jueves, 28 de agosto de 2014

SOPA DE POLLO PARA EL ALMA Fragmento

Un simple gesto
Todo el mundo puede ser grande... porque cualquiera puede servir. Para eso no necesitas
tener un título universitario. No necesitas hacer que sujeto y verbo concuerden. Lo
único que necesitas es un corazón pleno de gracia, un alma nacida del amor.
Martin Luther King
Mark volvía caminando de la escuela cuando advirtió que el muchacho que
caminaba delante de él había tropezado y se le habían caído todos los libros que
llevaba, además de dos jerséis, un bate de béisbol, un guante y un pequeño
magnetófono. Mark se arrodilló para ayudarle a recoger los objetos
desparramados y, como iban por el mismo camino, le ayudó a llevar parte de la
carga. Mientras caminaban, supo que el chico se llamaba Bill, que le encantaban
los vídeo-juegos, el béisbol y la historia, que tenía muchos problemas con las
demás asignaturas y que acababa de romper con su novia.
Primero llegaron a casa de Bill, donde invitaron a Mark a que entrara a
tomar un refresco y a ver la televisión un rato. La tarde pasó agradablemente,
entre algunas risas y algo de charla intrascendente, luego Mark se fue a su casa.
Los dos chicos siguieron viéndose en la escuela, almorzaron juntos un par de
veces y, finalmente, ambos terminaron la primaria. Casualmente fueron a la
misma escuela secundaria, donde siguieron teniendo breves contactos durante
años. Finalmente, llegado el tan esperado último año, tres semanas antes del día
que finalizaban los cursos, Bill le preguntó a Mark si podían conversar un rato.
Le recordó aquel día, años atrás, en que se habían conocido, y le preguntó:
—¿Nunca te extrañaste de que ese día volviera a casa tan cargado de cosas?
Había vaciado mi armario porque no quería cargar a nadie con ese desorden.
Había ido guardando algunas pastillas para dormir de mi madre y volvía a casa
con intención de suicidarme. Pero después de haber pasado un rato contigo,
charlando y riéndonos, me di cuenta de que si me hubiera matado habría
perdido aquellos momentos y muchos otros que podían haberles seguido.
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Entonces, Mark, ya ves que aquel día, cuando me recogiste los libros, hiciste
mucho más... Me salvaste la vida.
John W. Schlatter
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La sonrisa
Sonreíos los unos a los otros; sonríe a tu mujer, sonríe a tu marido; sonreíd a vuestros
hijos, sonreíos sin que os importe a quién, y eso os ayudará a que crezca vuestro amor
por el otro.
Madre Teresa de Calcuta
Muchos norteamericanos conocen bien El principito, un libro maravilloso escrito
por Antoine de Saint-Exupéry. Es un libro que, sin dejar de ser un cuento para
niños, es también un recurso maravilloso para estimular el pensamiento en los
adultos. Muchos menos son los que tienen conocimiento de otros escritos,
novelas y cuentos del autor.
Saint-Exupéry era un piloto de caza que luchó contra los nazis y murió en
acción. Antes de la segunda guerra mundial, luchó contra los fascistas en la
guerra civil española. A partir de aquella experiencia escribió un cuento
fascinante con el título de La sonrisa (Le sourire). Éste es el relato que quisiera
compartir con vosotros ahora. Aunque no está claro si la intención del autor era
escribir un texto autobiográfico o de ficción, yo prefiero creer en la primera
posibilidad.
Cuenta el autor que, capturado por el enemigo, lo confinaron en una celda.
Por las miradas desdeñosas y el rudo tratamiento que recibió de sus carceleros,
estaba seguro de que al día siguiente lo ejecutarían. A partir de aquí contaré la
historia tal como la recuerdo, con mis propias palabras.
«Estaba seguro de que me matarían, y me fui poniendo tremendamente
inquieto y nervioso. Repasé mis bolsillos en busca de algún cigarrillo que
pudiera haber quedado en ellos pese al registro y encontré uno que, con manos
temblorosas, apenas pude llevarme a los labios. Pero no tenía fósforos; eso sí se
lo habían llevado.
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»Por entre los barrotes miré a mi carcelero, que evitaba mantener contacto
conmigo. Después de todo, nadie intenta mirar a los ojos a una cosa, a un
cadáver. Decidí preguntarle:
»—¿Tiene fuego, por favor?
»Me miró, se encogió de hombros y se acercó a encenderme el cigarrillo.
»Mientras se acercaba para encender el fósforo, sin intención alguna,
nuestros ojos se cruzaron. En ese momento, sin saber por qué, le sonreí. Quizá
fuera por nerviosismo, tal vez porque cuando dos personas están muy cerca
una de otra es muy difícil no sonreír. En todo caso, le sonreí. En ese instante fue
como si se encendiera una chispa en nuestros corazones, en nuestras almas:
éramos humanos. Sé que aunque él no lo quería, mi sonrisa pasó a través de los
barrotes y provocó otra sonrisa en sus labios. Me encendió el cigarrillo y se
quedó cerca, mirándome directamente a los ojos, sin dejar de sonreír.
»También yo seguí sonriéndole; ahora ya lo veía como a una persona, no
como a un simple carcelero. Pareció como si el hecho de que me mirara hubiera
cobrado también una nueva dimensión.
»—¿Tienes hijos? —me preguntó.
»—Si, mira.
»Saqué la cañera y busqué las fotos de mi familia. Él también sacó las fotos
de sus hijos y empezó a hablar de los planes y las esperanzas que ellos le
inspiraban. A mí se me llenaron los ojos de lágrimas. Le dije que temía no
volver a ver nunca a mi familia, no poder llegar a verlos crecer. A él también se
le humedecieron los ojos.
»De pronto, sin decir nada más, abrió la puerta y sin añadir palabra me
guió hacia la salida. Ya fuera de la cárcel, silenciosamente y por callejas
apartadas, me condujo fuera de la ciudad. Allí, ya casi en el límite, me dejó en
libertad y, sin una palabra más, regresó.
»Aquella sonrisa me había salvado la vida.
Sí, la sonrisa... el contacto espontáneo, natural, no afectado entre las personas.
Éste es un episodio que cuento en mi trabajo porque me gustaría que la gente
pensara en que, debajo de todas las capas defensivas que construimos para
protegernos, para proteger nuestra dignidad, nuestros títulos, nuestros grados,
nuestro estatus y nuestra necesidad de que nos vean de tal o cual manera... por
debajo de todo eso, sigue estando, auténtico y esencial, lo que somos. No me
asusta llamarlo alma. Realmente, creo que si esa parte de ti y esa parte de mí
pudieran reconocerse la una a la otra, no seríamos enemigos. No podríamos
sentir odio ni envidia ni miedo. Con tristeza llego a la conclusión de que todos
esos estratos que tan cuidadosamente vamos construyendo a lo largo de toda la
vida, nos distancian de los demás y nos aíslan de cualquier auténtico contacto
con ellos. El relato de Saint-Exupéry nos habla de ese momento mágico en que
dos almas se reconocen.
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No he tenido más que unos pocos momentos como aquél. Enamorarse es
un ejemplo y también observar a un bebé. ¿Por qué sonreímos cuando vemos
un bebé? Quizá sea porque vemos a alguien que aún no tiene todas esas
barreras defensivas, alguien que, bien lo sabemos, cuando nos sonríe lo hace de
forma totalmente auténtica y sin engaños. Y el alma de bebé que seguimos
llevando dentro sonríe con melancólico agradecimiento.
Hanoch McCarty
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Amy Graham
Tras haber volado toda la noche desde Washington, D. C, estaba cansado
cuando llegué a mi iglesia, la Mile High Church, en Denver, donde después de
oficiar tres servicios, tendría que dirigir un taller sobre la conciencia de la
prosperidad. Al entrar en la iglesia, el doctor Fred Vogt me preguntó si tenía
noticias de la existencia de la Fundación Pide un Deseo.
Le respondí que sí.
—Bueno —continuó—, a Amy Graham le han diagnosticado una leucemia
terminal. Apenas le dan tres días de vida. Su último deseo es estar presente en
sus servicios.
Quedé realmente impactado. Sentí una combinación de júbilo, respeto y
duda. No lo podía creer. Pensaba que los chicos y chicas a punto de morir
querrían que los llevaran a Disneylandia o conocer a Sylvester Stallone, o a
Arnold Schwarzenegger. ¿Cómo iban a querer pasarse sus últimos días
escuchando a Mark Victor Hansen? ¿Por qué una cría a quien no le quedaban
más que unos pocos días de vida iba a querer que le endilgaran un discurso
sobre motivaciones? De pronto, una voz interrumpió mis pensamientos.
—Aquí está Amy —anunció Vogt mientras ponía la frágil mano de Amy en
la mía. Ante mí estaba una muchacha de diecisiete años con un turbante de
brillantes colores rojo y naranja que le ocultaba la cabeza, calva a causa de los
tratamientos de quimioterapia recibidos. El frágil cuerpo, debilitado, apenas se
sostenía.
—Mis dos objetivos —me dijo— eran terminar la escuela secundaria y
escuchar su sermón. Los médicos no creían que pudiera cumplir ninguno.
Pensaban que las fuerzas no me alcanzarían. Me dejaron otra vez en manos de
mis padres... Aquí están, se los presento.
Los ojos se me llenaron de lágrimas; sentí que me ahogaba, que me faltaba
el equilibrio. Estaba totalmente conmovido. Me aclaré la garganta, sonreí y dije:
—Tú y tus padres sois nuestros invitados. Os agradezco que hayáis querido
venir.
Nos abrazamos, nos secamos los ojos y nos separamos.
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He estado presente en muchos seminarios de curación en los Estados
Unidos, Canadá, Malasia, Nueva Zelanda y Australia. He observado el trabajo
de los mejores sanadores y he estudiado, investigado, evaluado y cuestionado
qué era lo que funcionaba, por qué y cómo.
Aquel domingo por la tarde dirigí un seminario en el que participaron
Amy y sus padres. El público abarrotaba la sala: más de un millar de personas
ávidas de aprender, de crecer, de ser cada vez más humanas.
Humildemente, les pregunté si querían aprender un procedimiento de
curación que podría servirles para toda la vida. Desde el escenario, parecía que
todas las manos se hubieran levantado. El sentimiento era unánime: querían
aprender.
Enseñé al público a frotarse enérgicamente las manos, a separarlas a una
distancia de cinco o seis centímetros y sentir la energía curativa. Después los
dividí en parejas, para que todos pudieran sentir la energía curativa que
emanaba de cada uno de ellos y fluía hacia el otro.
—Si necesitáis una curación —les dije—, aceptadla aquí y ahora.
El público se dispuso en forma alineada; el sentimiento era estático. Les
expliqué que todos tenemos energía curativa y potencial de curación. Al cinco
por ciento de las personas les brota de las manos con una intensidad de
curación tan intensa que podrían hacer de ella una profesión.
—Esta mañana —les conté—, me presentaron a Amy Graham, una joven de
diecisiete años cuyo último deseo era concurrir a este seminario. Quiero traerla
aquí y pediros a todos que dejéis fluir hacia ella la energía de vuestra fuerza
vital. Quizá podamos ayudarla. Ella no me lo ha pedido, pero yo os lo estoy
pidiendo espontáneamente porque siento que es lo correcto.
—¡Sí, sí, sí! —clamó el público.
El padre de Amy la ayudó a subir al escenario. La niña tenía un aspecto de
suma fragilidad, por la quimioterapia, el reposo en cama y una falta absoluta de
ejercicio físico. (Los médicos no le habían permitido caminar durante las dos
semanas previas al seminario.)
Pedí al grupo que se calentara las manos para enviarle su energía, después
de lo cual, todos de pie, le tributaron una cálida y conmovedora ovación.
Dos semanas más tarde, Amy me telefoneó para decirme que su médico le
había dado el alta, tras una curación total. Dos años después volvió a llamar,
esta vez para contarme que se había casado.
He aprendido a no subestimar jamás el poder de curación que todos
tenemos. Siempre está ahí, esperando a que lo usemos para el mayor bien
común. Lo único que tenemos que hacer es recordarlo.
Mark V. Hansen
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Un cuento para el día de San Valentín
Larry y Jo Ann eran un matrimonio corriente. Vivían en una casa cualquiera, en
una calle como todas. Como cualquier otro matrimonio común, luchaban para
llegar a fin de mes y para dar a sus hijos todo lo necesario.
También eran como todos en otro sentido: se peleaban. Gran parte de sus
charlas se referían a lo que no iba bien en su matrimonio y a cuál de los dos era
el culpable.
Hasta que un día sucedió algo extraordinario.
—Fíjate Jo Ann, tengo una cómoda mágica, increíble. Cada vez que abro
algún cajón está lleno de calcetines o de ropa interior —dijo Larry—. Quiero
agradecerte que los hayas estado llenando durante todos estos años.
Jo Ann se lo quedó mirando por encima de las gafas.
—¿Qué es lo que quieres, Larry?
—Nada. Sólo que sepas que te doy las gracias por estos cajones mágicos.
Como aquella no era la primera vez que Larry le salía con algo raro, Jo Ann
olvidó el incidente hasta pasados algunos días.
—Jo Ann, gracias por haber anotado tan correctamente los números en el
libro de gastos este mes. Las dieciséis anotaciones son correctas: es todo un
récord.
Sin poder dar crédito a sus oídos, Jo Ann levantó los ojos del calcetín que
estaba zurciendo.
—Larry, si siempre te estás quejando de que anoto mal los números, ¿por
qué ahora no lo haces?
—Porque sí. Sólo quería que supieras que me doy cuenta del esfuerzo que
estás haciendo.
Jo Ann sacudió la cabeza y siguió con sus remiendos. Para sus adentros,
masculló:
—¿Qué le estará pasando?
Sin embargo, al día siguiente, cuando Jo Ann hizo un cheque en la tienda,
se fijó para asegurarse de que había anotado bien el número del cheque.
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—¿Por qué de pronto les estoy dando importancia a estos estúpidos
números? —se preguntó.
Trató de no hacer caso del incidente, pero el extraño comportamiento de
Larry se intensificó.
—Jo Ann, la cena ha sido estupenda —le dijo una noche—. Te agradezco el
esfuerzo. Vaya, si calculo que en los últimos quince años habrás preparado más
de catorce mil comidas para mí y para los niños...
Otra vez fue:
—Jo Ann, la casa parece un espejo. Debes de haber trabajado muchísimo
para que tenga tan buen aspecto.
Y hasta:
—Jo Ann, te agradezco que seas como eres. Realmente, me da mucho placer
tu compañía.
Jo Ann estaba empezando a preocuparse. Se preguntaba qué se había hecho
de los sarcasmos y de las críticas.
Sus temores de que a su marido le estaba pasando algo raro se vieron
confirmados por la queja de Shelly, su hija de dieciséis años, que le comentó:
—Mamá, papá se ha vuelto loco. Acaba de decirme que estaba guapa con
todo este maquillaje y esta ropa de estar por casa. No es propio de él. ¿Qué es lo
que le pasa?
Fuera lo que fuere lo que le pasara, Larry no cambiaba. Casi todos los días
seguía haciendo algún comentario positivo.
Pasadas varias semanas, Jo Ann se fue acostumbrando al extraño
comportamiento de su marido, e incluso alguna vez se lo recompensó, a
regañadientes, con un escueto «Gracias». Se sentía orgullosa de ir
manteniéndose a la altura de las circunstancias, hasta que un día sucedió algo
tan raro que la desorientó por completo:
—Como quiero que te tomes un descanso —anunció Larry—, voy a fregar
yo los platos, así que hazme el favor de dejar esa sartén y sal de la cocina.
Después de una larguísima pausa Jo Ann contestó:
—Gracias, Larry. ¡Te lo agradezco muchísimo!
Ahora el paso de Jo Ann era un poco más ligero, su confianza en sí misma
iba en aumento e incluso, alguna vez, canturreaba por lo bajo. Además, parecía
que ya no tenía tantos ataques de melancolía. «Me gusta bastante la nueva
forma de comportarse de Larry», pensaba para sus adentros.
Aquí se acabaría el cuento, de no ser porque un día sucedió otro
acontecimiento de lo más extraordinario. Esta vez, quien habló fue Jo Ann:
—Larry —dijo—, quiero agradecerte que durante todos estos años hayas
ido a trabajar para que a nosotros no nos falte nada. Y creo que nunca te he
expresado todo mi agradecimiento.
Larry jamás ha revelado las razones de su espectacular cambio de
comportamiento, por más que Jo Ann se ha esforzado en obtener de él una
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respuesta, de modo que éste seguirá siendo, probablemente, uno de los
misterios de la vida. Pero es un misterio con el que me encanta convivir.
Porque, ya veis... yo soy Jo Ann.
Jo Ann Larsen
Desert News
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Carpe diem!
Alguien que destaca como un ejemplo resplandeciente de valor al expresarse es
John Keating, el profesor dotado de un mágico poder de transformación que
interpreta Robín Williams en El club de los poetas muertos. En esta magistral
película, Keating toma un grupo de estudiantes inhibidos, tensos y
espiritualmente impotentes de un rígido internado y les inspira el deseo y la
capacidad de hacer de sus vidas algo extraordinario.
Tal como Keating les muestra, estos jóvenes han perdido de vista sus
propios sueños y ambiciones. Están viviendo de forma automática los
programas y las expectativas que les han trazado sus padres. Su proyecto es
llegar a ser médicos, abogados y banqueros porque eso es lo que sus padres les
han dicho que deben hacer. Pero esos resecos personajes apenas han dedicado
un momento a pensar qué es lo que su corazón le pide a cada uno de ellos que
exprese.
Una de las primeras escenas de la película muestra cómo Keating lleva a los
chicos al vestíbulo de la escuela donde, en una vitrina llena de trofeos, se exhibe
la colección de fotos de las clases que se han ido graduando en años anteriores.
—Mirad estas fotos, muchachos —les dice—. Los jóvenes a quienes
contempláis tenían en los ojos el mismo fuego que vosotros. Planeaban tomar el
mundo por asalto y hacer de sus vidas algo magnífico. Eso fue hace setenta
años. Ahora están todos haciendo crecer las margaritas. ¿Cuántos de ellos
llegaron realmente a vivir sus sueños? ¿Hicieron lo que se habían propuesto
lograr?
Entonces Keating, mezclándose con el grupo de alumnos, en un susurro, les
insta:
—Carpe diem! ¡Aprovechad el presente!
Al principio, a los estudiantes los desorienta ese extraño maestro, pero no
tardan en empezar a captar la importancia de sus palabras. Llegan a respetar y
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a reverenciar a Keating, que les ha ofrecido una visión nueva... o les ha devuelto
su visión original.
Todos vamos por el mundo con una especie de tarjeta de cumpleaños que nos
gustaría entregar... con una u otra expresión personal de júbilo, de creatividad o de
vitalidad que llevamos oculta bajo la camisa.
Un personaje de la película, Knox Overstreet, se enamora locamente de una
chica fantástica. Sólo hay un problema: ella es la pareja de un atleta famoso.
Knox, entusiasmado al máximo con esa hermosa criatura, no está lo bastante
seguro de sí mismo como para abordarla. Pero recuerda el consejo de Keating:
«¡Aprovechad el presente!» y se da cuenta de que no puede seguir soñando: si
quiere ganársela algo tendrá que hacer al respecto. Y lo hace. Audaz y
poéticamente le declara sus sentimientos más tiernos. En el proceso, ella lo
rechaza, su novio le da un puñetazo en la nariz y Knox se enfrenta a los golpes
aunque acaba vencido. Como no está dispuesto a renunciar a su sueño, va en
pos de lo que su corazón desea. En última instancia, ella siente la autenticidad
de su sentimiento y le abre su corazón. Aunque Knox no es especialmente
guapo, ni muy popular, el poder y la sinceridad de su intención terminan por
conquistarla. Él ha conseguido convertir su propia vida en algo extraordinario.
Yo también he tenido ocasión de practicar el consejo de Keating
«¡aprovechad el presente!». Me quedé embobado por una chica monísima que
conocí en una tienda de animales. Era menor que yo y tenía un estilo de vida
muy diferente al mío, tampoco teníamos muchos temas en común, pero sentía
que nada de aquello importaba. Yo disfrutaba estando con ella y me parecía que
ella también sentía lo mismo.
Supe que se acercaba su cumpleaños y decidí invitarla a salir. Estaba a
punto de llamarla y me quedé mirando el teléfono durante casi media hora.
Después marqué el número y colgué antes de que empezara a sonar. Entre la
emoción de la expectativa y el miedo al rechazo, me sentía como un
adolescente. Una voz desde el infierno insistía en decirme que yo no le gustaría
y que por mi parte era tener mucha cara invitarla a salir. Pero me sentía tan
entusiasmado ante la posibilidad de estar con ella que no me dejé vencer por el
miedo y, finalmente, me animé a llamarla. Me agradeció la invitación, pero me
dijo que ya tenía una cita.
Me quedé hecho polvo. La misma voz que me había dicho que no la
llamara me aconsejó también que abandonara antes de sentirme más
avergonzado. Pero yo estaba empeñado en ver qué alcance tenía aquella
atracción. Dentro de mí había más cosas que querían cobrar vida. Tenía que
expresar los sentimientos que me inspiraba aquella mujer.
Compré una bonita tarjeta de cumpleaños en la que escribí una breve nota
poética. Me dirigí a la tienda de animales donde ella trabajaba. Al aproximarme
a la puerta, la misma voz inquietante me advirtió: «Y si no le gustas, ¿qué? Si te
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rechaza, ¿qué?». Como me sentía vulnerable, guardé la tarjeta bajo la camisa.
Decidí que si ella me mostraba algún signo de afecto, se la daría; si se mostraba
indiferente, la dejaría escondida. Así no correría riesgos y me evitaría un
rechazo que podría avergonzarme.
Conversamos un rato sin que yo recibiera de ella ningún signo, ni en un
sentido ni en otro y, como me sentía incómodo, inicié la retirada.
Pero cuando me aproximaba a la puerta, escuché otra voz, que me hablaba
en un susurro y que se parecía bastante a la de Mr. Keating.
«Recuerda a Knox Overstreet... Carpe Diem» Me vi enfrentado ante la
necesidad de expresar mis sentimientos por un lado y la resistencia a afrontar la
inseguridad que me producía sincerarme por otro. ¿Cómo puedo andar por ahí
diciendo a los demás que den vida a sus aspiraciones, cuando yo no estoy
viviendo las mías? Además, ¿qué era lo peor que podía suceder? Cualquier
mujer estaría encantada de recibir una felicitación en su cumpleaños, y además,
poética. Decidí aprovechar el día. Mientras tomaba la decisión sentí que una
oleada de audacia corría por mis venas: mi intención era poderosa.
Me sentí mucho más satisfecho y en paz conmigo mismo de lo que me había sentido
en mucho tiempo... Tenía que aprender a abrir el corazón y a brindar amor sin pedir
nada a cambio.
Saqué la tarjeta de donde la tenía escondida, me di la vuelta, fui hasta el
mostrador y se la di. Mientras se la entregaba me sentí increíblemente vivo y
emocionado... y además, tenía miedo. (Fritz Perls decía que el miedo es «una
excitación sin aliento».) Pero lo hice. Y, ¿sabéis una cosa? A ella no le
impresionó especialmente. Me dio las gracias e hizo a un lado la tarjeta, sin
siquiera abrirla. Se me cayó el alma a los pies. Me sentía decepcionado y
rechazado. No obtener respuesta alguna era peor que un rechazo inequívoco.
Tras un «adiós» de cortesía, salí de la tienda y entonces sucedió algo
sorprendente. Empecé a sentirme eufórico. Desde mí interior brotó una oleada
de satisfacción que me inundó por completo. Había expresado mis sentimientos
¡y me sentía muy bien! Había cruzado la frontera del miedo hasta salir a la pista
de baile. Sí, había estado un poco torpe, pero lo había hecho. («Hazlo
temblando si es necesario —decía Emmet Fox—, ¡pero hazlo!») Había puesto en
juego mi corazón sin pedir garantía por los resultados. No ofrecí para, a mi vez,
recibir algo. Le hice ver mis sentimientos sin esperar una respuesta
determinada.
La dinámica que se requiere para que una relación funcione es la siguiente: sigue
poniendo tu amor ahí fuera.
Al interiorizarse, mi euforia se transformó en cálida beatitud. Me sentí más
satisfecho y en paz conmigo mismo de lo que me había sentido en mucho
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tiempo. Me di cuenta del sentido de todo lo ocurrido: yo necesitaba aprender a
abrir mi corazón y a dar amor sin esperar ni pedir nada a cambio. El sentido de
aquella experiencia no era crear una relación con aquella mujer, sino
profundizar mi relación conmigo mismo. Y lo había hecho. Keating se habría
sentido orgulloso. Pero lo más importante era que yo me sentía orgulloso.
Desde entonces no he visto mucho a aquella chica, pero esa experiencia ha
cambiado mi vida. Mediante aquella simple interacción vi claramente cuál es la
dinámica necesaria para que cualquier relación (y quizá el mundo entero)
funcione: No dejes nunca de mostrar tu amor.
Creemos que cuando no recibimos amor, eso nos duele, pero lo que nos
duele no es eso. El dolor nos acomete cuando no ofrecemos amor. Hemos
nacido para amar. Se podría decir que somos máquinas de amor creadas por
Dios. Cuando mejor funcionamos es cuando estamos dando amor. El mundo
nos ha llevado a creer que nuestro bienestar depende de que los demás nos
amen, pero este es el tipo de pensamiento puesto patas arriba que tantos
problemas nos ha causado. La verdad es que nuestro bienestar depende de que
ofrezcamos amor: no de lo que nos devuelven a nosotros, ¡sino de lo que
nosotros ofrecemos!
Alan Cohen
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Te conozco, ¡tú eres igual que yo!
Stan Dale es uno de nuestros amigos más íntimos. Stan dirige un seminario
sobre el amor y las relaciones, con el título «Sexualidad, amor e intimidad». Hace
varios años, en su interés por llegar a saber cómo era realmente la gente en la
Unión Soviética, se fue allí a pasar dos semanas en compañía de otras
veintinueve personas. Cuando narró sus experiencias en la hoja informativa que
él mismo publica, una de las anécdotas nos afectó en lo más profundo.
Mientras andaba por un parque en la ciudad industrial de Jarkov, vi a un
anciano veterano ruso de la segunda guerra mundial. Es fácil identificarlos por
las medallas y cintas que todavía exhiben orgullosamente en sus camisas y
chaquetas. No lo hacen por exhibicionismo, es la forma que tienen en su país de
homenajear a quienes les ayudaron a salvar Rusia, por más que los nazis
mataran a veinte millones de rusos. Me acerqué a aquel anciano que estaba allí
sentado con su mujer y le dije: «Droozhba, emin (amistad y paz). El hombre me
miró con incredulidad, tomó la insignia que habíamos hecho para aquel viaje y
que decía «amistad» en ruso y mostraba los mapas de los Estados Unidos y de
la Unión Soviética, sostenidos por dos manos amistosas, y me preguntó:
—¿Amerikanski?
—Da, amerikanski —le respondí—. Droozhba, emir.
Me cogió ambas manos como si fuéramos hermanos que no se habían visto
desde hacía tiempo, y volvió a repetir: «¡Amerikanski!», pero esta vez había
reconocimiento y afecto en su voz.
Durante algunos minutos él y su mujer me hablaron en ruso, como si yo
pudiera entenderlos, y yo les hablé en inglés como si creyera que él me
entendía. Y ¿sabéis qué? Ninguno de los dos entendió una palabra, pero es
indudable que nos comprendimos. Nos abrazamos, nos reímos y lloramos,
repitiendo todo el tiempo «Droozhba, emir, amerikanski. «Te amo, estoy orgulloso
de estar en tu país, nosotros no queremos la guerra. ¡Te amo!"
Pasados unos cinco minutos, nos dijimos adiós y los siete que formábamos
nuestro pequeño grupo seguimos andando. Quince minutos después, cuando
estábamos ya a considerable distancia, el mismo viejo veterano nos alcanzó. Se
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me acercó, se quitó la medalla de la Orden de Lenin (probablemente su
posesión más preciada) y me la prendió en la solapa. Después me besó en los
labios y me dio uno de los abrazos más cálidos y afectuosos que jamás he
recibido. Y los dos lloramos, nos miramos a los ojos durante un tiempo
larguísimo y nos despedimos con un «Dossvedanya» (adiós).
El relato anterior es un símbolo de todo nuestro viaje de «Diplomacia
ciudadana» a la Unión Soviética. Cada día encontrábamos cientos de personas
en todos los lugares posibles e imposibles. Ni los rusos ni nosotros volveremos
jamás a ser los mismos. Ahora hay cientos de escolares de las tres escuelas que
visitamos que ya no estarán tan dispuestos a pensar que los norteamericanos
son gente que quiere «nukearlo» (destruirlos con armas nucleares). Hemos
bailado, cantado y jugado con niños de todas las edades, y hemos
intercambiado besos, abrazos y regalos. Ellos nos dieron flores, pastas y dulces,
insignias, dibujos, muñecas... y, lo más importante, nos abrieron su corazón y su
mente.
En más de una ocasión nos invitaron a presenciar sus bodas y a ningún
miembro de su familia biológica podrían haberlo aceptado, saludado y
agasajado de forma más cálida y afectuosa que a nosotros. Intercambiamos
abrazos y besos, bailamos y bebimos champán, cerveza y vodka con los novios,
con los abuelos y con el resto de la familia.
En Kursk fuimos recibidos por siete familias rusas que se ofrecieron a
agasajarnos con una maravillosa cena y con su afable conversación. Cuatro
horas más tarde, ninguno de nosotros quería irse. Ahora, todos los de nuestro
grupo tenemos una nueva familia en Rusia.
La noche siguiente nosotros agasajamos a «nuestra familia» en el hotel. La
banda tocó casi hasta medianoche y... ¿qué os imagináis? Una vez más,
comimos, bebimos, charlamos, bailamos y lloramos cuando llegó la hora de
despedirnos. Y bailamos cada canción como si fuéramos amantes apasionados...
porque eso éramos, exactamente.
Podría seguir hablando eternamente de nuestras experiencias y, sin
embargo, no habría manera de transmitiros exactamente cómo nos sentíamos.
¿Cómo os sentiríais vosotros, al llegar a vuestro hotel en Moscú, si os estuviera
esperando un mensaje telefónico de la oficina de Míhail Gorbachov, diciendo
que lamenta no poder veros ese fin de semana porque no está en la ciudad, pero
que en cambio ha dispuesto, para todo vuestro grupo, una reunión de dos
horas, una mesa redonda con una media docena de miembros del Comité
Central? Y con ellos mantuvimos una conversación sumamente franca sobre mil
cosas, incluso sobre sexualidad.
¿Cómo os sentiríais si más de una docena de ancianas, con sus babushkas
[pañolones] anudadas bajo el mentón, bajaran de sus viviendas para abrazaros
y besaros? ¿Qué sentiríais cuando vuestras guías, Tania y Natasha, os dijeran (y
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dijeran a todo el grupo) que no habían visto jamás a nadie como vosotros? Y
cuando nos fuimos, todos, los treinta, lloramos porque nos habíamos
enamorado de aquellas mujeres fabulosas, y ellas de nosotros. ¿Cómo os
sentiríais? Probablemente, igual que nosotros.
Está claro que cada uno tuvo su propia experiencia, pero es indudable que
en el total hay algo que destaca especialmente: la única forma en que vamos a
asegurar la paz sobre este planeta es adoptar como «nuestra familia» al mundo
entero. Vamos a tener que abrazarlos y besarlos, y bailar y jugar con ellos.
Tendremos que sentarnos a hablar, pasearemos y jugaremos juntos. Porque,
cuando lo hagamos, descubriremos que es verdad que existe la belleza en cada
uno de nosotros, que todos nos complementamos los unos con los otros y que
todos empobreceríamos si no nos tuviéramos mutuamente. Entonces el dicho
«Te conozco porque tú eres como yo» tendría un significado más profundo:
«¡Ésta es «mi familia», y con ellos estaré pase lo que pase!».
Stan Dale
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La más dulce de las necesidades
Por lo menos una vez al día nuestro viejo gato negro se acerca a alguno de
nosotros de una manera que todos hemos llegado a reconocer como especial.
No significa que quiera que le den de comer ni que lo dejen salir, ni nada por el
estilo. Lo que necesita es algo muy diferente.
Si tiene un regazo a mano, se sube a él de un salto; si no, lo más probable es
que se quede ahí, con aire nostálgico, hasta que vea que hay uno preparado.
Una vez acomodado en él, empieza a ronronear antes incluso de que uno le
acaricie el lomo, le rasque bajo el mentón y le diga una y otra vez que es un gato
estupendo. Después, con su «motor» acelerado al máximo, se acomoda hasta
encontrar la posición que le gusta y se instala. De vez en cuando, su ronroneo se
descontrola y se convierte en ronquido; entonces te mira con los ojos abiertos de
adoración y te dedica ese prolongado ir cerrando los ojos que es la muestra final
de la confianza de un gato.
Al cabo de un rato, poquito a poco, se va quedando quieto. Si siente que
todo va bien, puede ser que se quede en el regazo para echarse una cómoda
siestecita. Pero es igualmente probable que vuelva a bajar de un salto y se vaya
a atender sus cosas. Sea como fuere, la razón la tiene él.
—Blackie quiere que lo «ronroneen» —dice simplemente nuestra hija.
En casa no es el único que tiene esa necesidad: yo la comparto y mi mujer
también. Sabemos que no es una necesidad exclusiva de ningún grupo de edad,
pero aun así, como yo no sólo soy padre, sino además profesor, la asocio
especialmente con los chicos, con su necesidad rápida e impulsiva de un
abrazo, de un regazo acogedor, de una mano amiga, de una manta cálida, no
porque nada les falte, no porque sea necesario, sino simplemente porque ellos
son así.
Hay un montón de cosas que me gustaría hacer por todos los niños y, si
sólo pudiera hacer una, sería ésta: asegurar a cada niño que, esté donde esté,
tendrá por lo menos un buen ronroneo cada día.
Porque los niños, como los gatos, necesitan su tiempo de ronroneo.
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Fred T. Wilhelms
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Bopsy
La joven madre miraba fijamente a su hijo, que estaba muriéndose de leucemia.
Por más que tuviera el corazón lleno de tristeza, también tenía un intenso
sentimiento de determinación. Como cualquier padre o madre, quería que su
hijo creciera y pudiera cumplir todos sus sueños, pero eso ya no sería posible: la
leucemia lo impediría. Sin embargo, ella seguía queriendo que se cumplieran
los sueños de su hijo.
Cogió la mano del pequeño y le preguntó:
—Bopsy, ¿has pensado alguna vez qué querrías ser cuando crecieras? ¿Has
soñado con lo que te gustaría hacer en la vida?
—Mami, yo siempre quería ser bombero cuando creciera.
Ella le sonrió y dijo:
—Vamos a ver si podemos conseguir que tu deseo se realice.
Ese mismo día, más tarde, se fue al cuartel local de los bomberos de su
pueblo, Phoenix, en Arizona. Allí habló con Bob, un bombero que tenía el
corazón tan grande como todo el pueblo. Le explicó cuál era el último deseo de
su hijo y le preguntó si sería posible que el pequeño diera una vuelta a la
manzana en uno de los camiones de bomberos.
—Vamos —dijo Bob—, podemos hacer algo mucho mejor. Si usted tiene
listo al niño el miércoles próximo a las siete de la mañana, lo nombraremos
bombero honorario durante todo el día. Puede venir al cuartel de bomberos,
comer con nosotros y acompañarnos cada vez que salgamos. Y si usted nos da
sus medidas, le encargaremos un verdadero uniforme de bombero, con un
sombrero de verdad, no de juguete, con el emblema de los Bomberos de
Phoenix, un impermeable amarillo como el que nosotros usamos y botas de
goma. Como todo eso se fabrica aquí, en Phoenix, lo tendremos muy pronto.
Tres días después el bombero Bob fue a buscar a Bopsy, le puso su
uniforme de bombero y lo acompañó al camión, que los esperaba con todo su
equipo. Bopsy, sentado al fondo del camión, ayudó a conducirlo de nuevo al
cuartel. Se sentía en el cielo.
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Ese día, en Phoenix, hubo tres alarmas de incendio, y Bopsy salió con los
bomberos las tres veces. Fue en los diferentes vehículos, en el del equipo
médico e incluso en el coche del jefe de bomberos. Además, le grabaron un
vídeo para el noticiero local.
El hecho de haber visto realizarse su sueño, unido a todo el amor y la
atención que le prodigaron, conmovió tan profundamente a Bopsy que vivió
tres veces más de lo que ningún médico hubiera creído posible.
Una noche, todas sus constantes vitales empezaron a deteriorarse de forma
alarmante y la jefa de enfermeras, que defendía la idea de que nadie debe morir
solo, empezó a llamar a todos los miembros de la familia para que acudieran al
hospital. Después, al recordar el día que Bopsy había pasado como bombero,
llamó al jefe para preguntarle si sería posible enviar al hospital un bombero de
uniforme para que acompañara a Bopsy en sus últimos momentos.
—Podemos hacer algo mejor —respondió el jefe—. ¿Quiere usted hacerme
un favor? Cuando oiga las sirenas y vea los destellos de las luces, anuncie por el
sistema de altavoces que no hay un incendio; es sólo que el personal del
departamento de bomberos viene a ver por última vez a uno de sus miembros
más valiosos. Y no olvide abrir la ventana de la habitación de Bopsy. Gracias.
Cinco minutos después, un camión llegó al hospital, extendió la escalera
hasta la ventana de Bopsy, en la tercera planta, y por ella treparon los dieciséis
bomberos. Con el permiso de su madre, todos fueron abrazándolo y diciéndole,
uno tras otro, cuánto lo querían.
Con su último aliento, Bopsy preguntó, levantando los ojos hacia el jefe de
bomberos:
—Jefe, ¿ahora ya soy un bombero de verdad?
—Claro que lo eres, Bopsy —le confirmó el jefe.
Al oír aquellas palabras, Bopsy sonrió y cerró los ojos.
Jack Canfield y Mark V. Hansen
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Se venden cachorros
El propietario de una tienda estaba colgando sobre la puerta un cartel que
anunciaba: «Venta de cachorros». Ese tipo de anuncios tienen la virtud de
llamar la atención de los niños y no tardó en aparecer un niñito bajo el cartel.
—¿A cuánto vende usted los cachorros? —preguntó.
—Entre treinta y cincuenta dólares —respondió el dueño de la tienda.
El pequeño rebuscó en sus bolsillos y sacó algunas monedas.
—Sólo tengo dos dólares y treinta y siete centavos —anunció—. ¿Puedo
verlos, por favor?
El dueño sonrió, emitió un silbido y de la perrera salió Lady, que se acercó
corriendo por el pasillo de la tienda seguida por cinco minúsculas bolitas de
pelo. Uno de los cachorros seguía a los demás con dificultades.
Inmediatamente, el niño se fijó en el perrito lisiado que cojeaba y preguntó:
—¿Qué le pasa a ese perrito?
El dueño de la tienda le explicó que el veterinario, al examinarlo, había
descubierto que al cachorrito le faltaba la fosa de articulación de la cadera.
—Pues ése es el cachorrito que quiero comprar —exclamó el niño,
entusiasmado.
—No creo que quieras comprarlo —objetó el dueño de la tienda—, pero si
realmente lo quieres, te lo regalo.
El chiquillo se ofendió mucho; miró a los ojos al dueño de la tienda,
apuntándole con un dedo, y declaró:
—No quiero que me lo regale. Ese perrito vale tanto como cualquiera y le
pagaré a usted lo que valga. Es más, ahora le daré todo lo que tengo y le iré
pagando cincuenta centavos cada mes hasta completar su precio.
—En realidad, no creo que quieras comprar el perrito —replicó el
hombre—. Nunca podrá correr y saltar y jugar contigo como los demás
cachorritos.
Al oír estas palabras, el chiquillo se inclinó para levantarse la pernera del
pantalón, mostrando una pierna gravemente deformada que se apoyaba en una
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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ortopedia. Levantó los ojos hacia el propietario de la tienda y respondió en voz
baja:
—Bueno, yo tampoco soy muy buen corredor y el cachorro necesitará a
alguien que lo entienda.
Dan Clark
Weathering the storm
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2
Aprende a amarte a ti mismo
Oliver Wendell Holmes concurrió una vez a una
reunión en la cual él era el más bajo de los presentes.
—Doctor Holmes —bromeó un amigo—, yo diría
que se siente usted pequeño entre unos hombrones
como nosotros.
—Pues sí—respondió Holmes—, me siento como
una moneda de un dólar entre un montón de
peniques.
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El buda de oro
Y ahora, he aquí mi secreto, un secreto muy simple: sólo con el corazón podemos ver
como es debido; lo esencial es invisible para nuestros ojos.
Antoine de Saint-Exupéry
En el otoño de 1988 a mi mujer, Georgia, y a mí nos invitaron a dar una charla
sobre autoestima y desarrollo óptimo en una conferencia en Hong Kong. Como
nunca habíamos estado en el Lejano Oriente, decidimos hacer además un viaje a
Tailandia.
Cuando llegamos a Bangkok, se nos ocurrió hacer un tour que recorría los
templos budistas más famosos de la ciudad. En compañía de nuestro intérprete
y chófer, Georgia y yo visitamos ese día numerosos templos budistas, pero al
cabo de un rato todos empezaron a mezclarse en nuestro recuerdo.
Sin embargo, entre ellos hubo uno que nos dejó una impresión indeleble en
la mente y en el corazón. Se le conoce como el Templo del Buda de Oro y en
realidad es muy pequeño, probablemente no mida más que tres por tres metros;
pero al entrar nos quedamos impresionados por la presencia de un buda de oro
macizo de algo más de tres metros de altura. Pesa más de dos toneladas y
media, y está valorado en aproximadamente ¡ciento noventa y seis millones de
dólares! Era realmente un espectáculo impresionante ver ese buda de oro
macizo, imponente pese a la bondad que transmitía su calma sonrisa.
Mientras nos sumergíamos en las actividades normales de quien visita
lugares hasta entonces sólo conocidos por referencia (es decir, sacar fotografías
de la estatua, entre expresiones de admiración), me acerqué a un expositor de
cristal que contenía un gran trozo de arcilla, de unos veinte centímetros de
espesor por treinta de ancho. Junto a la urna de cristal había una página
mecanografiada que narraba la historia de aquella magnífica obra de arte.
En 1957 un grupo de monjes de un monasterio tuvo que trasladar un buda
de arcilla desde su templo a un nuevo emplazamiento. El monasterio debía
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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cambiar de sitio para dejar paso a la construcción de una carretera que
atravesaba Bangkok. Cuando la grúa empezó a levantar el gigantesco ídolo, su
peso era tan tremendo que empezó a resquebrajarse, y para colmo empezó a
llover. El superior de los monjes, preocupado por el daño que podía sufrir el
sagrado buda, decidió bajar la estatua al suelo y cubrirla con una recia lona que
la protegiera de la lluvia.
Más tarde, él mismo fue a verificar cómo estaba el buda e introdujo una
linterna bajo la lona para ver si la imagen seguía estando seca. Cuando la luz
dio sobre una de las grietas de la estatua, observó que algo resplandecía en su
interior y eso le llamó la atención. Al mirar más atentamente el destello de luz,
se preguntó si no podría haber algo debajo de la arcilla. Fue en busca de un
martillo y empezó a retirar la arcilla. Al ir desprendiéndose ésta el resplandor se
fue haciendo cada vez mayor. Se necesitaron muchas horas de trabajo para que
el monje se encontrase frente al extraordinario buda de oro macizo.
Los historiadores creen que, varios siglos antes de que el superior
descubriese el buda, el ejército birmano estuvo a punto de invadir Tailandia,
que entonces se llamaba Siam. Los monjes, al darse cuenta de que su país no
tardaría en ser atacado, cubrieron de arcilla su precioso buda de oro para que
no terminara formando parte del botín de los birmanos. Los invasores pasaron
a cuchillo a todos los monjes y el secreto del buda de oro se mantuvo bien
guardado hasta aquel memorable día de 1957.
Mientras volvíamos a los Estados Unidos en un avión, empecé a pensar que
todos estamos, como el buda, cubiertos por una dura capa creada por el miedo
y que, sin embargo, encerrado en cada uno de nosotros hay un «Buda de oro» o
un «Cristo de oro» o una «esencia áurea» que es nuestro verdadero ser. En
alguna época de la vida, quizás entre los dos y los nueve años, empezamos a
cubrir nuestra «esencia áurea», nuestro ser natural. Y, de manera muy parecida
a lo que hizo el monje con el martillo, la tarea a que ahora nos enfrentamos es la
de volver a descubrir nuestra auténtica esencia.
Jack Canfield
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Empieza por ti mismo
Las siguientes palabras están inscritas en la tumba de un obispo (1100 d.c.) en la
cripta de la abadía de Westminster:
Cuando yo era joven y libre y mi imaginación no conocía límites, soñaba con
cambiar el mundo. A medida que me fui haciendo mayor y más prudente, descubrí que
el mundo no cambiaría, de modo que acorté un poco la visión y decidí cambiar solamente
mi país.
Pero eso también parecía inamovible.
Al llegar a mi madurez, en un último y desesperado intento, decidí avenirme a
cambiar solamente a mi familia, a los seres que tenía más próximos, pero ¡ay!, tampoco
ellos quisieron saber nada del asunto.
Y ahora que me encuentro en mi lecho de muerte, de pronto me doy cuenta: «Sólo
con que hubiera empezado por cambiar yo mismo», con mi solo ejemplo habría cambiado
a mi familia.
Y entonces, movido por la inspiración y el estímulo que ellos me ofrecían, habría
sido capaz de mejorar mi país y quién sabe si incluso no hubiera podido cambiar el
mundo.
Anónimo
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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¡Nada más que la verdad!
David Casstevens, del periódico Dallas Morning News, cuenta un episodio
referente a Frank Szymanski, estudiante de la Universidad de Notre Dame allá
por los años cuarenta, a quien habían llamado como testigo en un proceso civil
en el South Bend.
—Este año, ¿está usted en el equipo de fútbol del Notre Dame?
—Sí, Señoría.
—¿En qué posición?
—Centro, Señoría.
—Y ¿qué tal centro es?
Szymanski se removió en su asiento, pero respondió con voz firme:
—Señor, soy el mejor centro que jamás haya tenido el equipo de Notre
Dame.
El entrenador Frank Leahy, que se encontraba en la sala del tribunal, se
quedó sorprendido: Szymanski había sido siempre modesto y nada fanfarrón,
de manera que, terminada la sesión del tribunal, Leahy hizo un aparte con él
para preguntarle por qué se había expresado de esa manera. Szymanski se
ruborizó.
—Me supo muy mal hacerlo, entrenador —fue su respuesta—, pero es que,
después de todo, estaba bajo juramento.
Dallas Morning News
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Cubriendo todas las bases
A un niñito que andaba hablando solo mientras caminaba por el patio de su
casa, tocado con su gorra de béisbol y jugueteando con la pelota y el bate, se le
oyó decir orgullosamente:
—Soy el mejor jugador de béisbol del mundo.
Después arrojó la pelota al aire, intentó darle con el bate y erró. Impávido,
recogió la pelota, la lanzó al aire y se reafirmó diciendo:
—¡Soy el mejor jugador que hay!
Repitió el intento de asestar un golpe a la pelota y, tras volver a fallar, se
detuvo un momento a examinar minuciosamente el bate y la bola. Luego, arrojó
una vez más la pelota al aire y dijo:
—Soy el mejor jugador de béisbol que jamás haya habido.
Volvió a asestar el golpe con el bate y una vez más erró a la pelota.
—¡Uau! —exclamó—: ¡Vaya lanzador!
Fuente desconocida
Un niñito estaba dibujando algo y su maestra le dijo:
—Qué cosa más interesante. Cuéntame qué es.
—Es una imagen de Dios.
—Pero nadie sabe qué aspecto tiene Dios.
—Pues cuando yo termine lo sabrán.
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Mi declaración de autoestima
Con ser lo que soy ya es suficiente; sólo hace falta que lo sea abiertamente.
Cari Rogers
Escribí las palabras que siguen en respuesta a la pregunta de una niña de
quince años: «¿Cómo puedo prepararme para tener una vida satisfactoria?».
Yo soy yo.
En el mundo entero no hay nadie que sea exactamente como yo. Hay
personas que tienen cosas que se me parecen, pero nadie llega a ser
exactamente como yo. Por lo tanto, todo lo que sale de mí es auténticamente
mío porque sólo yo lo elegí.
Soy dueña de todo lo que me constituye: mi cuerpo y todo lo que mi cuerpo
hace, mi mente y con ella todos mis pensamientos e ideas, mis ojos y también
las imágenes de todo lo que ellos ven, mis sentimientos, sean los que fueren
(enfado, júbilo, frustración, amor, desilusión, entusiasmo); mi boca y todas las
palabras que de ella salen (corteses, dulces o ásperas, correctas o incorrectas),
mi voz, áspera o suave, y todas mis acciones, ya se dirijan a otros o a mí misma.
Soy dueña de mis propias fantasías, de mis sueños, mis esperanzas y mis
miedos.
Son míos todos mis triunfos y mis éxitos, mis fallos y mis errores.
Como soy dueña de todo lo que hay en mí, puedo relacionarme
íntimamente conmigo misma. Al hacerlo, puedo amarme y ser amiga de todo lo
que hay en mí. Entonces puedo trabajar toda yo, sin reserva, para mi mejor
interés.
Sé que en mí hay aspectos que no entiendo, y otros que no conozco, pero
mientras me acepte y me quiera puedo, con ánimo valiente y esperanzado,
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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buscar las soluciones a los enigmas y las maneras de saber más cosas de mí
misma.
Todo lo que miro y digo, cualquier cosa que exprese y haga, y todo aquello
que piense y sienta en un momento dado, soy yo. Todo esto es auténtico y
representa dónde estoy en ese momento del tiempo.
Cuando más adelante evoque qué aspecto tenía y cómo hablaba, lo que
decía y lo que hacía, cómo pensaba y sentía, algunas partes pueden parecerme
fuera de lugar. Puedo descartar lo que no me viene bien y conservar lo que me
parezca adecuado, e inventarme algo nuevo que reemplace a lo que haya
descartado.
Puedo ver, oír, sentir, decir y hacer. Tengo los recursos para sobrevivir,
para estar próxima a los demás, para ser productiva, para encontrar sentido y
orden en el mundo de las personas y las cosas que existen fuera de mí.
Soy mi propia dueña, y por lo tanto puedo hacerme a mí misma.
Soy yo, y estoy bien tal como soy.
Virginia Satir
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La indigente
Solía dormir en la oficina de Correos de la calle Cinco. Yo alcanzaba a olería
antes de dar la vuelta a la esquina y llegar a donde ella dormía, junto a los
teléfonos públicos. Olía a la orina que se le escurría por entre las sucias capas de
ropa y a las caries de su boca casi desdentada. Si no dormía, entonces pasaba el
tiempo mascullando incoherencias.
A las seis de la tarde cierran la oficina de Correos para mantener fuera a los
vagabundos, ella se enrosca en la acera, hablando consigo misma, moviendo la
boca como si tuviera las mandíbulas desencajadas, atenuados sus olores por la
suave brisa.
Una vez, el día de Acción de Gracias, nos sobró tanta comida que yo la
envolví, me disculpé un momento y conduje el coche en dirección a la calle
Cinco.
La noche era gélida. Las hojas giraban en remolinos por las calles y apenas
había alguien en la calle, aunque sólo unos pocos de aquellos desamparados
estaban abrigados y cómodos en algún hogar o asilo; pero yo sabía que la
encontraría.
Estaba vestida como siempre: las cálidas capas de lana ocultaban el viejo
cuerpo encorvado. Sus manos huesudas sujetaban un «precioso» carro de la
compra. Estaba acuclillada contra una verja de alambre, frente al parque
infantil, al lado de la oficina de Correos. «¿Por qué no habrá escogido algún
lugar más protegido del viento?» pensé, dando por supuesto que estaba tan
chiflada que ni siquiera tenía el sentido común necesario para acurrucarse en
algún portal.
Aproximé al bordillo mi reluciente coche, bajé el cristal de la ventanilla y le
dije:
—Madre... tal vez quisiera...
Se quedó azorada ante la palabra «madre». Pero es que era... es... de una
manera que no puedo entender bien.
—Madre —volví a empezar—, le he traído un poco de comida. ¿Le gustaría
un poco de pavo relleno y pastel de manzana?
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Al oírme, la anciana me miró y me dijo muy claramente, con nitidez,
mientras los dos dientes de abajo, flojos, se le movían mientras hablaba:
—Oh, muchísimas gracias, pero en este momento estoy llena. ¿Por qué no
le llevas eso a alguien que realmente lo necesite?
Sus palabras eran claras, sus modales refinados. Después me dio por
despedida y volvió a hundir la cabeza entre los harapos.
Bobbie Probstein
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Las reglas para ser humano
1. Recibirás un cuerpo
Puede ser que te guste o que lo odies, pero será tuyo durante todo el
tiempo que pases aquí.
2. Aprenderás lecciones
Estás anotado a tiempo completo en una escuela informal que se llama
vida. Cada día que pases en ella tendrás oportunidad de aprender lecciones.
Puede ser que las lecciones te gusten como que te parezca que no vienen al caso
o que son estúpidas.
3. No hay errores, sólo lecciones
El crecimiento es un proceso de ensayo y error: la experimentación. Los
experimentos fallidos son parte del proceso en igual medida que los que, en
última instancia, funcionan.
4. Una lección se repite hasta que está aprendida
Cada lección se te presentará en diversas formas hasta que la hayas
aprendido. Cuando eso suceda podrás pasar a la lección siguiente.
5. El aprendizaje no tiene fin
No hay en la vida ninguna parte que no contenga lecciones. Si estás vivo,
aún te quedan lecciones que aprender.
6. «Allí» no es mejor que «aquí»
Jack Canfield & Mark Victor Hansen Sopa de pollo para el alma
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Cuando tu «allí» se ha convertido en un «aquí», simplemente habrás
obtenido otro «allí» que te parecerá nuevamente mejor que «aquí».
7. Los demás no son más que espejos que te reflejan
No puedes amar ni odiar nada de otra persona a menos que refleje algo que
tú amas u odias en ti mismo.
8. Lo que hagas de tu vida es cosa tuya
Tienes todas las herramientas y recursos que necesitas, lo que hagas con
ellos es cosa tuya. La elección es tuya.
9. Tus respuestas están dentro de ti
Las respuestas a las cuestiones de la vida están dentro de ti. Sólo tienes que
mirar, escuchar y confiar.
10. Te olvidarás de todo esto
11. Puedes recordarlo siempre que quieras
Anónimo
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Silencio por las noches

Cuando te levantas en la oscuridad del verano y los árboles permanecen sin viento más allá de la puerta abierta de par en par esta noche, qu...