atención a los detalles de lo que dice o tiene ganas de hacer? Esto no significa que tengan que estar cuidándose el uno al otro siempre y para siempre, pero sobre ciertas bases y en algunos detalles por cierto que deben hacerlo. Entonces cuando pienses en lo que harías por tu mejor amigo y en lo que harías por tu amante, las cosas se aclararán para ti.
12- Elije a alguien que haga tu vida más grande y no más pequeña.


15 regalos que puedes darte a ti mismo de forma gratuita


Las mejores cosas de la vida no son cosas. Así que la próxima vez que quieras darte un regalo, guarda tu dinero, y considerar regalarte a ti mismo una de las siguientes:
1. La libertad de ser inexcusablemente TÚ. 
Usar una máscara te desgasta. Fingir es fatigoso. La actividad más laboriosa que puedes hacer es pretender ser quien sabes que no eres. Tratar de encajar en algún molde idealista de perfección es un juego de tontos. Es mucho más sabio ser tú mismo – con defectos y todo. Quítate la máscara y no pidas disculpa por ser quien realmente eres. Recuerda, la imperfección es belleza, la locura es genio. Es mejor ser ridículamente tú, que ridículamente aburrido tratando de ser igual que todos los demás. Lee The Mastery of Love.
 2. Una imaginación desinhibida. 
Si algo hemos aprendido como sociedad en las últimas décadas, es que la vida está cambiando cada vez más rápido con cada día que pasa. El mundo del mañana no se parecerá en nada al mundo de hoy. Y las personas con gran imaginación son las que no sólo viven allí, sino que también lo están creando.
3. Una mente abierta. 
Todas las personas que conozcas sabrán algo que tú no, todo el mundo te puede enseñar algo nuevo. El propósito de mantener una mente abierta no es simplemente para cambiar de opinión, es para ampliar tu mente para poder entender el verdadero potencial en cada momento de tu vida, para descubrir un yo que tenga la capacidad de ver más posibilidades y puntos de vista (incluso los que se oponen a los tuyos) y entonces elegir creativa, intuitiva y sagradamente seguir adelante.
4. El compromiso para fracasar hacia adelante.
El fracaso es tan seguro como las puestas de sol y los desvíos. Así que ¿Por qué emplear energía evitando lo inevitable? Acéptalo. Cambia tu energía de protegerte del fracaso a exprimir todo lo que puedas de la vida. Aprende a estar cómodo con esa sensación de incomodidad de ir contra la corriente y probar algo nuevo. Hacer eso te llevará a lugares que nunca pensaste que podrías ir.

5. Usar palabras de aliento.
Las palabras son poderosas. Pueden crear o pueden destruir. Las simples palabras que elijas (en especial cuando te hablas a ti mismo) pueden ofrecerte ánimo y pensamientos positivos para seguir adelante, o pueden enviarte más hacia la desesperación. Así que elige tus palabras sabiamente.

6. Un ‘vaso’ lleno de cosas correctas. 
No es sólo si el vaso está medio lleno o medio vacío lo que importa. También tienes que ser consciente de con qué estás llenando tu vaso. Asegúrate de llenarlo con cosas que satisfagan tu alma: buenos amigos y familia para amar, pasiones que perseguir, sueños que cumplir, y generosidad para con los demás. Porque la única situación más trágica que ver el vaso medio vacío, es llenar el vaso hasta que rebalse, y darte cuenta de que no hay nada en el para satisfacer tu sed de una vida significativa.
 7. Disfruta de lo que tienes.
Lo que tienes que hacer es disfrutar del viaje mientras estás en él. Piensa en positivo, sé positivo y cosas positivas pasarán. No eches a perder las cosas que tienes por desear lo que no tienes. Disfruta de tus bendiciones ahora. Recuerda que lo que tienes ahora, fue alguna vez algo que deseaste. Celébralo. Trabaja en ser tan agradecido y feliz, que cuando los demás te miren, se vuelvan un poco más felices también.
8. El aprendizaje permanente. 
Eres simplemente el producto de lo que sabes, así que desarrolla una pasión por adquirir conocimientos. La pasión por el aprendizaje no es simplemente estudiar y obtener un título o el favor de tus maestros. Empieza en el corazón y el hogar. Lee por placer, haz preguntas, analiza y explota tus curiosidades. En otras palabras, aprende a amar de verdad el acto de aprender. 
9. Esperanza. 
Recuerda, siempre es más oscuro justo antes del amanecer. Nunca subestimes la fuerza de tu voluntad de vivir después de una pérdida, de amar después de una angustia, o subir después de una caída. Porque aunque tus proble mas puedan ser demasiado densos y oscuros en este momento como para ver la luz, eso no significa que no haya un fuerte espíritu dentro, o un hermoso amanecer más allá del horizonte.

10. Espiritualidad. 
La fe eleva tu visión del universo, tu mundo y tu vida. Sería sabio inculcar en tu mente que eres más que carne y sangre ocupando un espacio. También estás hecho de corazón, alma y voluntad. Y las decisiones en tu vida deben basarse en algo más que lo que los demás de carne y sangre están haciendo en el exterior.
 11. Estabilidad y amor en el hogar. 
Un hogar estable se convierte en la base sobre la que se construye el resto de tu éxito. Inconscientemente, todos necesitamos saber que tenemos un núcleo familiar con el que podamos confiar, y que estará ahí para nosotros en las buenas y en las malas. La fidelidad a tu pareja es gran parte de esto. La fidelidad en cualquier relación íntima incluye más que sólo tu cuerpo, también incluye tus ojos, tu mente, tu corazón y tu alma. Protege tu sexualidad diariamente y dedícate por completo a la persona que amas.
 12. Un temperamento positivo. 
La ira puede ser útil para prestar atención a cuestiones que requieran tu respuesta, pero la ira por si misma no es una respuesta efectiva. Respira lenta y profundamente, y recuerda cuan más eficaz puedes ser manteniendo una actitud positiva, orientada a los resultados para el tema que tienes en las manos. No dejes que las acciones tontas, irreflexivas y destructivas de los demás te atrapen en un estado improductivo de ira. Toma nota de tu ira, déjala ir, redirige tu enfoque en ser tu mejor yo, y seguramente saldrás con una sonrisa.
 13. Un sentido del humor. 
El que ríe, vive más. El sentido del humor es la mayor defensa contra los problemas menores, algo de lo que la vida está llena. Así que ríe tantas veces como puedas con los que te rodean, por tu bien y por el de ellos.
 14. Hacer lo mejor que eres capaz de hacer. 
No te quejes de algo de lo que, de hecho, puedes hacer algo al respecto. Toma acción. Haz lo mejor que eres capaz de hacer. Cualquier cosa menor será engañarte a ti mismo. Los que consiguen más de la vida, son los que dan más. Encuentra algo que te apasione, y mantente tremendamente interesado en ello y enfócate en ello.
 15. Ser el cambio que quieras ver.
La felicidad, la libertad y la paz mental siempre se alcanzan al dar sin expectativas. La única manera de elevarte es elevando a los demás; para elevar tu mundo; para elevar todo en la vida un poco más alto. La alegría viene cuando das. La felicidad se vuelve tuya cuando la vives. Todo lo que necesitas, ya eres capaz de ser. Así que sonríe desde el corazón y cumple con tu destino en este precioso momento.



7 frases que nunca debes decirle a tu pareja


Muchas veces las personas se sienten tan cómodas con alguien que dicen todo lo que se les viene a la cabeza sin medir las consecuencias. Y es que por mucha confianza que exista se debe tener cuidado a la hora de abrir la boca, podes llegar a herir gratuitamente a quien amas.
Según Judy Ford, psicoterapeuta y autora de Every Day Love, “hablar con amabilidad es una habilidad que las parejas tienen que aprender. Todos se sienten maltratados por la vida y el mundo exterior. No debes sentirte de esa manera en tu casa “.
Por ello, aquí te dejamos con algunas frases que deberías evitar en el matrimonio o relación de pareja.
1. “Eres como tu madre (padre, hermano, etc.)”
Julie Orlov, psicoterapeuta, conferencista y autora de The Pathway to Love (El Camino al amor) señala que “es desagradable y menospreciante, poner en evidencia los peores rasgos de la familia”. Si estás a punto de decir una barbaridad acerca de sus parientes, detente y piénsalo bien.
Según Ford, debes evitar el insulto y realizar una petición razonable, por ejemplo si él suele dejar los platos sucios (como su padre o hermano), dile “Amor, cuando hayas terminado tu sándwich, ¿puedes lavar tu plato?”. De esta forma, puedes cumplir tu objetivo sin hacerle daño.

2. “¿Cuando vas a encontrar un nuevo trabajo?”
Lo primero que debes hacer, sugieren los expertos, es averiguar por qué crees que tu pareja necesita un nuevo trabajo. Si es por la cantidad de tiempo que pasa fuera del hogar, o porque crees que merece algo mejor, o porque su sueldo es insuficiente. “Antes de decir algo que podría ser perjudicial para el otro, debes pensar en tus propios problemas”, dice Ford.
Y es que podrías terminar atacando su capacidad para soportar o financiar a la familia. Por ejemplo, “Una parte de cómo un hombre se evalúa a sí mismo es por lo bien que puede hacerse cargo de su familia”, dice Ford, y en este sentido recriminarle su trabajo es una forma de hacerlo. Una buena forma de evitar esto es tener conversaciones regularmente en torno al empleo, las ambiciones profesionales de ambos y también las preocupaciones presupuestarias de cada uno.
“Es una oportunidad para hablar sobre su estilo de vida y cómo quieren vivir”, explica la experta.

3. “Mi mamá me advirtió que me ibas a hacer esto”
Orlov señala que nunca debes permitir que las opiniones de otras personas influyan o dicten pautas en tu relación, y si tu madre tenía aprensiones en torno a tu pareja no es bueno gritárselo en la cara. Lo mejor, es centrarse en lo que te hace enojar y no recurrir a argumentos baratos como “mi mamá me lo dijo”, pues no ayuda a solucionar el problema.

4. “Déjalo ahí, mejor lo hago yo”
De acuerdo a Ford esto es perjudicial para la relación porque es degradar el desempeño del otro y hacerle ver que sus esfuerzos están por debajo de los tuyos. Si esta situación es recurrente, es posible que tu pareja piense que no puede hacer nada bien.
Lo mejor, según la especialista, es que si la persona está realizando una tarea y crees que lo está haciendo mal, evaluar si realmente es que lo hace de manera diferente a la que tú sueles hacerlo o en definitiva está equivocado.

5. “Tu siempre … ” o “Tu nunca …”
Ford recomienda jamás decir estas frases, “porque se establece instantáneamente un tono negativo, que pone fin a la comunicación y pone a la otra persona a la defensiva.” Estas afirmaciones suelen hacer que el otro se sienta atacado y reaccione ofuscado. Siempre apunta al problema en particular y evita generalizar.
Si es un problema recurrente, explícale cómo te hacen sentir sus acciones y pregúntale si está dispuesto a cambiar esa actitud. Según la autora, la mayoría de los hombres y mujeres están dispuestos a cambiar prácticamente cualquier cosa si te hace feliz y se lo pides con amor.

6. “¿Realmente piensas que esos pantalones te favorecen?”
Si bien puede que estés tratando de ser una persona sincera, este comentario puede interpretarse como un insulto y menoscabo a su autoestima. Si quieres mostrar preocupación por su apariencia lo mejor es destacar lo bueno primero. Por ejemplo: “Tus ojos son hermosos y el color de esa camisa les quita protagonismo y no los deja que se puedan apreciar en su totalidad”.

7. “Mmmm, ¿vas a salir con ellos otra vez?”
No estamos obligados a querer a sus amigos, o peor aún, fingir que te simpatizan. Pero es una pésima idea criticar su mala elección de amigos y gritarle en su cara cuánto los desprecias. Así como tú elegiste a tus amigos libremente, tu pareja también tiene derecho a hacerlo.
Además, no por estar casados o vivir juntos, significa que no puedan tener actividades por separado. Es importante que cada uno tenga su espacio.
Por otro lado, si su amigo es una persona despreciable, es probable que tu pareja se dé cuenta por si sola de la situación.

Fuente: unosantafe


SOPA DE POLLO PARA EL ALMA (Lecturas para el corazón)

Sopa de pollo para el alma

Sobre el amor
Llegará el día que, tras haber dominado el espacio, los vientos, las mareas y la gravitación, debamos dominar para Dios las energías del amor. Y ese día, por segunda vez en la historia del mundo, habremos descubierto el fuego.
Teilhard de Chardin

El amor, la única fuerza creativa
Por dondequiera que vayas, difunde el amor: ante todo en tu propia casa. Brinda amor a tus hijos, a tu mujer o tu marido, al vecino de al lado... No dejes que nadie llegue jamás a ti sin que al irse se sienta mejor y más feliz. Sé la expresión viviente de la bondad de Dios; bondad en tu rostro, bondad en tus ojos, bondad en tu sonrisa, bondad en tu cálido saludo.
Madre Teresa de Calcuta

Un profesor universitario quiso que los alumnos de su clase de sociología se adentrasen en los suburbios de Boston para conseguir las historias de doscientos jóvenes. A los alumnos se les pidió que ofrecieran una evaluación del futuro de cada entrevistado. En todos los casos los estudiantes escribieron:
«Sin la menor probabilidad». Veinticinco años después, otro profesor de sociología dio casualmente con el estudio anterior y encargó a sus alumnos un seguimiento del proyecto, para ver qué había sucedido con aquellos chicos. Con la excepción de veinte individuos, que se habían mudado o habían muerto, los estudiantes descubrieron que 176 de los 180 restantes habían alcanzado éxitos superiores a la media como abogados, médicos y hombres de negocios.
El profesor se quedó atónito y decidió continuar el estudio. Afortunadamente, todas aquellas personas vivían en la zona y fue posible preguntarles a cada una cómo explicaban su éxito. En todos los casos, la respuesta, muy sentida, fue: «Tuve una maestra».
La maestra aún vivía, y el profesor buscó a la todavía despierta anciana para preguntarle de qué fórmula mágica se había valido para salvar a aquellos chicos de la sordidez del suburbio y guiarlos hacia el éxito.
—En realidad es muy simple —fue su respuesta—. Yo los amaba.
Eric Butterworth
Todo lo que recuerdo
Cuando mi padre hablaba conmigo, siempre iniciaba la conversación preguntándome: «¿Ya te he dicho hoy cuánto te quiero?». Su expresión de amor encontraba respuesta y, en sus últimos años, cuando su vitalidad empezó a disminuir visiblemente, nuestra intimidad se hizo aún mayor... si tal cosa era posible.
A los ochenta y dos años estaba preparado para morir, y yo estaba dispuesto a dejarlo ir, para que su sufrimiento terminara. Nos reíamos y llorábamos, nos tomábamos de las manos y nos confesábamos el uno al otro nuestro amor, y ambos coincidíamos en que era el momento de partir.
—Papá, quiero que después de haberte ido me envíes una señal de que estás bien —le decía yo, y él se reía ante el absurdo de aquellas palabras; papá no creía en la reencarnación. Tampoco yo estaba seguro de que esa posibilidad existiera, pero había tenido muchas experiencias que me convencieron de que podía esperar alguna señal «desde el otro lado».
Entre mi padre y yo había una relación tan profunda que, en el momento en que murió, yo sentí en mi pecho su ataque cardíaco. Y me dolió profundamente que el hospital, en su estéril sabiduría, no me hubiera permitido sostenerle la mano mientras se iba.
Día tras día rezaba pidiendo saber algo de él, pero nada sucedía. Noche tras noche pedía soñar con él antes de quedarme dormido. Y, sin embargo, pasaron cuatro largos meses sin que yo sintiera nada más que la pena por haberlo perdido. Cinco años antes, mi madre había muerto del mal de Alzheimer y, aunque yo tenía hijas ya mayores, me sentía como un niño perdido.
Un día, mientras estaba tendido en una camilla de masaje, en una habitación oscura y tranquila, esperando mi turno, me invadió una oleada de nostalgia por mi padre. Empecé a preguntarme si habría sido demasiada exigencia pedirle una señal. Advertí que me encontraba en un estado de extremada lucidez. Tuve una experiencia excepcionalmente clara, en la cual hubiera sido capaz de sumar mentalmente largas columnas de cifras.
Quise asegurarme de estar despierto y no dormido, y comprobé que estaba tan lejos como es posible de cualquier cosa que tuviera que ver con el sueño.
Cada pensamiento que tenía era como una gota de agua que perturbara un estanque inmóvil, y la paz de cada momento transcurrido me maravillaba. Entonces pensé: «He estado intentando controlar los mensajes que vienen desde el otro lado, pero ahora dejaré de hacerlo».
De pronto se me apareció el rostro de mi madre; su rostro, tal como había sido antes de que la enfermedad de Alzheimer la despojara de su mente, de su condición humana y de más de veinte kilos. El magnífico cabello plateado enmarcaba su dulce rostro. Era tan real y estaba tan próxima, que tuve la sensación de que si extendía la mano podría tocarla. Tenía el mismo aspecto que doce años atrás, antes de que se iniciara su decadencia. Hasta podía sentir la fragancia de Joy, su perfume favorito. Parecía que estuviera esperando y no hablaba. Me pregunté cómo podía ser que yo estuviera pensando en mi padre y ella apareciera ante mí; me sentí un poco culpable de no haber pedido también su presencia.
—Oh, madre, lamento tanto que hayas tenido que sufrir con aquella terrible enfermedad —expresé.
Ella inclinó ligeramente la cabeza, como para reconocer lo que yo había dicho sobre su sufrimiento. Después sonrió, con una hermosa sonrisa, y dijo muy claramente:
—Lo único que yo recuerdo es el amor.
Y desapareció.
Empecé a estremecerme, parecía que la habitación se hubiera enfriado súbitamente, y en los huesos supe que el amor que damos y que recibimos es lo único que importa y lo único que se recuerda. El sufrimiento desaparece; el amor perdura.
Sus palabras son lo más importante que jamás he oído y aquel momento ha quedado grabado para siempre en mi corazón.
Todavía no he visto ni he oído a mi padre, pero no me cabe duda de que cualquier día, cuando menos lo espere, se me aparecerá para preguntarme:
¿Ya te he dicho hoy cuánto te quiero?
Bobbie Probstein
La canción del corazón
Había una vez un hombre que se casó con la mujer de sus sueños. Con su amor, ambos crearon una niñita, una pequeña radiante y alegre, a quien el gran hombre amaba mucho.
Cuando ella era muy pequeña, él solía levantarla, entonaba una melodía y bailaba con ella por la habitación, diciéndole:
—Te amo, mi niña.
La niñita fue creciendo, y el hombre la abrazaba y le decía:
—Te amo, mi niña.
Ella se enfurruñaba y decía:
—Ya no soy una niña.
Entonces el hombre se reía, diciendo:
—Para mí, tú siempre serás mi niña.
La niña, que ya no era una niña, se fue de casa para descubrir el ancho mundo. A medida que se conocía mejor a sí misma, conocía mejor al hombre.
Entendía que él era verdaderamente grande y fuerte, porque ahora reconocía sus virtudes. Una de ellas era la capacidad para expresar su amor a su familia.
No importaba dónde estuviera ella en el mundo; él la llamaba para decirle: «Te amo, mi niña».
Llegó un día en que la niña, que ya no era una niña, recibió una llamada telefónica. El gran hombre estaba enfermo. Le dijeron que había tenido un ataque y estaba afásico. Ya no podía hablar y no estaban seguros de que entendiera lo que se le decía. Ya no podía sonreír, ni reír, ni andar, abrazar, bailar ni expresarle su amor a la niña, que ya no era una niña.
Entonces regresó al lado del gran hombre. Cuando entró en la habitación y lo vio, le pareció pequeño y nada fuerte. Él la miró e intentó hablar, pero no pudo.
La niñita hizo lo único que podía hacer. Se tendió en la cama, junto al gran hombre. Las lágrimas brotaban de los ojos de ambos, y ella abrazó sus hombros paralizados.
Con la cabeza apoyada en el pecho del enfermo, ella pensó en muchas cosas. Se acordó de los momentos maravillosos que habían pasado juntos y de cómo siempre se había sentido protegida y amada por el gran hombre. Sentía dolor por la pérdida que habría de soportar, por las palabras de amor que la habían reconfortado.
Y entonces oyó, en el pecho de él, el latido del corazón. El corazón donde habían vivido siempre la música y las palabras. El corazón seguía latiendo tercamente, despreocupado del daño que sufría el resto del cuerpo. Y mientras ella descansaba, se produjo un momento mágico. Ella oyó lo que necesitaba oír.
El corazón iba latiendo las palabras que la boca ya no podía pronunciar...
Te amo, mi niña.
Te amo, mi niña.
Te amo, mi niña... Y se sintió consolada.
Patty Hansen

El auténtico amor

Moisés Mendelssohn, el abuelo del conocido compositor alemán, estaba lejos de ser un hombre guapo. Además de ser bajo, tenía una grotesca joroba.
Un día visitó a un comerciante de Hamburgo que tenía una hija encantadora llamada Frumtje. Moisés se enamoró desesperadamente de ella, pero a Frumtje le repugnaba su aspecto deforme.
Cuando llegó el momento de irse, Moisés reunió todo su valor para subir las escaleras hasta la habitación de ella y tener una última oportunidad de hablarle. Aunque ella era una visión de celestial belleza, a él le causó profunda tristeza que se negara a mirarlo. Después de varios intentos de entablar conversación, le preguntó tímidamente si ella creía que los matrimonios se hacen en el cielo.
—Sí —respondió ella, sin dejar de mirar al suelo—. ¿Y vos?
—Sí, también lo creo —fue la respuesta. Y continuó—: Fijaos que en el cielo, en el momento del nacimiento de un niño, el Señor anuncia con qué niña se ha de casar. Cuando yo nací, me mostraron a mi futura esposa, pero el Señor añadió—: Pero tu mujer será jorobada. En ese mismo momento, clamé: «Oh, señor, una mujer jorobada sería una tragedia. Os ruego que me deis a mí la joroba y preservéis su belleza».
Entonces, Frumtje lo miró a los ojos y se sintió conmovida por un profundo recuerdo. Le ofreció su mano a Mendelssohn y con el tiempo llegó a ser su dedicada esposa.
Barry y Joyce Vissell

Sí que importa quién eres
Una maestra neoyorquina decidió homenajear a cada uno de sus alumnos del último curso de bachillerato diciéndoles lo importantes que eran. Se valió de un procedimiento ideado por Hélice Bridges de Del Mar, California, y fue llamando a la pizarra, uno a uno, a todos los estudiantes. Primero fue diciendo a cada uno por qué él (o ella) era importante tanto para la maestra como para la clase. Después les fue dando una cinta azul que llevaba impreso, en letras doradas, el texto siguiente: «Sí que importa quién soy».
Después decidió investigar qué tipo de influencia tendría el hecho del reconocimiento sobre una comunidad. Dio a cada uno de sus alumnos tres cintas más y les encargó que difundieran en su medio esta ceremonia de reconocimiento. Luego debían hacer un seguimiento de los resultados, ver quién reconocía los méritos de quién y, al cabo de una semana, presentar un informe a la clase.
Uno de los chicos de la clase fue a visitar a un joven ejecutivo, para reconocer la ayuda que éste le había prestado en la planificación de su carrera.
Le dio una cinta azul y se la prendió en la camisa. Después le entregó dos cintas más, diciéndole:
—En clase estamos realizando un proyecto de investigación sobre el reconocimiento y nos gustaría que usted también encontrase a alguien merecedor de este honor, le diera una cinta azul y otra para que esa persona, a su vez, pueda reconocer a una tercera persona y así mantener en marcha esta ceremonia. Le ruego que después me informe de lo que suceda.
El mismo día, el joven ejecutivo fue a ver a su jefe que, en honor a la verdad, siempre se había caracterizado por ser bastante gruñón y le dijo que lo admiraba profundamente por su creatividad. El jefe pareció sorprendidísimo, más aún cuando su colaborador le preguntó si aceptaría que le entregara la cinta azul y le permitiría que se la prendiera.
—Bueno... sí, claro —balbuceó el atónito jefe.
El joven ejecutivo se la colocó en el pecho, sobre el corazón, y finalmente le dio la otra cinta, preguntándole:
—¿Me haría usted el favor de aceptar esa cinta y ofrecérsela a alguien que la merezca? El chico que me las dio está haciendo un proyecto escolar y queremos que esta ceremonia de reconocimiento continúe, para ver de qué manera afecta a la gente.
Esa noche, cuando el jefe regresó a casa, llamó a su hijo de catorce años y, tras indicarle que se sentara, le dijo:
—Hoy me pasó algo de lo más increíble. Estaba en mi despacho cuando uno de los ejecutivos vino a decirme que me admiraba y me dio una cinta azul por mi creatividad. ¡Imagínate, piensa que soy un genio creativo! Después me puso en la solapa esta cinta azul que dice «Sí que importa quién soy» y me dio otra pidiéndome que se la diera a alguien que a mi juicio la merezca. Esta noche, mientras volvía a casa, me puse a buscar a alguien cuyos méritos quisiera reconocer y me acordé de ti. Eres tú quien se merece este reconocimiento.
»Mi vida es realmente un acoso, y cuando vuelvo a casa no te presto mucha atención. A veces te grito por no traer notas suficientemente buenas de la escuela, pero no sé bien por qué, esta noche quería sentarme aquí contigo y... bueno, decirte simplemente que me importas. Además de tu madre, tú eres la persona más importante que hay en mi vida. ¡Eres un chico estupendo y te quiero muchísimo!
El sorprendido muchacho empezó a sollozar, y no podía dejar de llorar. Le temblaba todo el cuerpo. Levantó los ojos hacia su padre y le dijo, entre lágrimas:
—Papá, estaba pensando en suicidarme esta noche, creyendo que tú no me querías, ¡pero ahora ya no es necesario!

De uno en uno
En una puesta de sol, un amigo nuestro iba caminando por una desierta playa mexicana. Mientras andaba empezó a ver que, en la distancia, otro hombre se acercaba. A medida que avanzaba, advirtió que era un nativo y que iba inclinándose para recoger algo que luego arrojaba al agua. Una y otra vez arrojaba con fuerza esas cosas al océano.
Al aproximarse más, nuestro amigo observó que el hombre estaba recogiendo estrellas de mar que la marea había dejado en la playa y que, una por una, volvía a arrojar al agua.
Intrigado, el paseante se aproximó al hombre para saludarlo:
—Buenas tardes, amigo. Venía preguntándome qué es lo que hace.
—Estoy devolviendo estrellas de mar al océano. Ahora la marea está baja y ha dejado sobre la playa todas estas estrellas de mar. Si yo no las devuelvo al mar se morirán por falta de oxígeno.
—Ya entiendo —replicó mi amigo—, pero sobre esta playa debe de haber miles de estrellas de mar. Son demasiadas, simplemente. Y lo más probable es que esto esté sucediendo en centenares de playas a lo largo de esta costa. ¿No se da cuenta de que es imposible que lo que usted puede hacer sea de verdad importante?
El nativo sonrió, se inclinó a recoger otra estrella de mar y, mientras volvía a arrojarla al mar, contestó:
—¡Para ésta si que es importante!

El regalo
Bennet Cerf relata este conmovedor episodio sobre un autobús que iba dando tumbos por un camino rural en el sur de los Estados Unidos.
En un asiento iba un delgadísimo anciano con un ramo de flores frescas en la mano. Al otro lado del pasillo viajaba una muchacha cuyos ojos se volvían una y otra vez hacia las flores. Cuando le llegó el momento de descender, impulsivamente, el anciano dejó caer las flores sobre la falda de la chica.
—Ya veo que te gustan las flores —explicó—, y creo que a mi mujer le gustaría que las tuvieras. Le diré que te las he dado.
La joven le agradeció las flores y se quedó mirando al anciano que, tras bajarse del autobús, cruzó el umbral de un pequeño cementerio.
Bennet Cerf

Un hermano así
A Paul, un amigo mío, su hermano le regaló un automóvil por Navidad. En
Nochebuena, cuando Paul salía de su despacho, encontró un pilluelo de la calle dando vueltas alrededor del brillante coche nuevo, admirándolo.
—¿Es éste su coche, señor? —le preguntó. Paul asintió con la cabeza.
—Me lo regaló mi hermano por Navidad —respondió. El chico se quedó atónito.
—¿Quiere decir que su hermano se lo dio y a usted no le costó nada? Vaya, ojalá... —se interrumpió, vacilante.
Por cierto, Paul sabía ya lo que el chico iba a decir: que ojalá él tuviera un hermano así. Pero lo que realmente dijo lo conmovió hasta lo más hondo.
—Ojalá yo pudiera ser un hermano así —continuó.
Paul lo miró, atónito, e impulsivamente añadió:
—¿Te gustaría dar una vuelta en mi coche?
—Oh, sí. Me encantaría.
Tras un corto recorrido, el chico le preguntó:
—Señor, ¿le importaría pasar frente a mi casa?
Paul esbozó una sonrisa, pensando que sabía lo que deseaba el chico: que sus vecinos vieran que él podía volver a casa en un gran automóvil. Pero otra vez se equivocaba.
—¿Puede detenerse allí, donde están esos dos escalones? —preguntó el niño.
Subió los escalones corriendo y casi en seguida Paul lo oyó regresar con lentitud. Venía trayendo en brazos a su hermanito tullido. Lo sentó en el escalón inferior y, abrazándolo fuertemente, le señaló el coche.
—¿Ves, Buddy, es como yo te dije? Su hermano se lo regaló por Navidad y
a él no le costó ni un céntimo. Algún día yo te regalaré a ti uno igual a éste... para que tú puedas ir solo a ver todas las cosas bonitas que hay en los escaparates de Navidad, las que yo he tratado de contarte cómo son.
Paul bajó del coche y sentó al pequeño en el asiento inmediato al del conductor. Con los ojos brillantes, el hermano mayor se instaló junto a él, y esa víspera de Navidad los tres iniciaron un memorable paseo. Paul aprendió cuál había sido la intención de Jesús al decir: «Más bendición es dar...».
Dan Clark


El coraje
—Entonces, ¿tú crees que soy valiente? —preguntó la muchacha.
—Claro que sí.
—Quizá lo sea, pero es porque he recibido la inspiración de algunos maestros. Te hablaré de uno. Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntaria en el hospital de Stanford, conocí a una niña, Liza, que sufría una rara enfermedad muy grave. Al parecer, su única posibilidad de recuperación era una transfusión de sangre de su hermanito de cinco años, que había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El médico le explicó la situación al niño y le preguntó si estaría dispuesto a donar sangre a su hermana. Lo vi vacilar apenas un momento antes de hacer una inspiración profunda y responder: «Sí, lo haré si es para salvar a Liza».
Mientras se realizaba la transfusión, el niño permaneció en una cama junto a la de su hermana, sonriendo, como todos los presentes, al ver cómo el color volvía a las mejillas de Liza. Después, su rostro palideció y se esfumó su sonrisa. Levantó los ojos hacia el médico y le preguntó con voz temblorosa: «¿Empezaré a morirme ahora mismo?».
En su inocencia de niño, había entendido mal al médico y pensaba que tenía que dar a su hermana toda su sangre.
—Sí —añadió la narradora, he aprendido a ser valiente porque he tenido maestros inspirados.
Ed, el hombretón Cuando llegué a la ciudad para presentar un seminario sobre cómo dirigir una empresa con autoridad, un pequeño grupo de personas me llevó a cenar para ponerme al corriente de la gente a quien tendría que dirigirme al día siguiente.
El líder manifiesto del grupo era Ed, un corpulento hombretón de voz profunda y retumbante, que mientras cenábamos me informó de que era mediador de conflictos laborales en una gigantesca organización internacional.
Su trabajo consistía en infiltrarse en ciertas divisiones de la empresa o de empresas subsidiarias para finalmente quitarle el empleo al ejecutivo responsable de ellas.
—Joe —me dijo—, realmente no veo el momento de que llegue mañana, porque a toda esa gente le hace falta escuchar a un tipo recio como tú. Ahora se enterarán de que mi estilo es el correcto.
Con una sonrisa tosca, me guiñó un ojo. Me limité a sonreír. Yo sabía que el día siguiente sería diferente de lo que él esperaba.
Al día siguiente se quedó sentado, impávido durante todo el seminario, y cuando terminó se fue sin decirme nada.
Tres años después regresé a aquella ciudad a presentar otro seminario de administración para el mismo grupo de personas. Ed, el hombretón, estaba otra vez allí. A eso de las diez, de pronto, se levantó para preguntarme en voz muy alta:
—Joe, ¿puedo decir algo a esta gente?
—Claro —le respondí con una sonrisa forzada—. Cuando alguien es tan grande como tú, Ed, puede decir lo que quiera.
El hombretón siguió diciendo.
—Todos vosotros, muchachos, me conocéis, y algunos sabéis lo que me pasa, pero ahora quiero compartirlo con todos. Joe, creo que cuando haya terminado me lo agradecerás.
—Cuando te oí sugerir que todos, para llegar a ser realmente duros, teníamos que aprender a decirle a la gente más próxima que la amamos, pensé que eso era un montón de tonterías sentimentales. No entendía qué demonios tenía que ver eso con el hecho de ser duros. Tú habías dicho que la dureza era como el cuero y la rigidez como el granito, que una mente dura es abierta elástica, disciplinada y tenaz. Pero yo no entendía qué tenía que ver el amor con todo eso.
—Esa noche, sentado en el salón frente a mi mujer, tus palabras me seguían zumbando en la cabeza. ¿Qué clase de coraje necesitaría para decirle a mi mujer que la amaba? ¿Acaso eso no podía hacerlo cualquiera? Tú también habías dicho que eso había que hacerlo a la luz del día, no en el dormitorio. Descubrí que me estaba aclarando la garganta para empezar y que no acababa de decidirme. Mi mujer me miró, me preguntó qué había dicho y yo le contesté que nada. Después, de pronto, me levanté, atravesé la habitación, le aparté nerviosamente el periódico y le dije: "Alice, te amo". Durante un momento me miró, atónita, y después sus ojos se llenaron de lágrimas y me dijo, suavemente:
"Ed, yo también te amo, pero ésta es la primera vez en veinticinco años que me lo has dicho de esta manera"».
»Estuvimos un rato hablando de cómo el amor, si es suficiente, puede disolver toda clase de tensiones y de pronto yo decidí, en el entusiasmo del momento, llamar a mi hijo mayor que vive en Nueva York. En realidad jamás hemos mantenido una buena relación. Cuando se puso al teléfono le dije como en un estallido: "Hijo, si piensas que estoy borracho lo entenderé, pero no es eso. Es sólo que se me ocurrió llamarte para decirte cuánto te quiero"».
»Al otro lado se produjo una pausa y después le oí decir en voz baja:
«"Papá, creo que ya lo sabía, pero es estupendo oírlo. Y quiero que sepas que yo también te quiero"». Estuvimos charlando un rato y después llamé a mi hijo menor a San Francisco. Con él había tenido más intimidad. Le dije lo mismo que al otro y con éste también mantuve una charla realmente hermosa, como nunca la habíamos tenido.
«Esa noche, mientras estaba acostado, pensando, me di cuenta de que todas las cosas que usted había dicho ese día, es decir, los elementos básicos de una auténtica administración, adquirían un significado nuevo, y que yo podía tener una pista sobre la forma de aplicarlos si realmente entendía y practicaba un firme concepto de amor.
»Empecé a leer libros sobre el tema y, por cierto, Joe, hay mucha gente importante que tiene cosas que decir, y me di cuenta de lo enormemente práctico que resultaría en mi vida un concepto del amor entendido así, tanto en casa como en el trabajo.
»Tal como algunos de los aquí presentes ya sabéis, cambié realmente mi manera de trabajar con la gente. Empecé a escuchar más y de verdad. Aprendí lo que era tratar de conocer las virtudes de la gente en vez de concentrarme en sus debilidades. Empecé a descubrir el auténtico placer de ayudarles a aumentar la confianza en sí mismos. Quizá lo más importante de todo fue que realmente empecé a entender que una manera excelente de mostrar amor y respeto por los demás es esperar de ellos que usen sus propias fuerzas para alcanzar los objetivos que juntos hemos definido.
«Joe, ésta es mi manera de darte las gracias. Y, dicho sea de paso, ¡hablemos de algo práctico! Ahora soy vicepresidente ejecutivo de la compañía y me adjudican un liderazgo fundamental. Pues bien, muchachos, ¡ahora escuchad a este tipo!»
Joe Batten

El amor y el taxista
El otro día, en Nueva York, cogí un taxi con un amigo. Cuando nos bajamos, mi amigo le dijo al taxista:
—Le agradezco el viaje. Es usted un conductor estupendo.
Durante un segundo, el hombre se quedó atónito. Después reaccionó:
—Oiga, ¿me está tomando el pelo o qué?
—Nada de eso, amigo mío, no tengo intención de molestarlo. Admiro la tranquilidad con que se mueve en medio de semejante tránsito.
—Ah —farfulló el conductor, y siguió su recorrido.
—¿A qué venía eso? —pregunté.
—Estoy tratando de restaurar el amor en Nueva York —me respondió mi amigo—. Creo que es lo único capaz de recuperar la ciudad.
—¿Cómo es posible que un solo hombre salve Nueva York?
—No es cuestión de un solo hombre. Creo que a ese taxista le he cambiado el día. Suponte que haga veinte viajes. Pues será amable con esos veinte pasajeros porque alguien fue amable con él. Ellos, a su vez, serán más cordiales con sus empleados, servidores o colaboradores, e incluso con sus respectivas familias. En última instancia, la buena disposición podría extenderse a un millar de personas por lo menos. No está mal, ¿no te parece? —Pero tú confías en que ese taxista transmita tu buena disposición a los demás.
—No estoy confiando en nada —respondió mi amigo—. Me doy cuenta de que el sistema no es totalmente seguro. Hoy puedo encontrarme con diez personas muy diferentes, si de entre esos diez puedo hacer felices a tres, finalmente podré influir en forma indirecta sobre las actitudes de tres mil más. —Teóricamente suena bien —admití—, pero no estoy seguro de que en la práctica funcione.
—Si no funciona no se pierde nada. No perdí ni un minuto en decirle a ese hombre que estaba haciendo muy bien su trabajo. Ni le di una propina mayor ni una más pequeña. Y si mis palabras cayeron en oídos sordos, ¿qué importa? Mañana habrá algún otro taxista a quien pueda tratar de hacer feliz.
—Oye, tú estás un poco chiflado —señalé.
—Tus palabras demuestran lo cínico que te has vuelto. Este asunto lo tengo estudiado. Lo que al parecer les falta a nuestros empleados de correos, aparte de dinero, por cierto, es que nadie les dice lo bien que están haciendo su trabajo.
—Pero si no están haciendo bien su trabajo.
—Si no están haciendo bien su trabajo es porque sienten que a nadie le importa cómo lo hacen. ¿Por qué no decirles una palabra que les anime?
En ese momento pasábamos junto a un edificio en construcción, donde cinco obreros estaban almorzando. Mi amigo se detuvo.
—Qué trabajo estupendo habéis hecho —señaló—. Debe de ser algo muy difícil y peligroso. Los hombres lo miraron con desconfianza.
—¿Cuándo estará terminado?
—En junio —gruñó uno de ellos.
—Ah. Pues realmente, es impresionante. Debéis de estar muy orgullosos.
Seguimos caminando y yo le señalé: —No he visto a nadie como tú desde que leí el Quijote.
—Cuando esos hombres asimilen mis palabras se sentirán más felices y, de alguna manera, su felicidad será un beneficio para la ciudad.
—Pero, ¡esa no es una tarea para que la hagas tú solo! —protesté yo—. Al fin y al cabo, no eres más que un hombre.
—Lo más importante es no descorazonarse. Intentar que la gente de la ciudad vuelva a ser feliz no es tarea fácil, pero si puedo enrolar a más gente en mi campaña...
—Acabas de guiñarle el ojo a una mujer feísima —le señalé.
—Ya lo sé —me respondió—. Piensa que si es maestra de escuela hoy sus alumnos tendrán un día fantástico.
Art Buchwald

Un simple gesto
Todo el mundo puede ser grande... porque cualquiera puede servir. Para eso no necesitas tener un título universitario. No necesitas hacer que sujeto y verbo concuerden. Lo único que necesitas es un corazón pleno de gracia, un alma nacida del amor.
Martin Luther King

Mark volvía caminando de la escuela cuando advirtió que el muchacho que caminaba delante de él había tropezado y se le habían caído todos los libros que llevaba, además de dos jerséis, un bate de béisbol, un guante y un pequeño magnetófono. Mark se arrodilló para ayudarle a recoger los objetos desparramados y, como iban por el mismo camino, le ayudó a llevar parte de la carga. Mientras caminaban, supo que el chico se llamaba Bill, que le encantaban los vídeo-juegos, el béisbol y la historia, que tenía muchos problemas con las demás asignaturas y que acababa de romper con su novia.
Primero llegaron a casa de Bill, donde invitaron a Mark a que entrara a tomar un refresco y a ver la televisión un rato. La tarde pasó agradablemente, entre algunas risas y algo de charla intrascendente, luego Mark se fue a su casa. Los dos chicos siguieron viéndose en la escuela, almorzaron juntos un par de veces y, finalmente, ambos terminaron la primaria. Casualmente fueron a la misma escuela secundaria, donde siguieron teniendo breves contactos durante años. Finalmente, llegado el tan esperado último año, tres semanas antes del día que finalizaban los cursos, Bill le preguntó a Mark si podían conversar un rato. Le recordó aquel día, años atrás, en que se habían conocido, y le preguntó:
—¿Nunca te extrañaste de que ese día volviera a casa tan cargado de cosas?
Había vaciado mi armario porque no quería cargar a nadie con ese desorden. Había ido guardando algunas pastillas para dormir de mi madre y volvía a casa con intención de suicidarme. Pero después de haber pasado un rato contigo, charlando y riéndonos, me di cuenta de que si me hubiera matado habría perdido aquellos momentos y muchos otros que podían haberles seguido.
Entonces, Mark, ya ves que aquel día, cuando me recogiste los libros, hiciste mucho más... Me salvaste la vida.
John W. Schlatter

La sonrisa
Sonreíos los unos a los otros; sonríe a tu mujer, sonríe a tu marido; sonreíd a vuestros hijos, sonreíos sin que os importe a quién, y eso os ayudará a que crezca vuestro amor por el otro.
Madre Teresa de Calcuta

Muchos norteamericanos conocen bien El principito, un libro maravilloso escrito por Antoine de Saint-Exupéry. Es un libro que, sin dejar de ser un cuento para niños, es también un recurso maravilloso para estimular el pensamiento en los adultos. Muchos menos son los que tienen conocimiento de otros escritos, novelas y cuentos del autor.
Saint-Exupéry era un piloto de caza que luchó contra los nazis y murió en acción. Antes de la segunda guerra mundial, luchó contra los fascistas en la guerra civil española. A partir de aquella experiencia escribió un cuento fascinante con el título de La sonrisa (Le sourire). Éste es el relato que quisiera compartir con vosotros ahora. Aunque no está claro si la intención del autor era escribir un texto autobiográfico o de ficción, yo prefiero creer en la primera posibilidad.
Cuenta el autor que, capturado por el enemigo, lo confinaron en una celda.
Por las miradas desdeñosas y el rudo tratamiento que recibió de sus carceleros, estaba seguro de que al día siguiente lo ejecutarían. A partir de aquí contaré la historia tal como la recuerdo, con mis propias palabras.
«Estaba seguro de que me matarían, y me fui poniendo tremendamente inquieto y nervioso. Repasé mis bolsillos en busca de algún cigarrillo que pudiera haber quedado en ellos pese al registro y encontré uno que, con manos temblorosas, apenas pude llevarme a los labios. Pero no tenía fósforos; eso sí se lo habían llevado.
»Por entre los barrotes miré a mi carcelero, que evitaba mantener contacto conmigo. Después de todo, nadie intenta mirar a los ojos a una cosa, a un cadáver. Decidí preguntarle:
»—¿Tiene fuego, por favor?
»Me miró, se encogió de hombros y se acercó a encenderme el cigarrillo.
»Mientras se acercaba para encender el fósforo, sin intención alguna, nuestros ojos se cruzaron. En ese momento, sin saber por qué, le sonreí. Quizá fuera por nerviosismo, tal vez porque cuando dos personas están muy cerca una de otra es muy difícil no sonreír. En todo caso, le sonreí. En ese instante fue como si se encendiera una chispa en nuestros corazones, en nuestras almas: éramos humanos. Sé que aunque él no lo quería, mi sonrisa pasó a través de los barrotes y provocó otra sonrisa en sus labios. Me encendió el cigarrillo y se quedó cerca, mirándome directamente a los ojos, sin dejar de sonreír.
»También yo seguí sonriéndole; ahora ya lo veía como a una persona, no como a un simple carcelero. Pareció como si el hecho de que me mirara hubiera cobrado también una nueva dimensión.
»—¿Tienes hijos? —me preguntó.
»—Si, mira.
»Saqué la cañera y busqué las fotos de mi familia. Él también sacó las fotos de sus hijos y empezó a hablar de los planes y las esperanzas que ellos le inspiraban. A mí se me llenaron los ojos de lágrimas. Le dije que temía no volver a ver nunca a mi familia, no poder llegar a verlos crecer. A él también se le humedecieron los ojos.
»De pronto, sin decir nada más, abrió la puerta y sin añadir palabra me guió hacia la salida. Ya fuera de la cárcel, silenciosamente y por callejas apartadas, me condujo fuera de la ciudad. Allí, ya casi en el límite, me dejó en libertad y, sin una palabra más, regresó.
»Aquella sonrisa me había salvado la vida.
Sí, la sonrisa... el contacto espontáneo, natural, no afectado entre las personas. Éste es un episodio que cuento en mi trabajo porque me gustaría que la gente pensara en que, debajo de todas las capas defensivas que construimos para protegernos, para proteger nuestra dignidad, nuestros títulos, nuestros grados, nuestro estatus y nuestra necesidad de que nos vean de tal o cual manera... por debajo de todo eso, sigue estando, auténtico y esencial, lo que somos. No me asusta llamarlo alma. Realmente, creo que si esa parte de ti y esa parte de mí pudieran reconocerse la una a la otra, no seríamos enemigos. No podríamos sentir odio ni envidia ni miedo. Con tristeza llego a la conclusión de que todos esos estratos que tan cuidadosamente vamos construyendo a lo largo de toda la vida, nos distancian de los demás y nos aíslan de cualquier auténtico contacto con ellos. El relato de Saint-Exupéry nos habla de ese momento mágico en que dos almas se reconocen.
No he tenido más que unos pocos momentos como aquél. Enamorarse es un ejemplo y también observar a un bebé. ¿Por qué sonreímos cuando vemos un bebé? Quizá sea porque vemos a alguien que aún no tiene todas esas barreras defensivas, alguien que, bien lo sabemos, cuando nos sonríe lo hace de forma totalmente auténtica y sin engaños. Y el alma de bebé que seguimos llevando dentro sonríe con melancólico agradecimiento.

Amy Graham
Tras haber volado toda la noche desde Washington, D. C, estaba cansado cuando llegué a mi iglesia, la Mile High Church, en Denver, donde después de oficiar tres servicios, tendría que dirigir un taller sobre la conciencia de la prosperidad. Al entrar en la iglesia, el doctor Fred Vogt me preguntó si tenía noticias de la existencia de la Fundación Pide un Deseo.
Le respondí que sí.
—Bueno —continuó—, a Amy Graham le han diagnosticado una leucemia terminal. Apenas le dan tres días de vida. Su último deseo es estar presente en sus servicios.
Quedé realmente impactado. Sentí una combinación de júbilo, respeto y duda. No lo podía creer. Pensaba que los chicos y chicas a punto de morir querrían que los llevaran a Disneylandia o conocer a Sylvester Stallone, o a
Arnold Schwarzenegger. ¿Cómo iban a querer pasarse sus últimos días escuchando a Mark Victor Hansen? ¿Por qué una cría a quien no le quedaban más que unos pocos días de vida iba a querer que le endilgaran un discurso sobre motivaciones? De pronto, una voz interrumpió mis pensamientos.
—Aquí está Amy —anunció Vogt mientras ponía la frágil mano de Amy en la mía. Ante mí estaba una muchacha de diecisiete años con un turbante de brillantes colores rojo y naranja que le ocultaba la cabeza, calva a causa de los tratamientos de quimioterapia recibidos. El frágil cuerpo, debilitado, apenas se sostenía.
—Mis dos objetivos —me dijo— eran terminar la escuela secundaria y escuchar su sermón. Los médicos no creían que pudiera cumplir ninguno.
Pensaban que las fuerzas no me alcanzarían. Me dejaron otra vez en manos de mis padres... Aquí están, se los presento.
Los ojos se me llenaron de lágrimas; sentí que me ahogaba, que me faltaba el equilibrio. Estaba totalmente conmovido. Me aclaré la garganta, sonreí y dije: —Tú y tus padres sois nuestros invitados. Os agradezco que hayáis querido venir.
Nos abrazamos, nos secamos los ojos y nos separamos.
He estado presente en muchos seminarios de curación en los Estados
Unidos, Canadá, Malasia, Nueva Zelanda y Australia. He observado el trabajo de los mejores sanadores y he estudiado, investigado, evaluado y cuestionado qué era lo que funcionaba, por qué y cómo.
Aquel domingo por la tarde dirigí un seminario en el que participaron Amy y sus padres. El público abarrotaba la sala: más de un millar de personas ávidas de aprender, de crecer, de ser cada vez más humanas. Humildemente, les pregunté si querían aprender un procedimiento de curación que podría servirles para toda la vida. Desde el escenario, parecía que todas las manos se hubieran levantado. El sentimiento era unánime: querían aprender.
Enseñé al público a frotarse enérgicamente las manos, a separarlas a una distancia de cinco o seis centímetros y sentir la energía curativa. Después los dividí en parejas, para que todos pudieran sentir la energía curativa que emanaba de cada uno de ellos y fluía hacia el otro.
—Si necesitáis una curación —les dije—, aceptadla aquí y ahora.
El público se dispuso en forma alineada; el sentimiento era estático. Les expliqué que todos tenemos energía curativa y potencial de curación. Al cinco por ciento de las personas les brota de las manos con una intensidad de curación tan intensa que podrían hacer de ella una profesión.
—Esta mañana —les conté—, me presentaron a Amy Graham, una joven de diecisiete años cuyo último deseo era concurrir a este seminario. Quiero traerla aquí y pediros a todos que dejéis fluir hacia ella la energía de vuestra fuerza vital. Quizá podamos ayudarla. Ella no me lo ha pedido, pero yo os lo estoy pidiendo espontáneamente porque siento que es lo correcto.
—¡Sí, sí, sí! —clamó el público.
El padre de Amy la ayudó a subir al escenario. La niña tenía un aspecto de suma fragilidad, por la quimioterapia, el reposo en cama y una falta absoluta de ejercicio físico. (Los médicos no le habían permitido caminar durante las dos semanas previas al seminario.)
Pedí al grupo que se calentara las manos para enviarle su energía, después de lo cual, todos de pie, le tributaron una cálida y conmovedora ovación.
Dos semanas más tarde, Amy me telefoneó para decirme que su médico le había dado el alta, tras una curación total. Dos años después volvió a llamar, esta vez para contarme que se había casado.
He aprendido a no subestimar jamás el poder de curación que todos tenemos. Siempre está ahí, esperando a que lo usemos para el mayor bien común. Lo único que tenemos que hacer es recordarlo.

Un cuento para el día de San Valentín
Larry y Jo Ann eran un matrimonio corriente. Vivían en una casa cualquiera, en una calle como todas. Como cualquier otro matrimonio común, luchaban para llegar a fin de mes y para dar a sus hijos todo lo necesario.
También eran como todos en otro sentido: se peleaban. Gran parte de sus charlas se referían a lo que no iba bien en su matrimonio y a cuál de los dos era el culpable.
Hasta que un día sucedió algo extraordinario.
—Fíjate Jo Ann, tengo una cómoda mágica, increíble. Cada vez que abro algún cajón está lleno de calcetines o de ropa interior —dijo Larry—. Quiero agradecerte que los hayas estado llenando durante todos estos años. Jo Ann se lo quedó mirando por encima de las gafas.
—¿Qué es lo que quieres, Larry?
—Nada. Sólo que sepas que te doy las gracias por estos cajones mágicos.
Como aquella no era la primera vez que Larry le salía con algo raro, Jo Ann olvidó el incidente hasta pasados algunos días.
—Jo Ann, gracias por haber anotado tan correctamente los números en el libro de gastos este mes. Las dieciséis anotaciones son correctas: es todo un récord. Sin poder dar crédito a sus oídos, Jo Ann levantó los ojos del calcetín que estaba zurciendo.
—Larry, si siempre te estás quejando de que anoto mal los números, ¿por qué ahora no lo haces?
—Porque sí. Sólo quería que supieras que me doy cuenta del esfuerzo que estás haciendo.
Jo Ann sacudió la cabeza y siguió con sus remiendos. Para sus adentros, masculló: —¿Qué le estará pasando?
Sin embargo, al día siguiente, cuando Jo Ann hizo un cheque en la tienda, se fijó para asegurarse de que había anotado bien el número del cheque.
—¿Por qué de pronto les estoy dando importancia a estos estúpidos números? —se preguntó.
Trató de no hacer caso del incidente, pero el extraño comportamiento de Larry se intensificó.
—Jo Ann, la cena ha sido estupenda —le dijo una noche—. Te agradezco el esfuerzo. Vaya, si calculo que en los últimos quince años habrás preparado más de catorce mil comidas para mí y para los niños...
Otra vez fue: —Jo Ann, la casa parece un espejo. Debes de haber trabajado muchísimo para que tenga tan buen aspecto.
Y hasta: —Jo Ann, te agradezco que seas como eres. Realmente, me da mucho placer tu compañía.
Jo Ann estaba empezando a preocuparse. Se preguntaba qué se había hecho de los sarcasmos y de las críticas.
Sus temores de que a su marido le estaba pasando algo raro se vieron confirmados por la queja de Shelly, su hija de dieciséis años, que le comentó: —Mamá, papá se ha vuelto loco. Acaba de decirme que estaba guapa con todo este maquillaje y esta ropa de estar por casa. No es propio de él. ¿Qué es lo que le pasa?
Fuera lo que fuere lo que le pasara, Larry no cambiaba. Casi todos los días seguía haciendo algún comentario positivo.
Pasadas varias semanas, Jo Ann se fue acostumbrando al extraño comportamiento de su marido, e incluso alguna vez se lo recompensó, a regañadientes, con un escueto «Gracias». Se sentía orgullosa de ir manteniéndose a la altura de las circunstancias, hasta que un día sucedió algo tan raro que la desorientó por completo:
—Como quiero que te tomes un descanso —anunció Larry—, voy a fregar yo los platos, así que hazme el favor de dejar esa sartén y sal de la cocina.
Después de una larguísima pausa Jo Ann contestó:
—Gracias, Larry. ¡Te lo agradezco muchísimo!
Ahora el paso de Jo Ann era un poco más ligero, su confianza en sí misma iba en aumento e incluso, alguna vez, canturreaba por lo bajo. Además, parecía que ya no tenía tantos ataques de melancolía. «Me gusta bastante la nueva forma de comportarse de Larry», pensaba para sus adentros.
Aquí se acabaría el cuento, de no ser porque un día sucedió otro acontecimiento de lo más extraordinario. Esta vez, quien habló fue Jo Ann:
—Larry —dijo—, quiero agradecerte que durante todos estos años hayas ido a trabajar para que a nosotros no nos falte nada. Y creo que nunca te he expresado todo mi agradecimiento.
Larry jamás ha revelado las razones de su espectacular cambio de comportamiento, por más que Jo Ann se ha esforzado en obtener de él una respuesta, de modo que éste seguirá siendo, probablemente, uno de los misterios de la vida. Pero es un misterio con el que me encanta convivir.
Porque, ya veis... yo soy Jo Ann.
Jo Ann Larsen

Desert News
Carpe diem!
Alguien que destaca como un ejemplo resplandeciente de valor al expresarse es John Keating, el profesor dotado de un mágico poder de transformación que interpreta Robín Williams en El club de los poetas muertos. En esta magistral película, Keating toma un grupo de estudiantes inhibidos, tensos y espiritualmente impotentes de un rígido internado y les inspira el deseo y la capacidad de hacer de sus vidas algo extraordinario.
Tal como Keating les muestra, estos jóvenes han perdido de vista sus propios sueños y ambiciones. Están viviendo de forma automática los programas y las expectativas que les han trazado sus padres. Su proyecto es llegar a ser médicos, abogados y banqueros porque eso es lo que sus padres les han dicho que deben hacer. Pero esos resecos personajes apenas han dedicado un momento a pensar qué es lo que su corazón le pide a cada uno de ellos que exprese.
Una de las primeras escenas de la película muestra cómo Keating lleva a los chicos al vestíbulo de la escuela donde, en una vitrina llena de trofeos, se exhibe la colección de fotos de las clases que se han ido graduando en años anteriores.
—Mirad estas fotos, muchachos —les dice—. Los jóvenes a quienes contempláis tenían en los ojos el mismo fuego que vosotros. Planeaban tomar el mundo por asalto y hacer de sus vidas algo magnífico. Eso fue hace setenta años. Ahora están todos haciendo crecer las margaritas. ¿Cuántos de ellos llegaron realmente a vivir sus sueños? ¿Hicieron lo que se habían propuesto lograr?
Entonces Keating, mezclándose con el grupo de alumnos, en un susurro, les insta: —Carpe diem! ¡Aprovechad el presente! Al principio, a los estudiantes los desorienta ese extraño maestro, pero no tardan en empezar a captar la importancia de sus palabras. Llegan a respetar y reverenciar a Keating, que les ha ofrecido una visión nueva... o les ha devuelto su visión original.
Todos vamos por el mundo con una especie de tarjeta de cumpleaños que nos gustaría entregar... con una u otra expresión personal de júbilo, de creatividad o de vitalidad que llevamos oculta bajo la camisa.
Un personaje de la película, Knox Overstreet, se enamora locamente de una chica fantástica. Sólo hay un problema: ella es la pareja de un atleta famoso.
Knox, entusiasmado al máximo con esa hermosa criatura, no está lo bastante seguro de sí mismo como para abordarla. Pero recuerda el consejo de Keating: «¡Aprovechad el presente!» y se da cuenta de que no puede seguir soñando: si quiere ganársela algo tendrá que hacer al respecto. Y lo hace. Audaz y poéticamente le declara sus sentimientos más tiernos. En el proceso, ella lo rechaza, su novio le da un puñetazo en la nariz y Knox se enfrenta a los golpes aunque acaba vencido. Como no está dispuesto a renunciar a su sueño, va en pos de lo que su corazón desea. En última instancia, ella siente la autenticidad de su sentimiento y le abre su corazón. Aunque Knox no es especialmente guapo, ni muy popular, el poder y la sinceridad de su intención terminan por conquistarla. Él ha conseguido convertir su propia vida en algo extraordinario.
Yo también he tenido ocasión de practicar el consejo de Keating «¡aprovechad el presente!». Me quedé embobado por una chica monísima que conocí en una tienda de animales. Era menor que yo y tenía un estilo de vida muy diferente al mío, tampoco teníamos muchos temas en común, pero sentía que nada de aquello importaba. Yo disfrutaba estando con ella y me parecía que ella también sentía lo mismo.
Supe que se acercaba su cumpleaños y decidí invitarla a salir. Estaba a punto de llamarla y me quedé mirando el teléfono durante casi media hora.
Después marqué el número y colgué antes de que empezara a sonar. Entre la emoción de la expectativa y el miedo al rechazo, me sentía como un adolescente. Una voz desde el infierno insistía en decirme que yo no le gustaría y que por mi parte era tener mucha cara invitarla a salir. Pero me sentía tan entusiasmado ante la posibilidad de estar con ella que no me dejé vencer por el miedo y, finalmente, me animé a llamarla. Me agradeció la invitación, pero me dijo que ya tenía una cita.
Me quedé hecho polvo. La misma voz que me había dicho que no la llamara me aconsejó también que abandonara antes de sentirme más avergonzado. Pero yo estaba empeñado en ver qué alcance tenía aquella atracción. Dentro de mí había más cosas que querían cobrar vida. Tenía que expresar los sentimientos que me inspiraba aquella mujer.
Compré una bonita tarjeta de cumpleaños en la que escribí una breve nota poética. Me dirigí a la tienda de animales donde ella trabajaba. Al aproximarme a la puerta, la misma voz inquietante me advirtió: «Y si no le gustas, ¿qué? Si te rechaza, ¿qué?». Como me sentía vulnerable, guardé la tarjeta bajo la camisa.
Decidí que si ella me mostraba algún signo de afecto, se la daría; si se mostraba indiferente, la dejaría escondida. Así no correría riesgos y me evitaría un rechazo que podría avergonzarme.
Conversamos un rato sin que yo recibiera de ella ningún signo, ni en un sentido ni en otro y, como me sentía incómodo, inicié la retirada. Pero cuando me aproximaba a la puerta, escuché otra voz, que me hablaba en un susurro y que se parecía bastante a la de Mr. Keating. «Recuerda a Knox Overstreet... Carpe Diem» Me vi enfrentado ante la necesidad de expresar mis sentimientos por un lado y la resistencia a afrontar la inseguridad que me producía sincerarme por otro. ¿Cómo puedo andar por ahí diciendo a los demás que den vida a sus aspiraciones, cuando yo no estoy viviendo las mías? Además, ¿qué era lo peor que podía suceder? Cualquier mujer estaría encantada de recibir una felicitación en su cumpleaños, y además, poética. Decidí aprovechar el día. Mientras tomaba la decisión sentí que una oleada de audacia corría por mis venas: mi intención era poderosa.
Me sentí mucho más satisfecho y en paz conmigo mismo de lo que me había sentido en mucho tiempo... Tenía que aprender a abrir el corazón y a brindar amor sin pedir nada a cambio.
Saqué la tarjeta de donde la tenía escondida, me di la vuelta, fui hasta el mostrador y se la di. Mientras se la entregaba me sentí increíblemente vivo y emocionado... y además, tenía miedo. (Fritz Perls decía que el miedo es «una excitación sin aliento».) Pero lo hice. Y, ¿sabéis una cosa? A ella no le impresionó especialmente. Me dio las gracias e hizo a un lado la tarjeta, sin siquiera abrirla. Se me cayó el alma a los pies. Me sentía decepcionado y rechazado. No obtener respuesta alguna era peor que un rechazo inequívoco.
Tras un «adiós» de cortesía, salí de la tienda y entonces sucedió algo sorprendente. Empecé a sentirme eufórico. Desde mí interior brotó una oleada de satisfacción que me inundó por completo. Había expresado mis sentimientos ¡y me sentía muy bien! Había cruzado la frontera del miedo hasta salir a la pista de baile. Sí, había estado un poco torpe, pero lo había hecho. («Hazlo temblando si es necesario —decía Emmet Fox—, ¡pero hazlo!») Había puesto en juego mi corazón sin pedir garantía por los resultados. No ofrecí para, a mi vez, recibir algo. Le hice ver mis sentimientos sin esperar una respuesta determinada.
La dinámica que se requiere para que una relación funcione es la siguiente: sigue poniendo tu amor ahí fuera.
Al interiorizarse, mi euforia se transformó en cálida beatitud. Me sentí más satisfecho y en paz conmigo mismo de lo que me había sentido en mucho tiempo. Me di cuenta del sentido de todo lo ocurrido: yo necesitaba aprender a abrir mi corazón y a dar amor sin esperar ni pedir nada a cambio. El sentido de aquella experiencia no era crear una relación con aquella mujer, sino profundizar mi relación conmigo mismo. Y lo había hecho. Keating se habría sentido orgulloso. Pero lo más importante era que yo me sentía orgulloso.
Desde entonces no he visto mucho a aquella chica, pero esa experiencia ha cambiado mi vida. Mediante aquella simple interacción vi claramente cuál es la dinámica necesaria para que cualquier relación (y quizá el mundo entero) funcione: No dejes nunca de mostrar tu amor.
Creemos que cuando no recibimos amor, eso nos duele, pero lo que nos duele no es eso. El dolor nos acomete cuando no ofrecemos amor. Hemos nacido para amar. Se podría decir que somos máquinas de amor creadas por Dios. Cuando mejor funcionamos es cuando estamos dando amor. El mundo nos ha llevado a creer que nuestro bienestar depende de que los demás nos amen, pero este es el tipo de pensamiento puesto patas arriba que tantos problemas nos ha causado. La verdad es que nuestro bienestar depende de que ofrezcamos amor: no de lo que nos devuelven a nosotros, ¡sino de lo que nosotros ofrecemos!
Alan Cohen

Te conozco, ¡tú eres igual que yo!
Stan Dale es uno de nuestros amigos más íntimos. Stan dirige un seminario sobre el amor y las relaciones, con el título «Sexualidad, amor e intimidad». Hace varios años, en su interés por llegar a saber cómo era realmente la gente en la Unión Soviética, se fue allí a pasar dos semanas en compañía de otras veintinueve personas. Cuando narró sus experiencias en la hoja informativa que él mismo publica, una de las anécdotas nos afectó en lo más profundo.
Mientras andaba por un parque en la ciudad industrial de Jarkov, vi a un anciano veterano ruso de la segunda guerra mundial. Es fácil identificarlos por las medallas y cintas que todavía exhiben orgullosamente en sus camisas y chaquetas. No lo hacen por exhibicionismo, es la forma que tienen en su país de homenajear a quienes les ayudaron a salvar Rusia, por más que los nazis mataran a veinte millones de rusos. Me acerqué a aquel anciano que estaba allí sentado con su mujer y le dije: «Droozhba, emin (amistad y paz). El hombre me miró con incredulidad, tomó la insignia que habíamos hecho para aquel viaje y que decía «amistad» en ruso y mostraba los mapas de los Estados Unidos y de la Unión Soviética, sostenidos por dos manos amistosas, y me preguntó:
—¿Amerikanski?
Da, amerikanski —le respondí—. Droozhba, emir.
Me cogió ambas manos como si fuéramos hermanos que no se habían visto desde hacía tiempo, y volvió a repetir: «¡Amerikanski!», pero esta vez había reconocimiento y afecto en su voz.
Durante algunos minutos él y su mujer me hablaron en ruso, como si yo pudiera entenderlos, y yo les hablé en inglés como si creyera que él me entendía. Y ¿sabéis qué? Ninguno de los dos entendió una palabra, pero es indudable que nos comprendimos. Nos abrazamos, nos reímos y lloramos, repitiendo todo el tiempo «Droozhba, emir, amerikanski. «Te amo, estoy orgulloso de estar en tu país, nosotros no queremos la guerra. ¡Te amo!"
Pasados unos cinco minutos, nos dijimos adiós y los siete que formábamos nuestro pequeño grupo seguimos andando. Quince minutos después, cuando estábamos ya a considerable distancia, el mismo viejo veterano nos alcanzó. Se me acercó, se quitó la medalla de la Orden de Lenin (probablemente su posesión más preciada) y me la prendió en la solapa. Después me besó en los labios y me dio uno de los abrazos más cálidos y afectuosos que jamás he recibido. Y los dos lloramos, nos miramos a los ojos durante un tiempo larguísimo y nos despedimos con un «Dossvedanya» (adiós). El relato anterior es un símbolo de todo nuestro viaje de «Diplomacia ciudadana» a la Unión Soviética. Cada día encontrábamos cientos de personas en todos los lugares posibles e imposibles. Ni los rusos ni nosotros volveremos jamás a ser los mismos. Ahora hay cientos de escolares de las tres escuelas que visitamos que ya no estarán tan dispuestos a pensar que los norteamericanos son gente que quiere «nukearlo» (destruirlos con armas nucleares). Hemos bailado, cantado y jugado con niños de todas las edades, y hemos intercambiado besos, abrazos y regalos. Ellos nos dieron flores, pastas y dulces, insignias, dibujos, muñecas... y, lo más importante, nos abrieron su corazón y su mente. En más de una ocasión nos invitaron a presenciar sus bodas y a ningún miembro de su familia biológica podrían haberlo aceptado, saludado y agasajado de forma más cálida y afectuosa que a nosotros. Intercambiamos abrazos y besos, bailamos y bebimos champán, cerveza y vodka con los novios, con los abuelos y con el resto de la familia.
En Kursk fuimos recibidos por siete familias rusas que se ofrecieron a agasajarnos con una maravillosa cena y con su afable conversación. Cuatro horas más tarde, ninguno de nosotros quería irse. Ahora, todos los de nuestro grupo tenemos una nueva familia en Rusia.
La noche siguiente nosotros agasajamos a «nuestra familia» en el hotel. La banda tocó casi hasta medianoche y... ¿qué os imagináis? Una vez más, comimos, bebimos, charlamos, bailamos y lloramos cuando llegó la hora de despedirnos. Y bailamos cada canción como si fuéramos amantes apasionados... porque eso éramos, exactamente.
Podría seguir hablando eternamente de nuestras experiencias y, sin embargo, no habría manera de transmitiros exactamente cómo nos sentíamos.
¿Cómo os sentiríais vosotros, al llegar a vuestro hotel en Moscú, si os estuviera esperando un mensaje telefónico de la oficina de Míhail Gorbachov, diciendo que lamenta no poder veros ese fin de semana porque no está en la ciudad, pero que en cambio ha dispuesto, para todo vuestro grupo, una reunión de dos horas, una mesa redonda con una media docena de miembros del Comité Central? Y con ellos mantuvimos una conversación sumamente franca sobre mil cosas, incluso sobre sexualidad.
¿Cómo os sentiríais si más de una docena de ancianas, con sus babushkas [pañolones] anudadas bajo el mentón, bajaran de sus viviendas para abrazaros y besaros? ¿Qué sentiríais cuando vuestras guías, Tania y Natasha, os dijeran dijeran a todo el grupo) que no habían visto jamás a nadie como vosotros? Y cuando nos fuimos, todos, los treinta, lloramos porque nos habíamos enamorado de aquellas mujeres fabulosas, y ellas de nosotros. ¿Cómo os sentiríais? Probablemente, igual que nosotros.
Está claro que cada uno tuvo su propia experiencia, pero es indudable que en el total hay algo que destaca especialmente: la única forma en que vamos a asegurar la paz sobre este planeta es adoptar como «nuestra familia» al mundo entero. Vamos a tener que abrazarlos y besarlos, y bailar y jugar con ellos. Tendremos que sentarnos a hablar, pasearemos y jugaremos juntos. Porque, cuando lo hagamos, descubriremos que es verdad que existe la belleza en cada uno de nosotros, que todos nos complementamos los unos con los otros y que todos empobreceríamos si no nos tuviéramos mutuamente. Entonces el dicho «Te conozco porque tú eres como yo» tendría un significado más profundo: «¡Ésta es «mi familia», y con ellos estaré pase lo que pase!».

La más dulce de las necesidades
Por lo menos una vez al día nuestro viejo gato negro se acerca a alguno de nosotros de una manera que todos hemos llegado a reconocer como especial. No significa que quiera que le den de comer ni que lo dejen salir, ni nada por el estilo. Lo que necesita es algo muy diferente.
Si tiene un regazo a mano, se sube a él de un salto; si no, lo más probable es que se quede ahí, con aire nostálgico, hasta que vea que hay uno preparado. Una vez acomodado en él, empieza a ronronear antes incluso de que uno le acaricie el lomo, le rasque bajo el mentón y le diga una y otra vez que es un gato estupendo. Después, con su «motor» acelerado al máximo, se acomoda hasta encontrar la posición que le gusta y se instala. De vez en cuando, su ronroneo se descontrola y se convierte en ronquido; entonces te mira con los ojos abiertos de adoración y te dedica ese prolongado ir cerrando los ojos que es la muestra final de la confianza de un gato. Al cabo de un rato, poquito a poco, se va quedando quieto. Si siente que todo va bien, puede ser que se quede en el regazo para echarse una cómoda siestecita. Pero es igualmente probable que vuelva a bajar de un salto y se vaya a atender sus cosas. Sea como fuere, la razón la tiene él.
Blackie quiere que lo «ronroneen» —dice simplemente nuestra hija.
En casa no es el único que tiene esa necesidad: yo la comparto y mi mujer también. Sabemos que no es una necesidad exclusiva de ningún grupo de edad, pero aun así, como yo no sólo soy padre, sino además profesor, la asocio especialmente con los chicos, con su necesidad rápida e impulsiva de un abrazo, de un regazo acogedor, de una mano amiga, de una manta cálida, no porque nada les falte, no porque sea necesario, sino simplemente porque ellos son así.
Hay un montón de cosas que me gustaría hacer por todos los niños y, si sólo pudiera hacer una, sería ésta: asegurar a cada niño que, esté donde esté, tendrá por lo menos un buen ronroneo cada día.
Porque los niños, como los gatos, necesitan su tiempo de ronroneo.




Bopsy
La joven madre miraba fijamente a su hijo, que estaba muriéndose de leucemia. Por más que tuviera el corazón lleno de tristeza, también tenía un intenso sentimiento de determinación. Como cualquier padre o madre, quería que su hijo creciera y pudiera cumplir todos sus sueños, pero eso ya no sería posible: la leucemia lo impediría. Sin embargo, ella seguía queriendo que se cumplieran los sueños de su hijo.
Cogió la mano del pequeño y le preguntó: —Bopsy, ¿has pensado alguna vez qué querrías ser cuando crecieras? ¿Has soñado con lo que te gustaría hacer en la vida? —Mami, yo siempre quería ser bombero cuando creciera.
Ella le sonrió y dijo: —Vamos a ver si podemos conseguir que tu deseo se realice.
Ese mismo día, más tarde, se fue al cuartel local de los bomberos de su pueblo, Phoenix, en Arizona. Allí habló con Bob, un bombero que tenía el corazón tan grande como todo el pueblo. Le explicó cuál era el último deseo de su hijo y le preguntó si sería posible que el pequeño diera una vuelta a la manzana en uno de los camiones de bomberos.
—Vamos —dijo Bob—, podemos hacer algo mucho mejor. Si usted tiene listo al niño el miércoles próximo a las siete de la mañana, lo nombraremos bombero honorario durante todo el día. Puede venir al cuartel de bomberos, comer con nosotros y acompañarnos cada vez que salgamos. Y si usted nos da sus medidas, le encargaremos un verdadero uniforme de bombero, con un sombrero de verdad, no de juguete, con el emblema de los Bomberos de Phoenix, un impermeable amarillo como el que nosotros usamos y botas de goma. Como todo eso se fabrica aquí, en Phoenix, lo tendremos muy pronto. Tres días después el bombero Bob fue a buscar a Bopsy, le puso su uniforme de bombero y lo acompañó al camión, que los esperaba con todo su equipo. Bopsy, sentado al fondo del camión, ayudó a conducirlo de nuevo al cuartel. Se sentía en el cielo.
Ese día, en Phoenix, hubo tres alarmas de incendio, y Bopsy salió con los bomberos las tres veces. Fue en los diferentes vehículos, en el del equipo médico e incluso en el coche del jefe de bomberos. Además, le grabaron un vídeo para el noticiero local.
El hecho de haber visto realizarse su sueño, unido a todo el amor y la atención que le prodigaron, conmovió tan profundamente a Bopsy que vivió tres veces más de lo que ningún médico hubiera creído posible. Una noche, todas sus constantes vitales empezaron a deteriorarse de forma alarmante y la jefa de enfermeras, que defendía la idea de que nadie debe morir solo, empezó a llamar a todos los miembros de la familia para que acudieran al hospital. Después, al recordar el día que Bopsy había pasado como bombero, llamó al jefe para preguntarle si sería posible enviar al hospital un bombero de uniforme para que acompañara a Bopsy en sus últimos momentos.
—Podemos hacer algo mejor —respondió el jefe—. ¿Quiere usted hacerme un favor? Cuando oiga las sirenas y vea los destellos de las luces, anuncie por el sistema de altavoces que no hay un incendio; es sólo que el personal del departamento de bomberos viene a ver por última vez a uno de sus miembros más valiosos. Y no olvide abrir la ventana de la habitación de Bopsy. Gracias.
Cinco minutos después, un camión llegó al hospital, extendió la escalera hasta la ventana de Bopsy, en la tercera planta, y por ella treparon los dieciséis bomberos. Con el permiso de su madre, todos fueron abrazándolo y diciéndole, uno tras otro, cuánto lo querían.
Con su último aliento, Bopsy preguntó, levantando los ojos hacia el jefe de bomberos:
—Jefe, ¿ahora ya soy un bombero de verdad?
—Claro que lo eres, Bopsy —le confirmó el jefe.
Al oír aquellas palabras, Bopsy sonrió y cerró los ojos.

Se venden cachorros
El propietario de una tienda estaba colgando sobre la puerta un cartel que anunciaba: «Venta de cachorros». Ese tipo de anuncios tienen la virtud de llamar la atención de los niños y no tardó en aparecer un niñito bajo el cartel.
—¿A cuánto vende usted los cachorros? —preguntó.
—Entre treinta y cincuenta dólares —respondió el dueño de la tienda.
El pequeño rebuscó en sus bolsillos y sacó algunas monedas.
—Sólo tengo dos dólares y treinta y siete centavos —anunció—. ¿Puedo verlos, por favor?
El dueño sonrió, emitió un silbido y de la perrera salió Lady, que se acercó corriendo por el pasillo de la tienda seguida por cinco minúsculas bolitas de pelo. Uno de los cachorros seguía a los demás con dificultades.
Inmediatamente, el niño se fijó en el perrito lisiado que cojeaba y preguntó:
—¿Qué le pasa a ese perrito?
El dueño de la tienda le explicó que el veterinario, al examinarlo, había descubierto que al cachorrito le faltaba la fosa de articulación de la cadera.
—Pues ése es el cachorrito que quiero comprar —exclamó el niño, entusiasmado.
—No creo que quieras comprarlo —objetó el dueño de la tienda—, pero si realmente lo quieres, te lo regalo.
El chiquillo se ofendió mucho; miró a los ojos al dueño de la tienda, apuntándole con un dedo, y declaró:
—No quiero que me lo regale. Ese perrito vale tanto como cualquiera y le pagaré a usted lo que valga. Es más, ahora le daré todo lo que tengo y le iré pagando cincuenta centavos cada mes hasta completar su precio.
—En realidad, no creo que quieras comprar el perrito —replicó el hombre—. Nunca podrá correr y saltar y jugar contigo como los demás cachorritos.
Al oír estas palabras, el chiquillo se inclinó para levantarse la pernera del pantalón, mostrando una pierna gravemente deformada que se apoyaba en una ortopedia. Levantó los ojos hacia el propietario de la tienda y respondió en voz baja:
—Bueno, yo tampoco soy muy buen corredor y el cachorro necesitará a alguien que lo entienda.
Dan Clark

Aprende a amarte a ti mismo
Oliver Wendell Holmes concurrió una vez a una reunión en la cual él era el más bajo de los presentes.
—Doctor Holmes —bromeó un amigo—, yo diría que se siente usted pequeño entre unos hombrones como nosotros.
—Pues sí—respondió Holmes—, me siento como una moneda de un dólar entre un montón de peniques.

El buda de oro
Y ahora, he aquí mi secreto, un secreto muy simple: sólo con el corazón podemos ver como es debido; lo esencial es invisible para nuestros ojos.
Antoine de Saint-Exupéry En el otoño de 1988 a mi mujer, Georgia, y a mí nos invitaron a dar una charla sobre autoestima y desarrollo óptimo en una conferencia en Hong Kong. Como nunca habíamos estado en el Lejano Oriente, decidimos hacer además un viaje a Tailandia.
Cuando llegamos a Bangkok, se nos ocurrió hacer un tour que recorría los templos budistas más famosos de la ciudad. En compañía de nuestro intérprete y chófer, Georgia y yo visitamos ese día numerosos templos budistas, pero al cabo de un rato todos empezaron a mezclarse en nuestro recuerdo.
Sin embargo, entre ellos hubo uno que nos dejó una impresión indeleble en la mente y en el corazón. Se le conoce como el Templo del Buda de Oro y en realidad es muy pequeño, probablemente no mida más que tres por tres metros; pero al entrar nos quedamos impresionados por la presencia de un buda de oro macizo de algo más de tres metros de altura. Pesa más de dos toneladas y media, y está valorado en aproximadamente ¡ciento noventa y seis millones de dólares! Era realmente un espectáculo impresionante ver ese buda de oro macizo, imponente pese a la bondad que transmitía su calma sonrisa. Mientras nos sumergíamos en las actividades normales de quien visita lugares hasta entonces sólo conocidos por referencia (es decir, sacar fotografías de la estatua, entre expresiones de admiración), me acerqué a un expositor de cristal que contenía un gran trozo de arcilla, de unos veinte centímetros de espesor por treinta de ancho. Junto a la urna de cristal había una página mecanografiada que narraba la historia de aquella magnífica obra de arte. En 1957 un grupo de monjes de un monasterio tuvo que trasladar un buda de arcilla desde su templo a un nuevo emplazamiento. El monasterio debía cambiar de sitio para dejar paso a la construcción de una carretera que atravesaba Bangkok. Cuando la grúa empezó a levantar el gigantesco ídolo, su peso era tan tremendo que empezó a resquebrajarse, y para colmo empezó a llover. El superior de los monjes, preocupado por el daño que podía sufrir el sagrado buda, decidió bajar la estatua al suelo y cubrirla con una recia lona que la protegiera de la lluvia.
Más tarde, él mismo fue a verificar cómo estaba el buda e introdujo una linterna bajo la lona para ver si la imagen seguía estando seca. Cuando la luz dio sobre una de las grietas de la estatua, observó que algo resplandecía en su interior y eso le llamó la atención. Al mirar más atentamente el destello de luz, se preguntó si no podría haber algo debajo de la arcilla. Fue en busca de un martillo y empezó a retirar la arcilla. Al ir desprendiéndose ésta el resplandor se fue haciendo cada vez mayor. Se necesitaron muchas horas de trabajo para que el monje se encontrase frente al extraordinario buda de oro macizo.
Los historiadores creen que, varios siglos antes de que el superior descubriese el buda, el ejército birmano estuvo a punto de invadir Tailandia, que entonces se llamaba Siam. Los monjes, al darse cuenta de que su país no tardaría en ser atacado, cubrieron de arcilla su precioso buda de oro para que no terminara formando parte del botín de los birmanos. Los invasores pasaron a cuchillo a todos los monjes y el secreto del buda de oro se mantuvo bien guardado hasta aquel memorable día de 1957. Mientras volvíamos a los Estados Unidos en un avión, empecé a pensar que todos estamos, como el buda, cubiertos por una dura capa creada por el miedo y que, sin embargo, encerrado en cada uno de nosotros hay un «Buda de oro» o un «Cristo de oro» o una «esencia áurea» que es nuestro verdadero ser. En alguna época de la vida, quizás entre los dos y los nueve años, empezamos a cubrir nuestra «esencia áurea», nuestro ser natural. Y, de manera muy parecida a lo que hizo el monje con el martillo, la tarea a que ahora nos enfrentamos es la de volver a descubrir nuestra auténtica esencia.
Jack Canfield

Empieza por ti mismo
Las siguientes palabras están inscritas en la tumba de un obispo (1100 d.c.) en la cripta de la abadía de Westminster:
Cuando yo era joven y libre y mi imaginación no conocía límites, soñaba con cambiar el mundo. A medida que me fui haciendo mayor y más prudente, descubrí que el mundo no cambiaría, de modo que acorté un poco la visión y decidí cambiar solamente mi país.
Pero eso también parecía inamovible. Al llegar a mi madurez, en un último y desesperado intento, decidí avenirme a cambiar solamente a mi familia, a los seres que tenía más próximos, pero ¡ay!, tampoco ellos quisieron saber nada del asunto.
Y ahora que me encuentro en mi lecho de muerte, de pronto me doy cuenta: «Sólo con que hubiera empezado por cambiar yo mismo», con mi solo ejemplo habría cambiado a mi familia. Y entonces, movido por la inspiración y el estímulo que ellos me ofrecían, habría sido capaz de mejorar mi país y quién sabe si incluso no hubiera podido cambiar el mundo.
Anónimo

¡Nada más que la verdad!
David Casstevens, del periódico Dallas Morning News, cuenta un episodio referente a Frank Szymanski, estudiante de la Universidad de Notre Dame allá por los años cuarenta, a quien habían llamado como testigo en un proceso civil en el South Bend.
—Este año, ¿está usted en el equipo de fútbol del Notre Dame?
—Sí, Señoría.
—¿En qué posición?
—Centro, Señoría.
—Y ¿qué tal centro es?
Szymanski se removió en su asiento, pero respondió con voz firme:
—Señor, soy el mejor centro que jamás haya tenido el equipo de Notre Dame.
El entrenador Frank Leahy, que se encontraba en la sala del tribunal, se quedó sorprendido: Szymanski había sido siempre modesto y nada fanfarrón, de manera que, terminada la sesión del tribunal, Leahy hizo un aparte con él para preguntarle por qué se había expresado de esa manera. Szymanski se ruborizó.
—Me supo muy mal hacerlo, entrenador —fue su respuesta—, pero es que, después de todo, estaba bajo juramento.
Dallas Morning News


Cubriendo todas las bases
A un niñito que andaba hablando solo mientras caminaba por el patio de su casa, tocado con su gorra de béisbol y jugueteando con la pelota y el bate, se le oyó decir orgullosamente:
—Soy el mejor jugador de béisbol del mundo.
Después arrojó la pelota al aire, intentó darle con el bate y erró. Impávido, recogió la pelota, la lanzó al aire y se reafirmó diciendo:
—¡Soy el mejor jugador que hay!
Repitió el intento de asestar un golpe a la pelota y, tras volver a fallar, se detuvo un momento a examinar minuciosamente el bate y la bola. Luego, arrojó una vez más la pelota al aire y dijo:
—Soy el mejor jugador de béisbol que jamás haya habido.
Volvió a asestar el golpe con el bate y una vez más erró a la pelota.
—¡Uau! —exclamó—: ¡Vaya lanzador!

Fuente desconocida
Un niñito estaba dibujando algo y su maestra le dijo:
—Qué cosa más interesante. Cuéntame qué es.
—Es una imagen de Dios.
—Pero nadie sabe qué aspecto tiene Dios.
—Pues cuando yo termine lo sabrán.

Mi declaración de autoestima
Con ser lo que soy ya es suficiente; sólo hace falta que lo sea abiertamente.
Cari Rogers Escribí las palabras que siguen en respuesta a la pregunta de una niña de quince años: «¿Cómo puedo prepararme para tener una vida satisfactoria?».
Yo soy yo.
En el mundo entero no hay nadie que sea exactamente como yo. Hay personas que tienen cosas que se me parecen, pero nadie llega a ser exactamente como yo. Por lo tanto, todo lo que sale de mí es auténticamente mío porque sólo yo lo elegí.
Soy dueña de todo lo que me constituye: mi cuerpo y todo lo que mi cuerpo hace, mi mente y con ella todos mis pensamientos e ideas, mis ojos y también las imágenes de todo lo que ellos ven, mis sentimientos, sean los que fueren (enfado, júbilo, frustración, amor, desilusión, entusiasmo); mi boca y todas las palabras que de ella salen (corteses, dulces o ásperas, correctas o incorrectas), mi voz, áspera o suave, y todas mis acciones, ya se dirijan a otros o a mí misma. Soy dueña de mis propias fantasías, de mis sueños, mis esperanzas y mis miedos.
Son míos todos mis triunfos y mis éxitos, mis fallos y mis errores.
Como soy dueña de todo lo que hay en mí, puedo relacionarme íntimamente conmigo misma. Al hacerlo, puedo amarme y ser amiga de todo lo que hay en mí. Entonces puedo trabajar toda yo, sin reserva, para mi mejor interés.
Sé que en mí hay aspectos que no entiendo, y otros que no conozco, pero mientras me acepte y me quiera puedo, con ánimo valiente y esperanzado, buscar las soluciones a los enigmas y las maneras de saber más cosas de mí misma.
Todo lo que miro y digo, cualquier cosa que exprese y haga, y todo aquello que piense y sienta en un momento dado, soy yo. Todo esto es auténtico y representa dónde estoy en ese momento del tiempo.
Cuando más adelante evoque qué aspecto tenía y cómo hablaba, lo que decía y lo que hacía, cómo pensaba y sentía, algunas partes pueden parecerme fuera de lugar. Puedo descartar lo que no me viene bien y conservar lo que me parezca adecuado, e inventarme algo nuevo que reemplace a lo que haya descartado.
Puedo ver, oír, sentir, decir y hacer. Tengo los recursos para sobrevivir, para estar próxima a los demás, para ser productiva, para encontrar sentido y orden en el mundo de las personas y las cosas que existen fuera de mí.
Soy mi propia dueña, y por lo tanto puedo hacerme a mí misma. Soy yo, y estoy bien tal como soy.
Virginia Satir

La indigente
Solía dormir en la oficina de Correos de la calle Cinco. Yo alcanzaba a olería antes de dar la vuelta a la esquina y llegar a donde ella dormía, junto a los teléfonos públicos. Olía a la orina que se le escurría por entre las sucias capas de ropa y a las caries de su boca casi desdentada. Si no dormía, entonces pasaba el tiempo mascullando incoherencias.
A las seis de la tarde cierran la oficina de Correos para mantener fuera a los vagabundos, ella se enrosca en la acera, hablando consigo misma, moviendo la boca como si tuviera las mandíbulas desencajadas, atenuados sus olores por la suave brisa.
Una vez, el día de Acción de Gracias, nos sobró tanta comida que yo la envolví, me disculpé un momento y conduje el coche en dirección a la calle
Cinco.
La noche era gélida. Las hojas giraban en remolinos por las calles y apenas había alguien en la calle, aunque sólo unos pocos de aquellos desamparados estaban abrigados y cómodos en algún hogar o asilo; pero yo sabía que la encontraría.
Estaba vestida como siempre: las cálidas capas de lana ocultaban el viejo cuerpo encorvado. Sus manos huesudas sujetaban un «precioso» carro de la compra. Estaba acuclillada contra una verja de alambre, frente al parque infantil, al lado de la oficina de Correos. «¿Por qué no habrá escogido algún lugar más protegido del viento?» pensé, dando por supuesto que estaba tan chiflada que ni siquiera tenía el sentido común necesario para acurrucarse en algún portal.
Aproximé al bordillo mi reluciente coche, bajé el cristal de la ventanilla y le dije: —Madre... tal vez quisiera...
Se quedó azorada ante la palabra «madre». Pero es que era... es... de una manera que no puedo entender bien.
—Madre —volví a empezar—, le he traído un poco de comida. ¿Le gustaría un poco de pavo relleno y pastel de manzana?
Al oírme, la anciana me miró y me dijo muy claramente, con nitidez, mientras los dos dientes de abajo, flojos, se le movían mientras hablaba:
—Oh, muchísimas gracias, pero en este momento estoy llena. ¿Por qué no le llevas eso a alguien que realmente lo necesite?
Sus palabras eran claras, sus modales refinados. Después me dio por despedida y volvió a hundir la cabeza entre los harapos.
Bobbie Probstein

Las reglas para ser humano
1. Recibirás un cuerpo
Puede ser que te guste o que lo odies, pero será tuyo durante todo el tiempo que pases aquí.
2. Aprenderás lecciones
Estás anotado a tiempo completo en una escuela informal que se llama vida. Cada día que pases en ella tendrás oportunidad de aprender lecciones. Puede ser que las lecciones te gusten como que te parezca que no vienen al caso o que son estúpidas.
3. No hay errores, sólo lecciones
El crecimiento es un proceso de ensayo y error: la experimentación. Los experimentos fallidos son parte del proceso en igual medida que los que, en última instancia, funcionan.
4. Una lección se repite hasta que está aprendida
Cada lección se te presentará en diversas formas hasta que la hayas aprendido. Cuando eso suceda podrás pasar a la lección siguiente.
5. El aprendizaje no tiene fin
No hay en la vida ninguna parte que no contenga lecciones. Si estás vivo, aún te quedan lecciones que aprender.


6. «Allí» no es mejor que «aquí» Cuando tu «allí» se ha convertido en un «aquí», simplemente habrás obtenido otro «allí» que te parecerá nuevamente mejor que «aquí».
7. Los demás no son más que espejos que te reflejan
No puedes amar ni odiar nada de otra persona a menos que refleje algo que tú amas u odias en ti mismo.
8. Lo que hagas de tu vida es cosa tuya
Tienes todas las herramientas y recursos que necesitas, lo que hagas con ellos es cosa tuya. La elección es tuya.
9. Tus respuestas están dentro de ti
Las respuestas a las cuestiones de la vida están dentro de ti. Sólo tienes que mirar, escuchar y confiar.
10. Te olvidarás de todo esto
11. Puedes recordarlo siempre que quieras
Anónimo

Los niños aprenden lo que viven
Si los niños conviven con las críticas, aprenden a condenar.
Si los niños conviven con la hostilidad, aprenden a pelear.
Si los niños conviven con el miedo, aprenden a ser cobardes.
Si los niños conviven con la compasión, aprenden a compadecerse de sí mismos.
Si los niños conviven con el ridículo, aprenden a ser tímidos.
Si los niños conviven con los celos, aprenden lo que es la envidia.
Si los niños conviven con la vergüenza, aprenden a sentirse culpables.
Si los niños conviven con la tolerancia, aprenden a ser pacientes.
Si los niños conviven con el estímulo, aprenden a estar seguros de sí.
Si los niños conviven con el elogio, aprenden a apreciar.
Si los niños conviven con la aprobación, aprenden a gustarse a sí mismos.
Sí los niños conviven con la aceptación, aprenden a encontrar amor en el mundo.
Si los niños conviven con el reconocimiento, aprenden a tener un objetivo.
Si los niños conviven con la generosidad, aprenden a ser generosos.
Si los niños conviven con la sinceridad y el equilibrio, aprenden lo que son la verdad y la justicia.
Si los niños conviven con la seguridad, aprenden a tener fe en sí mismos y en quienes los rodean.
Si los niños conviven con la amistad, aprenden que el mundo es un bello lugar donde vivir.
Si los niños conviven con la serenidad, aprenden a tener paz mental.
¿Con qué están conviviendo tus hijos?
Dorothy L. Nolte
Por qué escogí que mi padre fuera mi papá
Crecí en una hermosa y extensa granja en Iowa, criada por padres de esos a quienes con frecuencia se describe como la «sal de la tierra y la columna vertebral de la comunidad». Eran todas las cosas que sabemos que definen a los buenos padres: tiernos, entregados a la tarea de educar a sus hijos transmitiéndoles confianza y seguridad en ellos mismos. Esperaban que hiciéramos nuestras tareas de la mañana y de la tarde, que llegáramos a la escuela puntualmente, que sacáramos buenas notas y fuéramos personas honradas.
Somos seis hermanos. ¡Seis! Nunca pensé que tuviéramos que ser tantos, pero está claro que a mí nadie me consultó. Para colmo de males, el destino me dejó caer en pleno corazón de Norteamérica, en un clima que no podía ser más inhóspito y frío. Como todos los niños, también yo creía que se había producido una gran confusión universal y que conmigo se habían equivocado de familia... y además, con toda seguridad, de estado. Me enfermaba tener que enfrentarme con los elementos. Los inviernos en Iowa son tan gélidos, tan helados, que hay que hacer turnos para salir durante la noche a asegurarse de que las vacas y las ovejas no se hayan quedado en un lugar donde puedan morir congeladas. A los animales recién nacidos había que llevarlos al establo y, a veces, ocuparse de hacerlos entrar en calor para que no se nos murieran. ¡Así de fríos son los inviernos en Iowa!
Mi papá, un hombre increíblemente guapo, fuerte, carismático y enérgico, estaba siempre en acción. Mis hermanos y hermanas, como yo, sentíamos ante él un gran respeto. Lo honrábamos y le profesábamos la mayor estima. Ahora entiendo el porqué. En su vida no había incongruencias. Era un hombre honrado y de elevadísimos principios. El trabajo de la granja, que él mismo había escogido, era su pasión; y él, el mejor de los granjeros. Se encontraba en su elemento criando y ocupándose del ganado. Se sentía unido a la tierra y se enorgullecía de plantar y recoger las cosechas. Se negaba a cazar fuera de temporada, por más que ciervos, faisanes, codornices y otros animales silvestres abundaran pródigamente en nuestras tierras. Se negaba a incorporar abonos artificiales al suelo o a alimentar a los animales con otra cosa que no fuera forraje y grano. Nos enseñaba por qué actuaba de esa manera y por qué nosotros debíamos abrazar los mismos ideales. Hoy puedo darme cuenta de lo escrupuloso que era, porque todo aquello sucedía a mediados de los años cincuenta, antes de que se soñara siquiera con un compromiso universal tendente a la preservación del equilibrio ambiental en toda la tierra.
Papá era también un hombre muy impaciente, pero no en mitad de la noche, cuando estaba haciendo el recuento de los animales durante su última ronda nocturna. La relación que surgió entre nosotros a partir de todas aquellas situaciones compartidas fue simplemente inolvidable, y constituyó en mi vida una influencia compulsiva, tanto fue lo que llegué a saber de él. Con frecuencia oigo comentar a hombres y mujeres el poco tiempo que solían pasar con su padre. De hecho, todavía hoy, al estar con un grupo de hombres, uno siente que siguen buscando a tientas un padre a quien nunca conocieron. Yo sí conocí al mío.
Por entonces tenía la sensación de ser, secretamente, su hija favorita, aunque es muy posible que cada uno de los seis hermanos haya sentido lo mismo. Ahora bien, aquello tenía su lado bueno y su lado malo. El lado malo fue que papá me eligió a mí para que lo acompañara en aquellos controles de los establos, de noche y de madrugada, pese a que yo detestaba tener que levantarme y dejar la cama calentita para salir al aire helado de la madrugada.
Pero en aquellas ocasiones era cuando papá se mostraba mejor y más cariñoso.
Era enormemente comprensivo, paciente, tierno y, además, sabía escuchar. Su voz era suave y cuando lo veía sonreír entendía la pasión que mi madre sentía por él.
Fue durante aquella época cuando para mí se constituyó en el maestro modelo, concentrado siempre en los porqués, en las razones para seguir adelante. Hablaba interminablemente durante la hora u hora y cuarto que duraba nuestro paseo nocturno: de sus experiencias en la guerra, de los porqués de la guerra en que él había servido, dentro y fuera de la región, de la gente, de los efectos de la guerra y de sus secuelas. Una y otra vez volvía sobre el relato y a mí, en la escuela, la asignatura de historia se me hacía tanto más interesante y familiar.
Papá nos hablaba de lo que había sacado de positivo en sus viajes y de por qué era tan importante salir a ver mundo. Me inculcó la necesidad y el amor a los viajes. Cuando tuve treinta años, yo ya había visitado, fuera por trabajo o por placer, cerca de treinta países.
Él me hablaba de la necesidad y el amor del aprendizaje, y del porqué una educación formal es importante, e insistía también en la diferencia entre inteligencia y sabiduría. Deseaba ardientemente que yo no me limitara a terminar la escuela secundaria.
—Tú puedes hacerlo —me repetía—. Eres una Burres. Eres inteligente, tienes buena cabeza, y recuérdalo, eres una Burres.
No había manera de que pudiera decepcionarle. Tenía confianza de sobra para acometer cualquier carrera. Finalmente me doctoré, primero en filosofía y luego obtuve un segundo doctorado. Aunque el primero era para papá y el segundo para mí, hubo decididamente un sentimiento de curiosidad y de búsqueda que me facilitó la consecución de ambos.
Él me hablaba de normas y de valores, del desarrollo del carácter y de lo que esto significa en el curso de una vida. Yo escribo y enseño sobre un tema similar. Él hablaba de cómo tomar y evaluar decisiones, de saber cuándo hay que acabar con las pérdidas e irse y cuándo es preciso aferrarse a las decisiones tomadas, incluso frente a la adversidad. Hablaba de conceptos como ser y llegar a ser, y no solamente de tener y conseguir, y yo sigo usando esa frase. Nunca traiciones a tu corazón, decía. Hablaba de instintos viscerales y de cómo diferenciarlos para no venderse emocionalmente; también de cómo evitar que los demás le engañen a uno.
—Escucha siempre a tus instintos —decía—, y no olvides nunca que todas las respuestas que puedas necesitar están dentro de ti. Tómate tiempo para la soledad y el silencio. Mantente en silencio hasta que llegues a encontrar las respuestas dentro de ti y entonces escúchalas. Encuentra algo que te guste hacer y lleva una vida que lo demuestre. Tus objetivos deben provenir de tus valores y entonces tu trabajo irradiará el deseo de tu corazón. Esto te apartará de todas las distracciones tontas, que sólo servirán para hacerte perder el tiempo
—Y la vida no es más que tiempo—, para perder de vista cuánto puedes crecer en los años que te sean dados. Preocúpate de la gente —me decía, y respeta siempre  a la madre tierra. No importa dónde vivas, asegúrate de tener una visión plena de los árboles, el cielo y la tierra.
Mi padre. Cuando reflexiono sobre la forma en que amaba y valoraba a sus hijos, siento verdadera pena por los jóvenes que nunca conocerán de esta manera a sus padres ni sentirán jamás el poder del carácter, la ética, el empuje y la sensibilidad, todo ello reunido en una sola persona... como a mí me pasa, ya que mi padre era el vivo modelo de lo que predicaba. Yo sabía que él creía en mí y que quería que yo misma reconociera mi propio valor.
El mensaje de papá tenía sentido para mí porque jamás vi conflicto alguno con la forma en que él vivía su vida. Había pensado en su vida y la vivió día a día. Con el tiempo, fue comprando varias granjas (y hoy sigue siendo tan activo como entonces). Se casó y durante toda la vida amó a la misma mujer. Mi madre y él, que llevan ya cincuenta años juntos, siguen comportándose como dos enamorados inseparables. Son los mayores amantes que he conocido jamás. De igual manera amaba a su familia. Yo lo consideraba excesivamente posesivo y sobreprotector con sus hijos, pero ahora que soy madre puedo entender esas necesidades y verlas tal como son. Aunque él pensara que podía salvarnos del sarampión, y casi lo consiguió, se negó vehementemente a perdernos a causa de vicios destructivos. También entiendo ahora la firmeza de su determinación para conseguir que fuéramos adultos atentos y responsables. Hasta el día de hoy, cinco de sus hijos residen a pocos kilómetros de él, y han optado por una versión de su estilo de vida. Son todos cónyuges y padres dedicados y la profesión que han elegido es la agricultura. Son, sin lugar a dudas, la espina dorsal de su comunidad. Hay algo peculiar en todo esto y sospecho que se debe a que me llevara a mí como acompañante en aquellas rondas de medianoche. Yo me orienté en una dirección diferente de la que tomaron mis otros cinco hermanos. Empecé mi carrera como educadora, asesora y profesora universitaria, terminé escribiendo varios libros para padres e hijos, con el fin de compartir lo que ya desde los primeros años había aprendido sobre la importancia del desarrollo de la autoestima. Los mensajes que escribí para mi hija son, aunque un poco modificados, los mismos valores que aprendí de mi padre, atemperados, como es natural, por mis propias experiencias vitales. Y siguen pasando a las nuevas generaciones.
También debería contaros algo de mi hija, una sana muchacha de casi un metro ochenta, que todos los años se matricula en tres deportes, a quien le preocupa la diferencia entre un sobresaliente y un notable, y que quedó finalista en la lucha por el título Miss California Teen. Pero no son sus dones y logros externos los que hacen que me recuerde a mis padres. La gente siempre me dice que mi hija está dotada de una gran bondad, una espiritualidad y un fuego interior muy especial y profundo, que irradian manifiestamente de ella. La esencia de mis padres se ha encarnado en su nieta.
La actitud de amor por sus hijos y el hecho de haber sido padres dedicados ha tenido también un efecto sumamente enriquecedor y estimulante sobre la vida de mis padres. Mientras escribo esto mi padre está en la clínica Mayo de Rochester, sometiéndose a un chequeo que, según dicen los médicos, llevará entre seis y ocho días. Estamos en diciembre y, dado el rigor del invierno, tomó una habitación en un hotel próximo a la clínica a la que acude como paciente externo. A causa de sus obligaciones domésticas, mi madre sólo pudo acompañarlo durante los primeros días, de modo que la víspera de Navidad ya no estuvieron juntos.
La Nochebuena telefoneé a papá a Rochester para desearle una feliz Navidad. Por su voz, me pareció deprimido y desanimado. Al llamar a mi madre, que estaba en Iowa, también la encontré triste y malhumorada.
—Es la primera vez en la vida que tu padre y yo no pasamos juntos estas fiestas —se lamentó—, y sin él ni siquiera siento que hoy sea Navidad.
Yo tenía catorce invitados a cenar, dispuestos a pasar una velada festiva.
Volví a la cocina, pero como no podía sacarme de la cabeza el problema de mis padres, llamé por teléfono a mi hermana mayor, quien a su vez llamó a mis hermanos. Una vez decidido que no era bueno que nuestros padres estuvieran separados en Nochebuena y que mi hermano menor iría con el coche a Rochester para traer a mi padre, sin decírselo a mi madre, lo llamé para comunicarle nuestros planes.
—Oh, no —protestó—, es demasiado peligroso salir una noche como ésta.
Mi hermano llegó a Rochester y me telefoneó desde la habitación del hotel para decirme que papá no quería venir.
—Tienes que decírselo tú, Bobbie. Eres la única a quien hará caso.
—Ve, papá. Adelante —le dije con suavidad, y aceptó.
Tim y papá salieron para Iowa. Los demás hijos fuimos llevando la pista de todo el viaje, con información del tiempo incluida, hablando con ellos por el teléfono del coche de mi hermano. En ese punto ya habían llegado mis invitados y todos participaron de la aventura. Cada vez que sonaba el teléfono, conectaba el altavoz para que todos pudieran oír las últimas noticias. Acababan de dar las nueve cuando sonó el teléfono; era papá que llamaba desde el coche.
—Bobbie, ¿cómo puedo llegar a casa sin llevarle un regalo a tu madre? ¡En casi cincuenta años, sería la primera vez que llegaría a casa en Navidad sin su perfume favorito!
Todos mis invitados estaban participando del viaje. Llamamos a mi hermana para que nos diera los nombres de los centros comerciales más próximos donde pudieran detenerse para comprar el único regalo que mi padre podía concebir hacerle a mamá: la misma marca de perfume que ha venido obsequiándole cada Navidad durante todos estos años.
A las 9:52 de esa noche mi hermano y mi padre salieron de un pequeño centro comercial en Minnesota y siguieron viaje a casa. A las 11:50 entraban con el coche en la granja. Mi padre, como un escolar muerto de risa, se ocultó tras un ángulo de la casa para que mamá no lo descubriera.
—Mamá, hoy he ido a visitar a papá y me ha dicho que te traiga esto para lavar —dijo mi hermano mientras entregaba las maletas a mi madre.
—Oh —suspiró ella con tristeza—, lo echo tanto de menos que en realidad podría ponerme a hacerlo ahora.
—No tendrás tiempo para hacerlo esta noche —dijo mi padre, saliendo de su escondite.
Después de que mi hermano me llamara para relatarme esta conmovedora escena, telefoneé a mi madre.
—¡Feliz Navidad, mamá!
—Ay, niños... —intentó decir ella con voz quebrada, tratando de contener las lágrimas, pero no pudo continuar. Mis invitados prorrumpieron en hurras. Aunque yo estuviera a tres mil kilómetros de ellos, ésa fue una de las Navidades más especiales que he compartido con mis padres. Y por cierto que hasta el día de hoy mis padres no han estado jamás separados en Nochebuena.
Tal es la fuerza de los hijos que aman y honran a sus padres y, por cierto, del maravilloso matrimonio hecho de amor y entrega que mis padres comparten.
—Los buenos padres —me comentó una vez Jonás Salk—, dan raíces y alas a sus hijos. Raíces para saber dónde está su hogar, y alas para volar lejos de él y ejercitar lo que ellos les han enseñado.
Si el legado de los padres es que los hijos alcancen la capacidad de llevar una vida con sentido, contar con un nido seguro y ser bienvenidos a él, entonces creo que yo he escogido bien a mis padres. Fue en esta última Navidad cuando mejor entendí por qué era necesario que estas dos personas fueran mis padres. Aunque las alas que ellos me dieron me han llevado por todo el mundo, para finalmente terminar en la hermosa California, las raíces que de ellos recibí serán, siempre, un cimiento de inconmovible solidez.
Bettie B. Youngs

La escuela de los animales
Una vez, hace muchísimo tiempo, los animales decidieron que debían hacer algo heroico para enfrentarse con los problemas de «un mundo nuevo», de modo que organizaron una escuela.
Adoptaron un programa de actividades compuesto de atletismo, escalada, natación y vuelo. Para facilitar la administración del programa, todos los animales se apuntaron en todas las actividades.
El pato era excelente en natación, e incluso mejor que su instructor, pero en cuanto al vuelo, sus notas apenas le permitieron pasar y en atletismo era un desastre. Como era tan lento corriendo, tuvo que quedarse después de clase, e incluso dejó de nadar para practicar a conciencia. Esta situación se mantuvo hasta que se le desgastaron muchísimo las membranas de las patas y terminó
nadando con una velocidad discreta. Pero como en la escuela su nivel era
aceptable a nadie le preocupó el asunto, salvo al pato.
El conejo empezó siendo el primero de la clase en atletismo, pero sufrió un
colapso nervioso porque tanta natación lo había dejado agotado.
La ardilla era una escaladora excelente hasta que se frustró en la clase de
vuelo libre, donde su instructor le hizo empezar remontándose desde el suelo,
en vez de descender desde las copas de los árboles. Además, sufrió una
contractura muscular por exceso de ejercicio que se tradujo en notas bajísimas
tanto en escalada como en atletismo.
El águila, alumna problemática por excelencia, fue severamente castigada.
En la clase de escalada venció a todos los demás llegando primera a la cima del árbol, pero insistió en llegar allí a su manera.
Al finalizar el año, una anguila anormal capaz de nadar asombrosamente bien y además de correr, trepar y volar un poco, obtuvo el promedio más alto y le encargaron el discurso de despedida.
Los perros salvajes no quisieron ir a la escuela y dejaron de pagar impuestos porque la administración no quiso incluir en el programa de estudios actividades como excavar y hacer madrigueras. Pusieron a estudiar a sus cachorros con un tejón y más adelante se unieron a las marmotas y las ardillas de tierra para iniciar una selectísima escuela privada.
¿Tiene alguna moraleja esta fábula?
George H. Reavis

Afectado
Mi hija se encuentra inmersa en la turbulencia de los dieciséis años.
Recientemente, tras unos días en que no se sentía bien, supo que su mejor amiga no tardaría en mudarse. Además, en la escuela no le iba tan bien como ella había esperado, ni como lo habíamos esperado su madre y yo. Hecha un ovillo en la cama, desprendía tristeza a través del montón de mantas con que se cubría, en busca de consuelo. Por más que yo quisiera acercarme a ella, para rescatarla de todas las desdichas que se habían adueñado de su joven espíritu, e incluso dándome cuenta de lo mucho que me importaba y de cuánto deseaba ayudarle, sabía también lo aconsejable que era proceder con cautela.
En mi condición de terapeuta familiar, y principalmente gracias al testimonio de clientes a quienes un abuso sexual ha destrozado la vida, estoy al tanto del riesgo implícito en las expresiones de intimidad entre padres e hijas cuando son inadecuadas. Además tengo conciencia de la facilidad con que es posible sexualizar el afecto y la proximidad, especialmente en el caso de hombres para quienes el dominio emocional es territorio extranjero y confunden cualquier expresión de afecto con una invitación sexual.
Era tan fácil tenerla en brazos y consolarla cuando tenía dos o tres años, e incluso siete; pero ahora tenía la impresión de que su cuerpo, nuestra sociedad y mi condición masculina conspiraban contra mi deseo de consolar a mi hija, y me preguntaba cómo podía hacerlo sin dejar de respetar las necesarias fronteras entre un padre y una hija adolescente. Zanjé la cuestión ofreciéndole unas fricciones en la espalda, que ella aceptó.


Suavemente empecé a masajear su espalda huesuda y sus hombros tensos, mientras me disculpaba por mi reciente ausencia. Le expliqué que acababa de participar en las finales del campeonato internacional de masajes de espalda, donde me había clasificado en cuarto lugar. Le aseguré que es difícil superar los masajes que puede dar un padre preocupado, especialmente si además de estar preocupado tiene una alta puntuación mundial en esa especialidad. Y le fui contando detalles de la competición y de los demás participantes mientras, a base de dedos y manos, procuraba relajar sus músculos contraídos y aflojar las tensiones que trababan su joven vida.
Le hablé del arrugado viejecillo asiático que había quedado en tercer lugar, antes de mí, en la serie de pruebas. Tras haber estudiado acupuntura y digitopuntura durante toda la vida, podía concentrar su energía en los dedos, gracias a lo cual elevaba los masajes de espalda a la categoría de arte.
—Pulsaba y presionaba con la precisión de un prestidigitador —expliqué, mientras le hacía a mi hija una demostración de lo que había aprendido de aquel anciano. En respuesta, ella gimió, aunque yo no estaba seguro de si lo hacía contestando a mi discurso o a mi técnica de digitopuntura. Después le hablé de la mujer que se había clasificado segunda. Era turca y desde su infancia había practicado el arte de la danza del vientre, de manera que podía imprimir a los músculos un movimiento particularmente ondulante y fluido. Al masajear una espalda sus dedos despertaban en los músculos fatigados y en el cuerpo debilitado la necesidad urgente de vibrar, de estremecerse y danzar.
—Dejaba que los dedos caminaran para que los músculos los siguieran — expliqué mientras le hacía la demostración.
—Fantástico —fue apenas un murmullo que emergía débilmente de un rostro sepultado en la almohada. ¿Se referiría a mis palabras o a mi toque
profesional?
Después me limité a frotarle la espalda, y los dos nos quedamos en silencio.
Pasado un momento, me preguntó:
—Entonces, ¿quién quedó en primer lugar?
—Eso sí que no te lo creerás —respondí—. ¡Un bebé!
Y le expliqué cómo el tacto blando de un infante al explorar un mundo de
la piel y las sensaciones, no se puede comparar con ningún otro tacto en el
mundo. Más suave que la suavidad misma. Impredecible, tierno en su
exploración. Unas manos diminutas que decían más de lo que jamás serán
capaces de expresar las palabras. De la pertenencia, de la confianza, del amor
inocente. Y entonces, tierna y suavemente, la toqué como había aprendido del
bebé. En ese momento recordé vívidamente su propia infancia... lo que era
tenerla en brazos, mecerla, observar cómo se iba aventurando, a tientas, en su
propio mundo.
Y me di cuenta de que, en realidad, era ella la niña, el bebé que me había
enseñado el tacto de un niño.
Tras un rato más de fricción lenta, suave, silenciosa, le dije que me sentía
muy contento por haber aprendido tanto de los expertos mundiales en masajes
de espalda. Le expliqué cómo me había convertido en un masajista de espalda
aún mejor gracias a una hija de dieciséis años que, dolorosamente, iba
asumiendo su edad adulta. En silencio ofrecí una plegaria de agradecimiento
porque una vida así hubiera sido confiada a mis manos, por haber recibido la
bendición y el milagro de tocarla.
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Victor Nelson
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Te quiero, hijo
Éstos son mis pensamientos mientras conduzco y llevo a mi hijo a la escuela:
Buenos días, hijo. Estás muy guapo con tu equipo de boy-scout, no tan gordo
como tu viejo cuando él era el boy-scout. No creo haber llevado nunca el pelo
tan largo hasta que entré en la universidad, pero seguro que, de todas maneras,
te reconocería: un poquito desaliñado cerca de las orejas, arrastrando los pies,
con las rodilleras arrugadas... Nos vamos acostumbrando el uno al otro...
Ahora que tienes ocho años me doy cuenta de que ya no te veo tanto como
antes. El Día de la Hispanidad saliste de casa a las nueve de la mañana. A la
hora de almorzar te vi durante cuarenta y dos segundos, y reapareciste a las
cinco para merendar. Te echo de menos, pero sé que hay asuntos serios que te
tienen ocupado. Seguramente tan serios como las cosas que van haciendo por el
camino los demás viajeros, quizá incluso más importantes.
Tú tienes que crecer y madurar, eso es más importante que preocuparme
por la bolsa, preparar opciones de compra o pasar la vida discutiendo con los
empleados. Tienes que aprender qué eres y qué no eres capaz de hacer... y,
además, aprender a vivir con tus particularidades. Tienes que llegar a conocer a
la gente y saber cómo se comportan cuando no están satisfechos consigo
mismos... como los aprendices de matón que se instalan en el parking de
bicicletas para fastidiar a los más pequeños. También tendrás que aprender a
fingir que los insultos no te importan. Te importarán siempre, pero aprenderás
a disimularlo para que la próxima vez no te digan cosas peores. Lo único que
espero es que te acuerdes de cómo se siente uno en ese caso... por si alguna vez
tú te decides a hostigar a algún niño más pequeño.
¿Cuándo fue la última vez que te dije que estaba orgulloso de ti? Sospecho
que, si no puedo recordarlo, tengo que ponerme al día en la tarea. Recuerdo la
última vez que te grité —fue para advertirte que llegarías tarde a la escuela si
no te dabas prisa—, pero en resumidas cuentas, como solía decir Nixon, no has
recibido de mí tantas palmadas afectuosas como alaridos. Para que tomes nota,
en caso que leas esto, estoy orgulloso de ti. Me gusta especialmente tu
independencia, la manera que tienes de cuidarte sin ayuda, aunque a mí a veces
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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me dé un poco de miedo. Nunca has sido un llorón y eso te convierte en un
chico muy especial, según mis normas.
¿Por qué será que a los padres nos cuesta tanto darnos cuenta de que un
niño de ocho años necesita tantos abrazos como uno de cuatro? Si yo mismo no
me controlo, pronto estaré cogiéndote del brazo y diciéndote: «¿Qué te cuentas,
chaval?», en vez de abrazarte y decirte cuánto te quiero. La vida es demasiado
corta para andar disimulando el afecto. ¿Por qué a los niños de ocho años os
cuesta tanto daros cuenta de que quienes tenemos treinta y seis necesitamos
tantos abrazos como un chiquillo de cuatro?
No sé si me acordé de decirte que estoy orgulloso de que vuelvas a comerte
el almuerzo que te prepara tu madre, después de haber pasado una semana
comiendo esos indigeribles bocadillos de salchicha de la cantina de la escuela.
Me alegro de que valores y respetes tu cuerpo.
Ojalá el trayecto no fuera tan corto... quería hablarte de lo que pasó
anoche... cuando tu hermano menor ya dormía y dejamos que te quedaras
levantado para ver el partido de béisbol de los Yankees. Ésos son momentos
muy especiales y no hay manera de planearlos por anticipado. Cada vez que
proyectamos hacer algo juntos, no sale tan bien ni es tan interesante o tan
afectuoso. Durante unos pocos minutos, demasiado cortos, fue como si ya
fueras un adulto y estuviéramos sentados charlando, pero sin ninguna pregunta
de ésas de cómo te va en la escuela. Yo ya había verificado tus deberes de
matemáticas de la única forma que puedo... con una calculadora. Tú eres mucho
mejor que yo con los números. Estuvimos hablando del partido y tú sabías más
que yo de los jugadores, así que estuve aprendiendo de ti. Y cuando los
Yankees ganaron, los dos estábamos encantados.
Bueno, ahí está el guardia urbano. Probablemente vivirá más que todos
nosotros. Ojalá no tuvieras que ir hoy a la escuela. Hay tantas cosas que quisiera
decirte...
Sales del coche tan rápidamente. Yo quisiera saborear el momento, pero tú
ya has divisado a un par de amigos tuyos.
Lo único que quería decirte es que te quiero...
Victor B. Miller
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Lo que eres es tan importante como lo que haces
La clase de persona que eres habla en voz tan alta que no me deja oír lo que dices.
Ralph Waldo Emerson
Era una soleada tarde de sábado en Oklahoma y Bobby Lewis, mi amigo y un
padre orgulloso, llevó a sus dos niños a jugar al minigolf. Se dirigió a la taquilla
y preguntó al empleado cuánto costaba la entrada.
—Tres dólares para usted y lo mismo para cada niño mayor de seis años.
Hasta los seis tienen entrada libre. ¿Qué edad tienen? —respondió el muchacho.
—El abogado tiene tres y el médico, siete —contestó Bobby—, o sea que le
debo a usted seis dólares.
—Oiga, señor —le dijo el muchacho de la taquilla—, ¿le ha tocado la lotería
o qué? Podría haberse ahorrado tres dólares sólo con decirme que el mayor
tiene seis. Yo no me hubiera dado cuenta de la diferencia.
—Es probable que usted no se hubiera dado cuenta —asintió Bobby—, pero
los niños sí.
Como decía Ralph Waldo Emerson, «la clase de persona que eres habla en
voz tan alta que no me deja oír lo que dices». En tiempos tan difíciles como
éstos, en los que la ética es más importante que nunca, asegúrate de que estás
dando un buen ejemplo a todos los que trabajan y viven contigo.
Patricia Fripp
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La perfecta familia norteamericana
Son las diez y media de la mañana de un sábado perfecto y nosotros somos, por
el momento, la perfecta familia norteamericana. Mi mujer ha llevado a nuestro
hijo de seis años a su primera lección de piano y el de catorce todavía no se ha
despertado. El menor, de cuatro, está en la otra habitación, mirando cómo unos
diminutos seres antropomórficos se arrojan unos a otros desde unos
acantilados. Yo, sentado ante la mesa de la cocina, estoy leyendo el periódico.
Aaron Malachi, mi hijo de cuatro años, al parecer está tan aburrido de las
matanzas de los dibujos animados como del considerable poder personal que
significa ser él quien tiene el mando a distancia, por lo que decide invadir mi
tranquilidad.
—Tengo hambre —anuncia.
—¿Quieres más cereales?
—No.
—¿Y un yogur?
—No.
—¿Te preparo un huevo?
—No. ¿Puedo tomar un poco de helado?
—No.
Por lo que yo sé, el helado puede ser mucho más nutritivo que los cereales
procesados o los huevos saturados de antibióticos, pero de acuerdo con mis
valores culturales, no está bien tomar helados un sábado a las once menos
cuarto de la mañana.
Silencio, hasta que... pasados unos cuatro segundos:
—Papi, ¿todavía nos queda mucho por vivir, verdad?
—Sí, Aaron, nos queda muchísimo por vivir.
—¿A mí y a ti y a mamá?
—Sí.
—¿Y a Isaac?
—Sí.
—¿Y a Ben?
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—Sí, a ti, a mí, a mamá, a Isaac y a Ben.
—Nos queda mucho por vivir, hasta que toda la gente se muera.
—¿Qué quieres decir?
—Hasta que toda la gente se muera y vuelvan los dinosaurios.
Aaron se instala sobre la mesa, con las piernas cruzadas como un Buda, en
el centro mismo de mi periódico.
—¿A qué te refieres, Aaron, al decir «hasta que toda la gente se muera»?
—Tú dijiste que todo el mundo se muere. Cuando todo el mundo se muera,
entonces volverán los dinosaurios. Los hombres de las cavernas vivían en
cuevas, en las cuevas de los dinosaurios. Entonces los dinosaurios volvieron y
los aplastaron.
Descubro que para Aaron la vida ya es una economía limitada, un recurso
que tiene un comienzo y un final. Él se ve, y nos ve, en algún punto o lugar de
esa trayectoria, una trayectoria que termina en la incertidumbre y la pérdida.
Y yo me veo frente a una decisión ética. ¿Ahora, qué debo hacer? ¿Intento
hablarle de Dios, de salvación, de eternidad? ¿O le suelto algún discurso del
estilo de «Tu cuerpo no es más que una envoltura, y después de morir todos
volveremos a encontramos y reunimos para siempre en espíritu»? ¿O debo
dejarlo con su incertidumbre y su angustia porque pienso que eso es la
realidad? ¿Debo intentar hacer de él un existencialista angustiado o procurar
que se sienta mejor?
No lo sé. Me quedo mirando fijamente el periódico. Los Celtics llevan una
larga racha de partidos perdidos. Larry Bird está furioso con alguien, pero no
puedo ver con quién porque un pie de Aaron no me deja. No estoy seguro, pero
mi sensibilidad de clase media, neurótica y adictiva, me está diciendo que éste
es un momento muy importante, el momento en el que Aaron está
configurando su manera de construirse un mundo. O tal vez no sea más que mi
sensibilidad de clase media, neurótica y adictiva, lo que me hace pensar así. Si
la vida y la muerte no son más que delirio, ¿por qué he de preocuparme yo de
cómo las entiende alguien más?
Sobre la mesa, Aaron juega con un «muñeco militar» que levanta los brazos
y se balancea sobre unas piernas temblorosas. Era con Kevin McHale con quien
estaba enfadado Larry Bird. No, no era con él, sino con Jerry Stitching. Pero
Jerry Stitching ya no juega con los Celtics. ¿Qué habrá sucedido con Jerry
Stitching? Todo se muere, todo llega a su fin. Jerry Stitching estará jugando en
Sacramento o en Orlando, quizá haya desaparecido.
Yo no debería tomarme a la ligera la forma en que Aaron entiende la vida y
la muerte, porque quiero que tenga un sólido sentido de la existencia, una
sensación de la permanencia de las cosas. Es evidente el buen trabajo que
hicieron conmigo las monjas y los curas. Era la angustia total o la beatitud. El
cielo y el infierno no estaban conectados por un servicio de larga distancia. O
estabas en el equipo de Dios o estabas en la sopa, y la sopa estaba caliente,
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quemaba. Yo no quiero que Aaron se queme, pero quiero que sea fuerte. La
angustia neurótica, pero inevitable, puede venir después.
¿Es posible eso? ¿Es posible sentir que Dios, el espíritu, el karma, Yahvé, es
decir, Jehová, o lo que sea, es trascendente, sin por eso traumatizar a una
persona, sin inculcarle esa idea a golpes? ¿Podemos romper, ontológicamente
hablando, los huevos para hacer la tortilla? ¿O su frágil sensibilidad quedaría
aniquilada por un acto semejante?
Al percibir un ligero incremento en la agitación sobre la mesa, me doy
cuenta de que Aaron se está hartando de su muñeco. Con una actitud dramática
que considero digna del momento, me aclaro la garganta y, con tono
profesional, le digo:
—Aaron, la muerte es algo que algunas personas creen que...
—Papá —me interrumpe él—, ¿podríamos jugar a un vídeo-juego? No es
muy violento —me explica, gesticulando con las manos—. No es de esos de
matar. Los personajes se desmayan, nada más.
—Sí —respondo con cierto alivio—, juguemos, pero primero tenemos que
hacer otra cosa.
—¿Qué? —Aaron se detiene y vuelve desde donde está, a medio camino de
la puerta.
—Vamos a tomar un poco de helado.
Otro sábado perfecto para una familia perfecta. Por ahora.
Michael Murphy
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¡Entonces, dilo!
Si fueras a morirte pronto y no pudieras hacer más que una sola llamada telefónica, ¿a
quién llamarías y qué le diñas? Entonces, ¿qué estás esperando?
Stephen Levine
Una noche, tras haber terminado uno de los cientos de libros para padres y
madres que he leído, me sentía un poco culpable porque el libro describía
algunas estrategias de conducta que yo no usaba desde hacía tiempo. La
principal era hablar con tu hijo y, al hacerlo, usar ese par de palabras mágicas
que son «Te quiero». En el libro se insistía, una y otra vez, en que los niños
necesitan saber que sus padres los aman, inequívoca e incondicionalmente.
Subí entonces al dormitorio de mi hijo y llamé a la puerta. Mientras
golpeaba, lo único que se podía oír era su batería. Seguro que estaba, pero no
me respondía. Entonces abrí la puerta y ahí estaba, lo encontré, con los
auriculares puestos, escuchando una cinta y tocando la batería. Tras haber
conseguido que advirtiera mi presencia, le pregunté si disponía de un
momento.
—Claro que sí, papá —me dijo—. Para ti, siempre.
Nos sentamos y, pasados unos quince minutos de charla insustancial y
vacilante, lo miré y le dije:
—Tim, realmente me encanta tu forma de tocar la batería.
—Oh, gracias, papá —respondió—. De veras te lo agradezco.
Me fui, diciéndole que ya nos veríamos y, mientras bajaba la escalera, me di
cuenta de que había subido para darle un mensaje que finalmente no le había
transmitido. Sentía que era realmente importante volver arriba y tener otra
oportunidad de decirle ese par de palabras mágicas.
Volví a subir las escaleras, llamé a Ja puerta y la abrí.
—¿Tienes un segundo, Tim?
—Claro, papá. Siempre tengo un segundo para ti. ¿Qué necesitas?
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—Hijo, la primera vez que subí para compartir un mensaje contigo, me
salió algo muy diferente, que en realidad no era lo que te quería decir. Tim,
¿recuerdas que tuve muchos problemas para enseñarte a conducir? Te escribía
tres palabras y te deslizaba el papel debajo de la almohada, con la esperanza de
que aquello fuera una solución. He cumplido mi papel de padre y expresado el
amor que siento por mi hijo. —Finalmente, tras algunos rodeos y tonterías más,
lo miré y le dije:
—Lo que quería que supieras es que te queremos.
Me miró y me dijo:
—Oh, gracias, papá. ¿Te refieres a mamá y a ti?
—Sí, a los dos, pero es que no lo expresamos bastante.
—Gracias, esto significa mucho para mí. Sé que me queréis.
Me di la vuelta y salí, pero mientras bajaba la escalera empecé a pensar:
«Resulta increíble... Ya he subido dos veces... sé cuál es el mensaje y, sin
embargo, lo que le digo es otra cosa».
Decidí volver a subir inmediatamente para explicarle exactamente cómo me
sentía. Quería que lo oyera directamente de mí, ¡y no me importa que mida un
metro ochenta! Volví a subir y llamé a la puerta:
—¡Espera un momento! ¡No me digas quién eres! ¿Es posible que seas tú,
papá?
—¿Cómo lo sabes? —pregunté, y él me respondió:
—Porque te conozco desde que eres padre, papá.
—Hijo, ¿tienes un segundo? —le pregunté entonces.
—Tú sabes que sí, de modo que entra. Me imagino que no me dijiste lo que
querías decirme.
—¿Cómo lo sabes? —me asombré.
—Te conozco desde que me ponías los pañales.
—Bueno, pues es eso, Tim, lo que me he estado guardando. Sólo quería
expresarte lo especial que eres para nuestra familia. No se trata de lo que hagas,
ni de lo que hayas hecho, como todas las cosas que haces con el grupo de niños
con los que trabajas en el centro. Es por lo que eres tú como persona. Te quiero
y quería que supieras que te quiero, y no sé por qué me privo de decirte algo
tan importante.
Me miró y me dijo:
—Vamos, papá, ya sé que es así, y realmente es muy importante oírtelo
decir. Te agradezco mucho tus palabras y la intención con que las dices —y
mientras yo me iba ya hacia la puerta, me preguntó si todavía tenía un segundo.
Yo empecé a pensar «Oh, no. ¿Qué será lo que quiere decirme ahora?», pero
le dije:
—Claro que sí. Tú sabes que siempre estoy dispuesto a oírte.
No sé de dónde sacan los chicos estas cosas... seguro que no puede ser de
sus padres, pero me dijo:
—Papá, sólo quería hacerte una pregunta.
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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—¿De qué se trata? —pregunté, y él me miró y dijo:
—¿Has estado yendo a algún grupo de reflexión o algo parecido?
Aunque lo que yo estaba pensando era: «Oh, Dios, como cualquier chico de
dieciocho ya me ha alcanzado», admití:
—No, pero he estado leyendo un libro que decía lo importante que es que
uno les diga a sus hijos lo que realmente siente por ellos.
—Te agradezco que lo hayas hecho. Ya tendremos tiempo de seguir con el
tema.
Creo que lo que me enseñó Tim esa noche es, fundamentalmente, que la
única manera que tienes de entender el verdadero significado y propósito del
amor es estar dispuesto a pagar el precio. Tienes que animarte a salir ahí fuera y
a correr el riesgo de compartirlo.
Gene Bedley
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4
Sobre el aprendizaje
Aprender es descubrir
lo que ya sabes.
Hacer es demostrar
que ya lo sabes.
Enseñar es recordar
a los demás que lo saben
tan bien como tú.
Todos somos aprendices,
hacedores, maestros.
Richard Bach
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Receta para construirme un futuro
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Ahora sí me gusto
Una vez que veas que la imagen de sí mismo que tiene un niño comienza a mejorar,
verás logros significativos en diversos dominios, pero lo que es aún más importante,
verás un niño que está empezando a disfrutar más de la vida.
Wayne Dyer
Tuve una nítida sensación de alivio cuando empecé a darme cuenta de que un
niño o un joven necesita algo más que estudiar una asignatura. Yo conozco a
fondo las matemáticas, creo que las enseño bien y antes solía pensar que eso era
lo único que se necesitaba. Ahora no enseño matemáticas; enseño a los niños.
Acepto el hecho de que hay niños con quienes mi éxito no puede ser más que
parcial. He llegado a aceptar que no tengo que conocer todas las respuestas,
hasta el punto de que ahora tengo más respuestas que cuando intentaba parecer
un experto.
El chico que me hizo entender esto fue Eddie. Un día le pregunté por qué
pensaba que le iba mucho mejor en la escuela que el año anterior y su respuesta
dio significado a toda mi nueva orientación.
—Porque ahora, cuando estoy con usted, me gusto —dijo.
Un maestro, citado por Everett Shostrom en
Man, the manipulator
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Todas las cosas buenas
Estaba en la clase de tercer grado que tenía en la Saint Mary School de Morris,
Minnesota. Aunque quería a la totalidad de mis treinta y cuatro estudiantes,
Mark Eklund era uno entre un millón. De apariencia muy pulcra, tenía esa
actitud del que es feliz dentro de su piel que añadía un rasgo delicioso incluso a
sus ocasionales diabluras.
Además, Mark parloteaba incesantemente a pesar de que, una y otra vez,
intenté recordarle que en la escuela no era aceptable hablar sin permiso. Pero lo
que más me impresionaba era la sinceridad con que me respondía cada vez que
tenía que corregir su mal comportamiento:
—¡Gracias por señalármelo, hermana!
Al principio, yo me quedaba sin saber qué hacer, pero no tardé mucho en
acostumbrarme a oír varias veces al día su disculpa.
Una mañana se me acabó la paciencia, hasta el punto de que, cuando Mark
se pasó una vez más, cometí un error digno de una maestra novata. Lo miré y le
dije:
—¡Si dices una palabra más, te cerraré la boca con cinta adhesiva!
No habían pasado diez segundos cuando Chuck, otro de mis alumnos,
exclamó:
—Mark está hablando de nuevo.
Yo no había pedido a ninguno de los niños que me ayudara a vigilar a
Mark, pero como había anunciado ante toda la clase cuál iba a ser el castigo,
ahora debía cumplirlo.
Recuerdo la escena como si hubiera sucedido hoy. Fui hasta mi escritorio,
abrí el cajón y saqué un rollo de cinta adhesiva. Sin decir palabra, me acerqué a
Mark, corté dos trozos de cinta y con ellos le crucé la boca con una gran X, tras
lo cual volví al frente de la clase.
En un momento en que eché un vistazo a Mark para ver qué hacía, me
guiñó un ojo y mi enfado se desmoronó. Empecé a reírme y, entre los aplausos
y hurras de toda la clase, fui otra vez hasta el asiento de Mark, le quité la cinta
adhesiva y me encogí de hombros.
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—Gracias por corregirme, hermana —fue lo primero que me dijo.
A finales de año me pidieron que enseñara matemáticas a la primera clase
de secundaria. Los años pasaron volando y, antes de que me diera cuenta, Mark
volvía a estar en mi clase. Estaba más guapo que nunca y tan cortés como
siempre. Como tenía que escuchar atentamente mi clase no charlaba tanto como
antaño.
Un viernes parecía que las cosas no iban muy bien. Habíamos pasado toda
la semana insistiendo sobre un concepto nuevo y difícil, y yo sentía que los
alumnos estaban cada vez más frustrados e impacientes. Tenía que modificar la
situación antes de que se me escapara de las manos, de modo que les pedí que
cada uno enumerase los nombres de sus compañeros presentes en dos hojas de
papel, dejando un espacio entre cada nombre y el siguiente. Después les dije
que pensaran qué era lo más agradable que podían decir de cada uno de sus
compañeros y lo escribieran.
Para terminar la tarea necesitaron el resto de la clase, pero cada uno me fue
entregando su hoja de papel mientras iban saliendo. Chuck sonreía y Mark me
dijo:
—Gracias por enseñarme, hermana. Que pase un buen fin de semana.
Ese sábado anoté el nombre de cada uno de los chicos en una hoja aparte y
en ella fui enumerando lo que los demás habían dicho al referirse a él. El lunes
le di a cada uno su lista. Algunas llegaban a ocupar dos páginas. No tardó
mucho en estar toda la clase sonriendo, y oí comentar en susurros—.
—¿De veras?
—Jamás me imaginé que yo le importara tanto a nadie!
—¡No sabía que yo le gustara de esa manera a alguien!
Nadie volvió nunca a mencionar aquellos papeles en clase y tampoco supe
sí mis alumnos hablaron del tema después de clase o con sus padres, pero eso
no tenía importancia. El ejercicio había cumplido su propósito. Los chicos
estaban de nuevo contentos consigo mismos y con los demás.
Aquel grupo de muchachos prosiguió su vida. Varios años después,
regresaba de unas vacaciones y mis padres me esperaban en el aeropuerto.
Mientras íbamos a casa en el coche, mi madre me hizo las preguntas habituales
sobre el viaje: qué tiempo había tenido, cómo lo había pasado en general.
Después se produjo una pausa en la conversación. Mi madre miró a mi padre
de soslayo y preguntó simplemente:
—¿Papá?
Él se aclaró la garganta.
—Anoche llamaron los Eklund —comenzó.
—¿De veras? —me alegré—. Hace varios años que no tengo noticias de
ellos. Me gustaría saber cómo está Mark.
Papá me respondió en voz baja:
—Han matado a Mark en Vietnam. El funeral es mañana y a sus padres les
gustaría que asistieras.
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Hasta el día de hoy todavía puedo señalar con total exactitud el punto de la
autopista I-494, donde mí padre me comunicó la muerte de Mark.
Yo jamás había visto hasta entonces a un militar en su ataúd. Mark parecía
tan apuesto, tan maduro. Lo único que pude pensar en aquel momento fue:
Mark, daría toda la cinta adhesiva del mundo porque pudieras hablarme.
En la iglesia, repleta con todos los amigos de Mark, no cabía un alfiler. La
hermana de Chuck cantó «El himno de combate de la República». ¿Por qué
tenía que llover el día del funeral? Fue muy difícil todo, junto a la tumba
abierta. El pastor recitó las plegarias habituales y el corneta tocó silencio.
Yo fui la última en bendecir el ataúd y, mientras estaba junto a él, uno de
los soldados que habían cargado el féretro se me acercó a preguntarme si había
sido yo la profesora de matemáticas de Mark. Todavía con los ojos fijos en el
féretro, dije que sí con la cabeza.
—Mark hablaba mucho de usted —me dijo.
Después del funeral la mayoría de los ex condiscípulos de Mark se
encaminaron a la granja de Chuck, donde se serviría un almuerzo. Allí estaban
el padre y la madre de Mark, esperándome, evidentemente.
—Queremos enseñarle algo —me dijo el padre, sacándose una cartera del
bolsillo—. Lo llevaba Mark cuando lo mataron y pensamos que tal vez usted lo
reconocería.
Abrió la cartera y sacó cuidadosamente dos ajados trozos de papel, hojas de
agenda que parecían haber sido pegadas con cinta adhesiva después de
haberlas doblado y desdoblado muchas veces. No necesité mirarlas para saber
que eran las páginas donde yo había copiado todas las cosas buenas que cada
uno de los compañeros de clase de Mark había dicho de él.
—Le agradecemos muchísimo que lo hiciera —me dijo la madre—. Ya
puede usted ver con qué amor lo atesoraba Mark.
Los condiscípulos de Mark empezaron a reunirse a nuestro alrededor.
—Yo todavía tengo mi lista en casa —expresó Chuck con una sonrisa más
bien tímida—. Está en el cajón superior del escritorio.
—John me pidió que pusiera la suya en nuestro álbum de bodas —dijo su
mujer. Marilyn dijo que también ella conservaba la suya dentro de su diario.
Después, Vicky, otra compañera de clase, rebuscó en el bolso, sacó su
billetera y mostró a todo el grupo su lista, vieja y estragada, diciendo, sin
pestañear siquiera:
—Yo la llevo continuamente conmigo y creo que todos la hemos guardado.
Ése fue el momento en que finalmente me senté y me eché a llorar. Lloraba
por Mark y por todos los amigos que jamás volverían a verlo.

Helen P. Mrosla

Silencio por las noches

Cuando te levantas en la oscuridad del verano y los árboles permanecen sin viento más allá de la puerta abierta de par en par esta noche, qu...